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Junk Food Poetics

Magazine

03 octubre 2016
Tema del Mes: ComidaEditor/a Residente: A*DESK
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Junk Food Poetics

Hay una oscilación entre luz y oscuridad, una dialéctica existencial que te coloca frente a un panorama de cosas, un equilibrio precario. Todas las luces de la ciudad, el descampado de las afueras está a oscuras. Ahora estás en esta frontera exacta, la experiencia de la visión adquirida te acerca a algo que no puedes procesar enteramente con tus recursos racionales. Desde aquí oyes cómo tus tripas emiten sonidos, hay una carnalidad en todo esto. Vas conduciendo en silencio por una carretera. Al fondo ves algo. Hay un punto de luz, seguramente es un signo. Te acercas. El signo te resulta familiar. Te acercas más. Brilla con un destello dorado. Drive-thru. Has llegado a algún sitio, eso seguro. O tal vez es ningún sitio. Despierta.

Empezar a leer algo con la ilusión de un estado alterado. Poner en juego desde el principio que lo que siempre me ha parecido más interesante del fenómeno de la comida basura es la atmósfera que sugiere. Empieza por el estómago, en la intimidad de los cuerpos dóciles, y acaba en una visión general de una especie de tableau vivant, donde todo se mueve muy lentamente y todo resulta familiar aunque inexplicablemente inquietante. Tengo la sensación de que la cultura americana, como originaria del fenómeno, y habiendo colonizando el imaginario colectivo con esa aproximación a la mística que constituye la gran narrativa nacional de la heroicidad y el éxito, ha dado pie a la posibilidad de que la existencia no se moviera ya en un plano dual y excluyente entre lo real y lo ficticio, sino que ha instituido un nuevo orden de cosas en el que es factible la existencia en un estado en el que ambos planos sean indisolubles. Desde una hipótesis de crítica cultural heterodoxa, es posible vincular este lugar psíquico, técnicamente definible como delirio, a algo parecido a una espiritualidad, a una fuerza, en definitiva, esencialmente poética.

En las vistas panorámicas de la gran urbe americana, los puntos de luz son signos ausentes, liberados de su carga semiótica, conformando un gran desierto postfordista. Indican lugares en los que diminutos devenires particulares se interconectan con lugares de comunión – la gasolinera, el restaurante de comida rápida, la cancha de basket. La cuadrícula urbana, intento fallido de mitigar el caos, se organiza según la localización de estos puntos de luz. Con el mismo sistema tentacular, la presencia de la comida basura sobrevuela de forma natural las prácticas artísticas.

El arte contemporáneo la ha incluido en su lenguaje como un elemento más de crítica cultural, releyendo su potencialidad estética para utilizarla como símbolo del contexto neoliberal. Aunque es cierto que esta potencialidad existe, su uso es similar al efecto sobredosis que provoca en el organismo, pudiendo caer en una espectacularidad que ya no se critica a sí misma. Una lista de ejemplos de esta inclusión en el panorama del arte en los últimos años podría empezar con la retrospectiva de los hermanos Jake y Dinos Chapman en la Serpentine Gallery en 2014, titulada Come and See, donde podía verse a Ronald McDonald crucificado dentro de un escenario infernal de inspiración El Bosco.

En 2011, Paul McCarthy presenta en Hauser&Wirth lo que empieza siendo un cúmulo de detritus en el estudio y acaba siendo la historia de Pig Island, con Bush, los siete enanitos y los cubos de pollo frito de KFC. El mismo año, el pop-art de Mel Ramos se vio en el Albertina de Viena, con mujeres reificadas apoyándose en un bote de ketchup, saliendo de entre McFries gigantes o durmiendo sobre un Toblerone. El colectivo danés Superflex, en su película Flooded McDonald’s de 2009, construye una réplica del interior de un restaurante McDonald’s y lo inunda, en un diluvio aún por venir que tendría lugar significativamente, especialmente, en un lugar como este.

