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Vivimos en el pasado. Convivimos con él. A través de él somos en cada instante. Después de la pandemia, aquella goma de borrar gigante que cayó sobre nuestras cabezas poniendo en duda nuestro futuro y nuestro pasado, muchas han sido las voces teóricas y públicas que han abogado por un estoicismo salvaje, paraguas perfecto para la individualidad descarnada, límite con el egoísmo, y que como un grito a escasos centímetros de la cara nos exige con violencia que estemos presentes. Que solo existe este instante y que cada respiración es un ancla. Estás aquí, estás aquí, respira, aquí, concentración, mantra, om mani padme hum.
No seré yo, meditador ocasional, quien ponga en duda los valores terapéuticos de la meditación ni los valores psicológicos de no cargarse con mierdas del pasado o del futuro en el día a día, pardiez que funciona y oye, te hace vivir un poco más tranquilo. Pero ese sitio no es real. Ese presente tan cacareado y promocionado en reels y tiktoks, no es posible. Simplemente no es. El presente es un tiempo-otro inventado al que no podemos acceder. Se escapa porque no puede permanecer, porque solo permanece lo pasado, lo vivido, y por mal que se recuerde o mucho que se fabule, es en realidad lo único cierto. Ficción o no, relato supervitaminado o memoria vaga, solo podemos habitar el pasado. Solos somos nuestro pasado continuo.
Por eso vende la nostalgia. Porque somos nosotros. Somos nostalgia. Y queremos más de nosotros. Si admitimos que el homo siglo XXI se ha ido convirtiendo en un ser atomizado que vive su vida a solas en contacto con un mundo virtual-real al modo de la primera novela de Ready Player One, tenemos que entender por tanto que nos necesitamos a nosotros, nuestra historia, nuestro relato, en un asalto continuo a lo que somos, que es lo que hemos sido, lo que vamos siendo, en pasado, a cada segundo que nos sobrepasa, y que ese meta-relato perenne de nuestra vida, esos quince minutos de fama warholianos elevados a la enésima potencia, nos convierte en espectadores de nuestra vida hasta tal extremo, que a veces confundimos creación con contemplación, acción con exposición, realidad con mito. Ya no tenemos que contar a nuestros nietos el glorioso pasado de las guerras o las conquistas heroicas mientras ellos intentan saltar de nuestras huesudas rodillas para irse a jugar, no necesitamos rellenar obtusos tomos de memorias fraudulentas para alargar nuestra gloria o disipar entre frases grandilocuentes nuestras inconfesas derrotas y agonías. La exposición pura, meridiana y continua de nuestro estar, incide en nuestra forma de ser pasado.
La etimología soluciona casi todas las disyuntivas a las que nos podemos enfrentar. Con la etimología podríamos solucionar guerras y conflictos que llevan años sin ver la vereda correcta. Nostos es “regresar” a casa. Y algos es “dolor”. Pero nosotros en cambio nos hemos dibujado un pasado maravilloso y reluciente para volver, y comprar, y consumir aquel verano del amor que nunca existió pero que nos parece, entre abrazos de Curro y carreras con Cobi, lo más. Pero incido en la etimología. Hay una sensación vaga de engaño en todo este revival vital continuo. Hastiados del presente que no existe, hemos decidido darnos al pasado, y la nostalgia nos mira con brazos abierto y padres jóvenes, pero como cantaba Astrud y escribiera Douglas Copland: “La nostalgia es un arma”. Lo que no sabemos es que la mayoría de veces, ese arma apunta directamente contra nosotros. Y no tenemos con qué defendernos.
Recapitulemos. ¿Por qué huimos hacia atrás? Podríamos decir que desde el mito de la Ilustración hasta las II Guerra Mundial, en el arte, diseño, moda, música, política, literatura, mirar al pasado era algo realmente kistch, demodé (obviamente), fané y descangayado, como el tango, y que lo realmente importante era el futuro, nuevas técnicas, nuevas tierras, nuevos ritmos, la mezcolanza hegeliana que nos hace avanzar, descubrir, sintetizar nuevos caldos, rebasar nuevos horizontes, conseguir sonidos nunca oídos en sintetizadores nunca soñados, en definitiva: el futuro.
Nuestro bálsamo, el espacio hacia el que nos llamaba nuestro animal tótem, nuestro lugar en el que ser, era el futuro. La carrera espacial, el mundo atómico, la informática, todo apuntaba al futuro, siempre hacia adelante, ni un paso atrás, hasta el infinito y más allá. Era en el futuro donde nuestra alma reposaba y nuestro esfuerzo encontraba el alivio y el premio. Si te esfuerzas tendrás una casa, tu tele un mando a distancia, tu banda instrumentos mejores y tu medicina curará más. Pero en los últimos treinta o cuarenta años ese mito del futuro ha desaparecido. Nadie intenta vestir como en el futuro, nadie intenta componer como en el futuro, y nadie intenta escribir como en el futuro. El futuro ha perdido brillo. Ha perdido cartel. Ya nadie confía en él, nadie cree que vayamos hacia un sitio mejor. Su atracción, tras tantos años de empujar nuestros sueños y potencialidades, simplemente se ha desvanecido.
Los motivos son varios. El estado de bienestar general es uno. No digo que estemos genial, pero hemos alcanzado una velocidad crucero de bonhomía general, que nos aplatana, no respondemos ante las injusticias, y entendemos el desequilibrio como parte intrínseca del equilibro, levantamos las manitas como el emoji que no sabe muy bien qué decir, y seguimos el paso. Eso por un lado. Por otro, somos la primera generación (siento este lugar tan evidentemente común) que vive peor que sus padres a nivel de posesiones. Tenemos mejores medicinas, mejores hospitales, mejores herramientas, internet, IA, microcirugía, pero como tenemos menos casas y menos coches nos han dicho que somos, insisto, la primera generación que va a vivir peor que sus padres. Podría discutirlo largo y tendido, pero el caso es que la gente se lo ha creído. Somos tan resultadistas y mediocres en general que nos dicen tres veces que por no tener dos casas estamos peor que nuestros padres, y nosotros asentimos y ponemos carita triste y pucherito.
