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La crítica del arte parece ser ese contexto en permanente crisis, en duda constante sobre su necesidad y su función. En una situación donde los poderes económicos son aún más poder, en un momento donde las grandísimas instituciones pueden seguir creciendo y los demás pueden desaparecer, en un momento donde las distancias entre mercado, institución, comisariado e independencia parecen más que relativas es importante estar atentos a la reflexión sobre qué se espera de la crítica y qué quiere hacer la crítica con sus limitadas posibilidades de acción.
La crítica de arte está en crisis. La proposición es ya un clamor en el mundo del arte, sobre todo a nivel editorial y académico, que son, por otro lado, las parcelas donde residen los críticos. Sin embargo, uno puede tener la sensación de que, dada la inestabilidad intrínseca al género, manifiesta en su efervescencia en algunas épocas y su anodina inercia en otras, la crisis ha acompañado a la crítica de arte desde su más tierna infancia, con cuya fecha, por cierto, nadie acaba de ponerse muy de acuerdo. En ese sentido, el hecho de que ambos conceptos compartan la misma raíz –en griego antiguo “krísi” implica tanto la idea de juicio como la de cisma– no debería de pasar por una mera coincidencia. En este texto, no obstante, la idea que quiero explorar es la de que, en materia de crítica de arte, volver la vista atrás obsesivamente puede ser más contraproducente que otra cosa, precipitando a los críticos hacia un estado de duda y bloqueo no muy diferente al de convertirse en estatua de sal.
Así que, volvamos al “hoy”, en la medida de lo posible. En el último mes del año 2011 se celebraron en Londres dos conferencias sobre el estado (preocupante, si hemos de hacer caso a sus títulos) de la crítica de arte. La primera de ellas tuvo lugar en el auditorio de Tate Britain a principios de diciembre, bajo la rúbrica “The Art Critic in a Cold Climate” y organizada por la AICA (Asociación Internacional de Críticos de Arte). El evento, aunque no carente de interés, se limitó a una ponencia del historiador del arte Stephen Bann, en la que abordó las porosas relaciones entre criticismo e historia del arte. Ilustrando su tesis mediante las carreras de varios críticos –como la del historiador Michel Fried (autor del todavía polémico ensayo «Art and Objecthood», publicado en Artforum en 1967), el británico Lawrence Alloway o, como no, el ineludible y monolítico Clement Greenberg– la charla fue, en si misma, un discurso histórico en la que no se llegó a explorar este actual clima frío y poco propicio del título. La condición de la crítica es la de procesar el presente y la evaluación de su estado a través del discurso histórico resulta, a la vez, un oxímoron y la perfecta ilustración de uno de sus más paralizantes dilemas: la crítica no es historia, por mucho que ambas disciplinas y sus profesionales se mezclen sin cesar como en una comuna hippy. La crítica, nunca está de más recordarlo, carece del peso y solemnidad de lo que ya está escrito en los anales, lo que ofrece infinitas posibilidades para probar nuevas ideas y puntos de vista.
A la semana siguiente “The Trouble with Criticism” reunió un reputado elenco de críticos bajo el techo del ICA: Tom Morton (comisario y crítico independiente y colaborador habitual de la revista Frieze), Adrian Searle (crítico de arte del periódico The Guardian), Melissa Gronlund (editora ejecutiva de Afterall) y JJ Charlesworth (editor asociado de la revista ArtReview). La discusión empezó con fuerza gracias a la moderadora, la comisaria y crítica Teresa Gleadowe, que preguntó a los participantes si la supuesta crisis de la crítica de arte podía deberse, en parte, al imparable ascenso del comisario como principal mediador entre el artista y su público. Para la que escribe estas líneas, convencida de que ésa es sin duda una de las causas de las horas bajas que viven los críticos, la conferencia por un momento prometió muchísimo. Sin embargo no hubo respuestas conclusivas, o satisfactorias.