El teórico George Ritzer desarrolla a partir de la tesis de Max Weber sobre la racionalización su concepto de McDonalización. Si la racionalización es el mecanismo por el cual los comportamientos sociales son dirigidos por valores rediseñados y calculados en substitución de valores emocionales y originarios de la tradición, la McDonalización es el triunfo de la irracionalidad de la racionalización. Igual que Weber utiliza la burocracia como ejemplo, la cadena de fast food ejemplifica la sumisión de los valores humanos al modus operandi del capitalismo de un modo especialmente perverso: como argumenta Eric Schlosser en Fast Food Nation, alimentarse, tal vez solo “comer” en este caso, no puede ser uno más de los hitos culturales de la metrópolis, no es escuchar música pop, ni ver películas de Hollywood, ni llevar vaqueros. Comer fast food no es solo un uso cultural, tiene un impacto en el organismo mismo del individuo (poner-el-cuerpo ante el BigMac), que a su vez impacta en segmentos enteros de población que pasarán a formar parte de nuevas políticas de medicalización.

La dimensión atávica de la comida no la deja al margen de este tipo de situaciones de contradicción radical. Igual que puede entenderse la cocina como el lugar simbólico donde convergen energías destinadas a la transformación de elementos como en una alquimia, mediante el uso de instrumentos potencialmente letales, las dinámicas que subyacen al consumo alimentario contemporáneo pueden visibilizarse como un estado de contradicción íntima sobre el que cimentar un devenir cultural. Comer pasa a ser una actividad del entertainment, abandonando su función básica de nutrición vinculada con el afecto y el cuidado. La espectacularidad que reviste la comida basura como epítome del comer en el siglo XXI (teniendo su cara B en la gastronomía estrellato de los hombres blancos heterosexuales que han tomado el poder de la cocina jet-set) se constituye como una metáfora de todo un estado de cosas. La experiencia que proporciona se fundamenta en la emocionalidad, su accesibilidad ultra-fácil es la fantasía de la supervivencia garantizada en un entorno esencialmente hostil.

Las superficies brillantes, las formas artificiales, los colores, te excitan, mood-enhancer, ego-boost. Hay una especie de candor en los paquetes infantiles, los gadgets de plástico, los personajes de los dibujos animados; quisieras pedirlo pero ya eres mayor y te da vergüenza. Lo que vas a consumir es una materialización del eufemismo, una celebración del simulacro. Cajitas de cartón, envases de foam, bandejas. Todo está dispuesto como un escenario para la evocación de la vieja sensación tranquilizadora del juego. No hay sangre por ningún lado. Abierto las 24 horas, te acoge. El clown de cara sonriente, el señor mayor con perilla y gafitas, el rey fiestero, como una conexión ancestral con un padre magnánimo que te alimenta sin que haya nada que confesar, ni sacrificio ni arrepentimiento ni expiación. Una ética del cuidado. Aquellos elementos considerados como los más primarios, que funcionan en relación directa con los conceptos de vida y muerte, llevan inscrita la potencialidad del poema, igual que en la literatura se ha necesitado una desviación del lenguaje, abrir una grieta para generar otra forma de sentido, se construye una poética fundada sobre deshechos.

La existencia de la comida basura puede ser vista como un elemento anecdótico o una consecuencia más o menos atroz del sistema neoliberal, pero también puede leerse como un punctum, una herida interior que te conecta con una versión de ti misma en penumbra, una cueva en el bosque de la periferia de la ciudad donde, entre los escombros de la urbanización a medio construir, se pueda experimentar algo que tenga que ver de alguna manera con la poesía. Esta experiencia no viene de lo sublime en el arte, o de los valores cívicos de hermandad o del logos, parece venir de un gesto autodestructivo, una aporía. Y esta imposibilidad, esta irresolubilidad, es lo que hace aparecer algo inesperado, un cierto tipo de belleza.

Alba Mayol Curci es artista y filóloga. Investiga narrativas periféricas en las que mecanismos emocionales pueden funcionar como un activismo.

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