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Si escribiéramos hoy de nuevo la historia de Oblómov, personaje de la literatura rusa, ocioso y gandul, quien se entregó al «arte de no hacer nada», el relato sería muy distinto. Nos veríamos obligados a levantarlo de su confortable sofá y a rellenar sus «tiempos muertos» con un frenético calendario repleto de exposiciones, performances, conciertos, obras de teatro, proyecciones de cine y cortos, conferencias y charlas y múltiples eventos; además, nos veríamos en el deber de emplearlo al servicio de una «industria creativa», y aún más, lo pondríamos en el aprieto de tener que pasárselo bien en cada momento.
En ninguna sociedad anterior existió tanto tiempo disponible como en la nuestra, y sin embargo, se ha reducido la inactividad y se han ocupado todos los “vacíos”. La industria cultural está hoy ligada por una parte a la idea de ocio y ciudad, y por otra, y en aumento en los últimos años, a la idea de trabajo y economía creativa, que de forma un tanto perversa son la cara de una misma moneda: no existiría la idea de ocio sin trabajo y viceversa, no hablaríamos de trabajo si no gozáramos de los cada vez más escasos «tiempos libres».
El discurso de mercado se ha introducido en la política cultural como en todas las demás esferas de la vida. Hubo un tiempo en el que la cultura fue considerada como un ámbito diferenciado con respecto a otros productos de consumo. Hoy en cambio es habitual, y desde distintos frentes, apelar al valor de la cultura como recurso económico y fuente de empleo, así como existe un empeño en impulsar las actividades creativas como negocio, – el negocio del arte de ganar de dinero-. La cultura ya no es pues un fin en sí mismo, sino un instrumento para reactivar la economía, un apéndice del turismo y el ocio y un distintivo de las ciudades marca.
La respuesta a este giro o «vuelta de tuerca» en la valoración de la cultura y el saber fue ya pronosticado por Friedric Jameson hace dos décadas en su análisis y vinculación entre cultura contemporánea y economía. De igual forma, el geógrafo y teórico social David Harvey (Capital financiero, propiedad inmobiliaria y cultura, 2005) advierte cómo la cultura, y el arte en particular, están sometidos a la lógica del capital financiero a través de lo que él denomina renta monopolista, que es aquella que se beneficia de la competitividad que se obtiene al apostar por la distinción y la diferencia.
Esta imposición de hacer de la cultura un sector económico sin tener en cuenta su utilidad social ha llevado a un total desconcierto a la hora de administrar este bien común: o bien se adopta el cómodo «arte de encogerse de hombros» y las políticas culturales brillan por su ausencia, o bien se delega en el sector privado y las subcontratas. Así por ejemplo, en la Comunidad de Madrid, la competencia en cultura en los últimos veinte años ha estado ligada al poder (Vicepresidencia y Gobierno), al ocio (Cultura y Deportes), al turismo y empleo, (Consejería de Empleo, Turismo y Cultura), y tras las pasadas elecciones de mayo en tierra de nadie, hasta que decidan qué consejería se queda con el pastel.
Las instituciones culturales y museos han entrado a formar parte de la industria del ocio y del turismo cultural y se han integrado en el mercado a través del patrocinio cultural de las empresas privadas. Es el «tiempo libre» el contexto en el que se insertan las prácticas culturales, y la efectividad de la industria cultural en términos materiales está a menudo asociada a la idea de entretenimiento y en su aparente diversión. Debemos divertirnos. Esta exhortación ha sido adoptada por instituciones culturales y museos, lo que supone un riesgo de banalización en su programación cultural. En este sentido, es clarificadora la pieza Sacrilegio, del artista británico Jeremy Deller, instalada hace unos meses en el Parque El Soto en Móstoles, dentro de la exposición monográfica que el Centro de Arte Dos de Mayo dedicó al artista. La obra, una réplica a escala real del Stonehenge convertido en castillo hinchable, fue una invitación a saltar y a divertirse y una crítica por parte de Deller a la banalización del arte.
La conversión del negocio en cultura es la otra cara de la moneda. En los últimos años, han nacido iniciativas respaldadas por ayuntamientos y administraciones públicas que tratan de generar e impulsar las industrias creativas ligadas a la idea de negocio y ocio. Un ejemplo de ello es Zinc Shower, en Matadero de Madrid, del que es co-productor el Ayuntamiento. Zinc Shower es una feria en la que se invita a empresas y a emprendedores a participar para que aporten ideas. Entre los proyectos que alberga destacan el «software» y la tecnología, el audiovisual y la educación. Otro ejemplo es Factorial Cultural, también arropada por Matadero de Madrid, que se autodefine como un espacio para la creación y el desarrollo de iniciativas empresariales en los distintos ámbitos de las artes, la comunicación y las nuevas tecnologías. La Red de Industrias Creativas a partir de Fundación Santillana y el IED Madrid, es una plataforma de apoyo a las empresas de las industrias culturales y creativas. En el mismo sentido, la formación cultural pasa cada vez más por la emprenduría: nace así el postgrado en Innovación Cultural en Madrid, ofrecido por la Universidad Ramón Llull de Barcelona y Trànsit Projectes, junto a Impact Hub Madrid y Hablarenarte. El postgrado está «orientado al fomento del espíritu emprendedor» y dirigido a aquellos que quieran realizar un «proyecto cultural económicamente sostenible».
Al margen del interés y la utilidad de este tipo de proyectos, todos ellos utilizan una terminología específica – emprendedor cultural, crecimiento, talento, branding, economía creativa, innovación, cultura empresarial, networking, etc.- en lo que es ya una apropiación de las palabras por parte de una ideología dominante, y que justifica en cierto modo un discurso neoliberal cada vez más normalizado en el ámbito cultural.
Si la cultura puede ser negocio, ¿a quiénes repercute su beneficio? ¿Para quién deben trabajar las “empresas culturales”? ¿Puede la cultura producir otra cosa que no sea por y desde la comunidad a la que pertenece? El arte y la cultura no es que no puedan generar dinero, el error es hacer que éste sea su objetivo último. Lo que está en juego es precisamente la consideración de la cultura como una mercancía, como negocio o como mero entretenimiento, y no como algo que tiene valor en sí mismo, capital simbólico que cada uno, y cada comunidad, debe adquirir y compartir, un negocio de todos y de nadie.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)