Victimizarse mola, te quita presión.
Internet también nos ha traicionado un poco. Pensábamos que era el futuro carnalizándose (virtualmente, qué cosas) ante nuestros ojos, y sin embargo era la trampa de lengua viperina que nos ha hecho rellenar con el pasado todas nuestras ansias de futuro, porque internet es el sitio clave donde visualizar nuestros recuerdos y rehacerlos una y otra vez. Antes, el pasado, la nostalgia, era un cuento, un relato mágico que pasaba de abuelos a nietos y tal vez alguna vieja foto amarilleando en el desván. Ahora es real. Ahora está en la red. Puedes tocarlo cada día. Ver tus vídeos. Ver su pasado de forma continua y olvidarte de esa segunda residencia que nunca tendrás. Esto no es una forma de hablar, canales como el de mi querido David Martínez (Nací Nostálgico) ofrecen por Twitch programaciones de días completos con series y dibujos animaos de nuestra infancia. Y el éxito es atronador.
Toda una generación reviviendo y re-viendo su pasado en tiempo real. Cuando escribí «Videoclub» (mi primera novela, en la que un personaje decide montar un Videoclub y vivir todos los días como en 1994, creí haber hecho una comedia simpática, no una obra de terror distópico, cuanto error de cálculo en mi mirada).
Pero intento centrarme e ir cerrando.
El presente es inasible por más que nos lo diga Buda y Marcos Aurelio.
El futuro ya no le importa a nadie porque nadie cree en él.
Y es como Fantasía en «La historia interminable», si nadie cree en él desaparece.
(Tenía que meter una referencia nostálgica ochentera, dios me perdone).
Por lo tanto, es perfectamente lógico que la gente se haya lanzado al pasado para sentirse bien.
Pero LA ETIMOLOGÍA POR FAVOR, ya nos avisa una y otra vez de que vamos a un dolor. No es un sitio seguro ni placentero ese de la nostalgia, es un regreso a casa doloroso. No porque vayamos a reencontrar demonios, sino porque nos aleja de nosotros, nos evade, nos narcotiza, y caemos en la nostalgia como en eternos fumaderos de opio de los que no podemos salir.
Fernández Mallo dice que volvemos a las primeras veces por la seguridad que nos ofrece el ritornello (podemos traducirlo como estribillo), que repetir lo que ya hemos hecho nos produce un estado confortable. Pero, me permito añadir, también paralizante. Sin embargo, existe en la música tonal (la música normal que todos escuchamos en la radio o en nuestros artistas favoritos y que se encarga de estructurar en grados las armonías y relaciones entre ellas), una figura muy usada en el mundo anglosajón y el latinoamericano, que, aunque a nosotros nos resulta más extraña, se ha puesto en valor en los últimos años. Es la idea de “tono casa”. Intento no ser muy técnico, (cosa que además tampoco podría ser) para intentar explicar esto. La tonalidad en la que una canción se desarrolla (por ejemplo: DO) se considera una casa. Un refugio. Un reposo. El sitio desde el que la melodía sale a vivir una aventura. A generar tensiones con otros acordes (por ejemplo FA, que es un cuarto grado de DO). La melodía, al cambiar de acorde, emprende una especie de viaje del héroe que tiene como única misión volver a casa. Todo el camino es un pensar en la vuelta, todo paso hacia el abismo, la crispación, el quinto grado, la séptima menor, las cuartas aumentadas, todas las fricciones y tensiones musicales por las que pasa la melodía solo se entienden si la meta es regresar al hogar, y esa nostalgia (ese volver con dolor) es el motivo único de cada nota, que lucha por recordar y volver a aquel acorde primigenio, aquel tono-casa en el que por fin, tras tantos años de aventuras y obstáculos, podemos volver a descansar. Tal vez todo el arte, incluida la música como no, oculta algo de volver a casa tras ese doloroso viaje, algo de pensar siempre en cómo resolver esa tensión tonal, para reposar para siempre en aquel remanso armónico que llamamos hogar, pasado, infancia o, asumido el dolor que conlleva, nostalgia.
Vuelvo a Mallo, por cierto también un interesantísimo músico-artista, y es que en su fantástico “Madre de corazón atómico” escribe lo siguiente: “Todos somos contemporáneos de cuanto existe; no existe ni lo antiguo ni lo nuevo”. Esta frase me hizo pensar en un futuro (yo sí pienso en el futuro, ¡maldita sea!) conciliador. No quiero acabar esto con el sabor de un torpe manifiesto anti-nostalgia, ni enarbolando la bandera del futuro espacial y lejano. Así que propongo, que tal vez, si somos capaces de coger de la mano al cuarentón que ve «El Príncipe de Bel-Air» en bucle, al estoico meditador que no se separa del latido del reloj, y al cerebrito pseudo IA que espera impaciente el futuro viaje espacial low cost, podamos entender que todos somos todo en todos los sitios y a la vez, como en la oscarizada película, y así poder disfrutar de nuestro pasado sin lastre ni idealización, de nuestro futuro con ilusión y energía para seguir trabajando y avanzando y de nuestro presente, porque al fin y al cabo, parece ser que es, donde, queramos o no, nos va a tocar estar el resto de nuestras vidas.
Aunque de cómo se hace eso, yo la verdad, no me atrevería a dar ninguna lección.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)