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Empezamos este itinerario en el que pretendo estudiar la pintura no dentro las Bellas Artes, sino en el universo del Símbolo, como praxis que desemboca a un conocimiento más que como un estudio de erudición. El tema que planteo es difícil, ya que la pintura, como todo organismo, se mueve, se agita, y se contrae; provista como esos cefalópodos de muchos centros nerviosos que se repliegan sobre sí mismos y se escapan a cualquier definición. Un organismo, sea en su forma individual, sea en su forma social no puede encajarse en una teoría; buscaré, pues, una experiencia personal que tomará la característica de un “viaje” y que nos llevará a lugares especiales. Aunque hoy hablaré desde la teoría, con cuidado, a lo largo de los itinerarios intentaré hacerlo desde la práctica. El viaje que emprendo tiene como meta el conocer, y sobretodo, conocernos, pues como se decía en una antigua sentencia “no conocemos nada que no esté ya en nosotros”, aludiendo así al carácter mnemotécnico de la búsqueda.
Al hablar del Símbolo, no tengo nada nuevo a revelar. Se trata aquí de verdades viejas como el mundo, y están dichas admirablemente por los Antiguos, pero en un lenguaje que no entendemos y, en la mayoría de los casos, nos resulta embarazoso y molesto. Sin embargo, el pensamiento occidental está acercándose cada vez más a una concepción de la Unidad del mundo, donde las artes y los artistas, que avanzan lo que vendrá, captan por intuición – el espíritu de progreso aún domina esta civilización -; aunque de momento nada llena el vacío entre la forma material y su causa energética, entre el espíritu y lo corporal. Este vacío, que está llenándose de una cultura de distracción, es lo que el Símbolo lleva a cumplimiento y que enseguida explicaré.
Un símbolo, cualquiera que sea, es el sello, la huella visible de una realidad invisible. Esconde y revela. Su función es conectar, como un puente, dos elementos separados que en su origen estaban unidos. Estos dos elementos son las dos realidades en las que vive el ser humano, pues conoce el mundo profano, en estado bruto, y el mundo sagrado, sutil. La cuestión es que estos dos mundos conviven pero no están unidos, lo que produce un desgarro y un movimiento pendular de un extremo a otro.
Lo que separa estos dos mundos polarizados, efecto de la dualidad manifiesta en todo lo aparente, la vía simbólica lo religa, a través de la visión, devolviéndolo a la unidad. De este modo, comparte con la pintura su carácter eminentemente visual – la pintura entra por los ojos – pero a diferencia de ésta, no es resultado de una convención, a pesar de que su significado se cifre en imagen.
Al expresarse en el mundo de la forma, el Símbolo goza de una parte externa – exotérica – y una parte interna – esotérica -. Lo exotérico seria como las ramas y el tronco de un árbol, su corteza, y lo esotérico la savia que recorre el interior del árbol y le da vida. Importa hacer notar esta distinción pues la mayoría nos quedamos en la parte exotérica sin ver la parte esotérica, que está muy escondida. Al no poder transcribirse el sentido esotérico, la forma exotérica debe guiar “ la vista” y llevarla a la fuente de su devenir.
Así, para comprender un símbolo hace falta buscar las cualidades y funciones de la cosa representada, implicando con ello una exactitud del todo precisa en la figuración. Representa lo que es y no puede no ser otra cosa que lo que es, excluye la posibilidad de cualquier malformación. Un ejemplo. Un número multiplicado, es decir, repetido, por el número de unidades que lo componen constituye un cuadrado. Esto es ineluctable, no puede ser de ninguna otra manera. Nos puede parecer extraño que sea ineluctable, pero es la realidad esotérica, inmutable, lo que se está expresando aquí. Otro ejemplo. El Pez era originalmente el símbolo de Cristo – puede observarse todavía trazado en algunos lugares de las catacumbas de San Calixto, S.III de nuestra era, en Roma. Aquí, la imagen del pez reemplaza las letras griegas de la palabra, pero el sentido secreto, “esotérico”, se daba por sobreentendido: el advenimiento del cristianismo en coincidencia con la entrada del punto vernal, según la precesión de los equinoccios, en la constelación de Piscis.
Es propio del Símbolo presentarse de esta manera ambivalente
En la noción latina de imago encontramos la misma ambivalencia, del todo a la nada, del ser al no ser. La imago puede no ser más que un falso objeto, un fantasma, una apariencia pasajera, un simulacro, pero también la representación fiel, el retrato, el doble verosímil que ofrece la imagen del objeto ausente, antepasado muerto, ser amado desaparecido, instante lejano en el tiempo.
Según su uso, la mirada pasa de la rapidez frente a un simulacro que desfila ante ella, de rápido consumo, a la detención sobre una forma que sabe mucho, o todo de la experiencia humana.
De estas dos modalidades que ofrece la mirada, es la segunda la que interesa aquí: esta detención en la que la vista se posa sobre los seres y las cosas, que descubre lo cercano en lo lejano, la energía del corazón, es la que ha atemorizado siempre a los tiranos, a los prevaricadores y a las bestias; éstos parece que no son menos numerosos hoy que en otro tiempo, a pesar de los logros de nuestra tecnoesfera y a la supuesta abolición de las tiranías.
La imagen elaborada por el arte de la pintura, esa en la que cada pin- celada es, por así decirlo, el hilo de oro que el pintor o pintora ha sabido extraer de su experiencia, tiene por finalidad una magia evocadora, donde uno de los estados de este cruel sentimiento de vacío o ausencia, puede ser compensado. Esta idea, que podría calificarse de positivismo técnico, no es nueva evidentemente, ya la explica, por ejemplo, Séneca en el siglo I, en las Cartas a Lucilio, cuando escribe: “Los retratos de los amigos ausentes nos causan alegria, por cuanto nos renuevan la memoria y aligeran la añoranza aunque con un consuelo vacío y falso”.
A esta idea se la puede responder con el canto III de la Eneida, en el que Eneas cuenta a Dido cómo, huyendo de Troya, desembarcó en la isla de Butroto: allí encuentra a su cuñada Andrómaca desterrada, viuda de Héctor. Ha hecho construir en esa isla extranjera una recreación de Troya, y bajo las murallas de ese artificio, manda edificar un doble de la tumba de Héctor. En este paisaje imitado de Troya podemos reconocer un “cuadro”, una imagen. No engaña lo bastante Andrómaca para curarla de su duelo, pero la reconforta lo suficiente. Ya no es un consuelo “vacío y falso” y las artes acuden a su auxilio, haciéndola estar “más aliviada”. Precisamente se encuentra aquí la semilla que Baudelaire hará brotar en “El cisne” (“Le Cygne”), mezcla de carne y espíritu, doble convertido en arte que colma el sentimiento de vacío: “¡Andrómaca, pienso en ti!”.
Se termina el artículo y no he hablado de la prometida de Corinto, la doncella enamorada y desesperada por el largo viaje que debía emprender su prometido. Deliberadamente he preferido que acudan, los que lo deseen, a leer esta leyenda, referida por Plinio el Viejo en latín, en la que se atribuyen los primeros pasos de la pintura, y dejen cautivarse por su historia, tan simple y tan hermosa.
[Imagen destacada: Marcel Rubio Juliana, Dibuix anunciador 1]
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