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La paradoja o el elemento de la discordia

Magazine

12 diciembre 2011

La paradoja o el elemento de la discordia

Política, arte, realidad, discordia y ficción. En un contexto social, y global, donde la incertidumbre económica y política dominan el día a día es pertinente preguntarse sobre el papel del arte, sobre la conexión con la política y con la esfera del capital ¿Qué prácticas artísticas son políticas? ¿Cómo se define lo político en arte?


Al pensar en los efectos del vínculo entre lo político y el arte, como en toda relación de dos, un tercer elemento se interna en la conflictiva relación para otorgar una dosis de discordia necesaria: la paradoja. En El espectador emancipado, Jacques Rancière ya lo deja muy claro con el explícito título de uno de los capítulos de este recomendable ensayo: “Las paradojas del arte político”. Que arte y política mantienen una relación íntima no es una flamante afirmación, aunque a veces se haga necesario recordarlo. Como tampoco es original deducir que de la intimidad vinculante siempre surgen variantes instaladas en el desorden del conflicto.

Como recapitula Rancière, uno de los célebres y criticados paradigmas que la modernidad instauraba era el poder subversivo del arte. Paradigma que cayó en un aparente estado de hibernación para volver con fuerza –y con complejas contradicciones- al cuadrilátero de las formas estéticas. Según el pensador francés, el actual ejercicio de repolitización del arte conlleva una incertidumbre que se fundamenta en dos escuetas preguntas de difícil respuesta: ¿qué es el arte? y, por si no fuera poco, ¿qué es la política? Preguntas tan generales, sin embargo, no aceptan respuestas tan genéricas. En todo caso, sirven como catalizador para lanzar nuevas preguntas o desoxidar viejas cuestiones.

Cierto es que en los últimos años hemos asistido a un revival del arte como territorio de lo público para la contestación ante las estrategias de dominación ideológica y económica a las que nos tiene más o menos acostumbrados el sistema capitalista. La primera de las contradicciones que se deriva de aquí es si, como el capitalismo, el arte -como parte del mismo- asume esa aceptación y metabolización de la crítica con un resultado que es favorable a ese escaparate democrático con el cual se presenta ante nosotros. O si ambos permiten la detracción desde la teoría, pero no desde una práctica efectiva que comprometa arriesgadamente ambos modelos. Es más, teniendo en cuenta la permisividad con que muchas veces se relaciona todo lo artístico (especialmente por aquellos que no son agentes directos del mismo), ¿no sería la propia condición artística del arte la que podría llegar a invalidarlo como territorio para una estética política crítica? A este punto, el arte es como la locura: todo lo que enuncia no se tiene seriamente en cuenta porque irremediablemente se presenta como -y es- arte.

La tendencia habitual es considerar como políticas aquellas prácticas artísticas cuyo contenido pertenece al orden de la denuncia social. Y, de paso, resucitar aquel modelo mimético que parecía tan obsoleto a estas alturas de la historia del arte. En este caso la paradoja surge de nuevo y llama dos veces a la puerta. Por una parte y pensando, por ejemplo en la fotografía documental, se asume erróneamente la ley de causa-efecto, creyendo que el espectador se indignará tan sólo porque el contenido que se muestra es, operando con la misma terminología, indignante.

Frecuentemente lo que se da es más una estetización formal y simbólica de la tragedia representada, acompañada de una posible turbación individual, que una conmoción colectiva que traspase la sala de exposiciones. Por otra parte y continuando con la posición del espectador y, por extensión, de los públicos posibles, otra contradicción que emerge es la del consenso de la audiencia. Si pensamos en todos aquellos que acuden al arte con una analítica y atenta mirada en el bolsillo, más allá de las dinámicas turísticas de la producción artística como motor de las industrias culturales y de los visitantes que no tienen nada mejor que hacer durante un fin de semana lluvioso, el consenso ideológico es una realidad palmaria. Dicho de otro modo: el arte no nos está contando nada que no sepamos o con lo que no estemos de acuerdo previa y tácitamente. Es aquí donde lo político como esfera de disenso tropieza con un consentimiento general que posiciona al artista como embajador de una doctrina asimilada por todos como “el mejor de los artes posibles”. Practicando un silogismo argumental que, desde la ironía, vale la pena ensayar, la conclusión sería la siguiente: en un contexto artístico donde el contenido o la perspectiva política del mismo son la tendencia dominante, y donde lo político se entiende como disentimiento de lo establecido, un arte político sería, paradójicamente, aquel no ligado explicítamente a la representación de lo político. Dicho silogismo podría incluso aplicarse a un caso real: el trabajo fotográfico de Martin Parr dentro del contexto de la Agencia Magnum, quien declaró una vez que no era menos político que sus compañeros por no capturar conflictos bélicos a través de su objetivo.

No obstante cierto desencanto, volvemos al texto cuyo epígrafe ha impulsado este otro, “Las paradojas del arte político”, y nos encontramos con que Jacques Rancière, a modo de “happy end” dentro de un relato conducido por la sospecha a la hora de definir el vínculo entre lo político y lo estético, subraya una función específica para el arte: la subversión puntual y simbólica de vínculos sociales muy determinados. Si admitimos su propuesta de que lo real existe como ficción hegemónica y arbitraria y que, tanto el arte como la política están comprometidos entre sí por su aptitud ficcional a la hora de abrir nuevas brechas para el terremoto de lo real, entonces es cierto que un arte político sería aquel capaz de echar por tierra ese real dominante. Pero la paradoja es traviesa y nos hace nuevamente otras preguntas: ¿cómo, desde un contexto tan codificado como el artístico se puede socavar una ficción dominante sin que esas otras ficciones posibles se conviertan en un subterfugio?, ¿cómo hacer del poder simbólico y puntual del arte un poder real y extensivo? Es más, ¿es acertado demandarle a las prácticas artísticas que subviertan unos códigos sin empezar primero por el propio contexto del arte, quien reproduce las dinámicas del sistema que tanto critica y parece olvidarse de ello sólo porque la parte de visibilidad de los museos nos presenta una estética política? Lo dicho, todo matrimonio conceptual necesita de un tercero en discordia, la polivalente paradoja en esa unión de las formas políticas con las estéticas.

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