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“Postmodernism. Style and subversion, 1970-1990” pretende revisar unos años que se asocian con una libertad creativa desinhibida, el corta y pega, la cita y la fiesta. También son los años de Thatcher, Reagan y el SIDA. Una época referente para varias generaciones cuyo contenido es preciso revisar más allá de los estereotipos.
Columnas dóricas con un friso de neones azules, un sofá deco tapizado con motivos Op, una silla que no es para sentarse o un tocadiscos de hormigón. Son algunas de las imágenes que esperamos encontrar en una exposición dedicada al postmodernismo. En efecto están, son piezas de Hans Hollein, Alessando Mendini, Howard Meister o Ron Arad. Son la imagen prototípica de una época, de unos años o de una forma de hacer que identificamos con los ochenta del siglo pasado -¡sólo hace treinta años! ¡ya hace treinta años!- y una etiqueta que parecía calificarlo todo: postmodernismo. Como bien aclaran los comisarios de la exposición, Glenn Adamson y Jane Pavitt, entonces todo era post-: “post-industrialización, post-fordismo, post-colonialismo, post-disciplinariedad, post-genero, incluso post-humano” citan en el catálogo. Pero la virtud de la exposición “Postmodernism. Style and subversion, 1970-1990” es mostrar que en esos sofás raros, en esas luces de neón, en la música, el arte, el diseño o la arquitectura de esos años, se plantearon muchas cuestiones que van más allá de un estereotipo y, más aún, que siguen siendo válidas y presentes.
Primera aclaración, no es una exposición sobre la postmodernidad, con toda la complejidad filosófica que hubiese podido acarrear, sino sobre el postmodernismo identificado como una manera de hacer que dura veinte años, más o menos, a partir de 1970. Y segunda aclaración, es una exposición en un museo de artes aplicadas, el V&A de Londres. El arte o la literatura ilustran a la exposición de la misma manera que en otras son los muebles los que ilustran a las obras de arte. Tal vez no podría ser de otra forma, porque el postmodernismo se inicia como movimiento o tendencia en arquitectura y diseño. Primer problema y aviso de los comisarios: ni en la exposición ni en el catálogo encontraremos ninguna definición de postmodernismo. ¿Cómo hacerlo de una etiqueta que todo el mundo ha querido quitarse de encima? ¿Cómo hacerlo sobre unas prácticas calificadas por su ambigüedad? No hacía falta por tanto el aviso sobre que esta es una exposición en un museo de artes decorativas y que por ello tendrían preeminencia la arquitectura o el diseño (algo que queda de manifiesto a lo largo del recorrido). Porque la clave, como los comisarios están prestos a señalar, está en ese carácter híbrido del postmodernismo, en su ambigüedad (esa que impide encontrar una definición).
Ambigüedad e hibridación no son sólo mezcla de géneros y épocas, que también, sino que tienen que ver con esa post-disciplinariedad que aparece como un post- más. De hecho, con todos esos post- que citan. Laurie Anderson músico, Laurie Anderson performer, Laurie Anderson poeta, Laurie Anderson videoartista. En toda una sección de la exposición, la dedicada a la música, con la escenografía de la característica discoteca o bar de aspecto industrial de la época, las portadas de discos de New Order y Joy Division o los vídeos de Talking Heads ponen en evidencia la colaboración entre músicos, artistas, diseñadores de moda, grafistas, cineastas… Como si el consabido “todo vale” hubiese sido un descalificativo malintencionado para intentar meter en vereda una expresión más insultante, más compleja y menos abarcable. Un “¡qué más da!” que también recogía el Punk y el post-Punk (otro post-) muy presentes en la exposición (es un museo británico que ya ha dedicado una exposición a Vivianne Westwood). El “¡qué más da!” es despreocupado, pero también descarado, se correspondería entonces con el subtítulo de la exposición, “estilo y subversión”, términos que podrían parecer contradictorios. Ese “¡qué más da!” hablaría del salto entre categorías y la colaboración entre distintos creadores como una característica del postmodernismo y, por tanto, de su falta de respeto por unos regímenes económicos que establecen la división entre artes (y que parece que hemos aceptado sin más consecuencias, encantados de un mercado boyante que ahora se ha ido a pique). Pero, y ahí la aparente contradicción, desde una libertad que mezcla sin prejuicios, que se viste y disfraza. Como David Byrne cantando “Girlfriend Is Better”, vestido con un traje diez tallas más grande, en la película documental “Stop Making Sense” de Jonathan Demme (Talking Heads era uno de los grupos favoritos del asesino Patrick Bateman, protagonista de la novela “American Psycho” de Bret Easton Ellis). Una libertad que fusila, corta y pega.
Grace Jones fotografiada y recortada hasta componer una figura de una elasticidad imposible mucho antes del PhotoShop (¡Grace Jones paradigma de la ambigüedad! ¡Grace Jones post-género!); el skyline de Las Vegas como un collage hecho de carteles publicitarios luminosos fotografiado por Venturi y Denise Scott Brown; la portada del disco Movement de New Order de Peter Saville fusilando un póster futurista de Fortunato Depero; Blade Runner en un escenario que va cuarenta años adelante hasta 2019 con coches voladores y cuarenta años atrás con antiguos Cadillacs en una ciudad que es Los Ángeles y Shanghai al mismo tiempo. El homo-sampler del que habla Eloy Fernández Porta aparece al final de la modernidad, califica al postmodernismo antes de la aparición de Internet en 1991 (de ahí la fecha de corte de la exposición) y, por tanto, también antes de una desaforada persecución de la copia como aval frente a unos derechos de autor que defienden una imposible originalidad.
Pero los setenta, fecha que la exposición toma como disparadero del postmodernismo, empezaron con una crisis y se desplegaron hacia los ochenta con el thatcherismo, Reagan, el compromiso político de artistas como Jenny Holzer y el SIDA. Casualidad, en estos días se estrena la película biopic sobre Margaret Thatcher, la defensora de Pinochet, la Dama de Hierro. Los ochenta están de vuelta. El postmodernismo está de moda. En la tienda preparada a la salida de la exposición se venden Ray-Ban Wayfarer de colores que vuelven a estar «in». La crisis vuelve a estar aquí y el giro conservador también. En el catálogo los comisarios no niegan la oportunidad. Y lo argumentan generacionalmente. Ellos, como muchos otros, se formaron cultural, intelectual y emocionalmente en el periodo que va de 1970 a 1990. Sus referentes están ahí. También ahora en España se revisan esos años en programas de televisión dedicados a la movida (por cierto, Mariscal, Almódovar y Ouka Leele tienen espacio en la exposición como representantes de la euforia de los ochenta y los bares de diseño en España). Referentes que recuerdan, efectivamente, copas en bares de estética post-industrial sentados en sillas incómodas mientras suenan Talking Heads y se consumen revistas como el i-D.
La audacia de la propuesta del V&A Museum es ir más allá de una nostalgia con la que varias generaciones pueden identificarse y ver qué se aportó, qué sigue vigente y qué es preciso recuperar. Pensar en una libertad desacomplejada, en olvidar una resaca que devolvió todo al orden económico no sería poco.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)