JJ Charlesworth hizo una serie de comentarios interesantes, sin embargo, como por ejemplo el de que en la actualidad los críticos se hayan inmersos en una perenne y angustiosa lucha por justificar el valor y la necesidad de su papel. Tribulación a la que se podría sumar una pregunta en varias fases: en un paisaje artístico en el que los comisarios deciden qué artistas son promocionados a nivel institucional; en el que la educación universitaria, y como resultado de la hegemonía de la práctica conceptual, ha enseñado a los artistas a articular sus obras como si fueran tesis doctorales, explicando el proceso, el concepto y hasta la interpretación “adecuada” en ocasiones; y en el que los galeristas y coleccionistas manejan los recursos económicos para asegurar la visibilidad y viabilidad de las carreras de ciertos artistas, en un paisaje así repito, ¿cuál es exactamente el rol del crítico?
Otro de los problemas que acucian al género, resultado de la ya mencionada hibridación con otras disciplinas como la historia o el comisariado, es lo que Christopher Bedford identificó en 2008 en su ensayo «Art Without Criticism»: “Los historiadores del arte, incluso los comisarios de los museos, pasan más tiempo formulando sus tesis que mirando a los objetos que sustentan esas tesis. Para los historiadores de arte contemporáneo más inclinados al pensamiento teórico las obras de arte no son generativas, son ilustrativas”. Es precisamente la trampa de que la obras de arte sirven para “ilustrar” las ideas de algún comisario, crítico o historiador lo que limita la experiencia del arte y de su crítica. Quizá habría que dar más “espacio” a las obras, no meterlas en cajones mentales construidos a priori con los materiales que proporciona el vértigo, o incluso el pánico, que puede producir enfrentarse a una pieza a primera vista incomprensible.
Una posible “cura” para esta estrategia hermenéutica tan generalizada (aprovecho estas líneas para entonar un sentido mea culpa) la dio Lucy Lippard ya en 1970, en su ensayo «Change and Criticism: Consistency and Small Minds»: “Las recompensas de la crítica de arte residen en el acto de mirar una obra de arte y de permitirse a uno mismo el tiempo de experimentar y re-experimentarla, de pensar, considerar, articular, vacilar y volver a articular. La crítica de arte contemporáneo no es el ámbito adecuado para alguien que espere llevar la razón en todo momento, o en la mayoría de las ocasiones. El cambio rápido y no siempre significativo necesita un criticismo ilógico que cree un diálogo entre el hecho histórico, el visual y la opinión de una “forma abierta”, en vez de intentar establecer un sistema pedante que no permite variaciones y que es únicamente perfecto en cuanto a sus propias limitaciones. La idea de auto-corrección es precisamente lo más interesante de la crítica de arte. Oscar Wilde dijo que la crítica es la más alta forma de autobiografía. Yo desearía que no fuera autobiografía o auto-expresión, sino auto-didáctica, una muestra impresa del proceso de aprendizaje e, idealmente, una demostración de que el arte discutido es estimulante”.
¿Qué nos estaba diciendo Lippard hace ya 42 años? Que la crítica es un proceso orgánico, mutable y que en su nombre está permitido el equivocarse. Su cita implica también que una de las funciones de la crítica es fomentar el debate y la discusión. Y si hay algo que imposibilita esto es la presencia asfixiante del consenso generalizado en la escena del arte internacional. La crítica sufre una crisis que debe ser afrontada, con valentía y generosidad, en público: en los foros donde los críticos hablan entre ellos y a sus audiencias. Por eso, más allá de valorar los resultados de cierta conferencia o tal otra, es alentador que estas conferencias, o proyectos editoriales como el estupendo «Judgment and Contemporary Art Criticism», estén teniendo lugar en rápida sucesión en estos últimos años. Pero sobre todo el crítico debe estudiarse a si mismo. Como escritor, se enfrenta a su trabajo en solitario y pocas veces sabe qué opiniones o efectos sus textos pueden llegar a suscitar. Es en esa soledad, y en el ejercicio de exigencia y auto-corrección que la acompaña, donde la crisis de la crítica de arte puede empezar a ser combatida.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)