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La galería Appetite constituyó el núcleo más importante del arte joven de Buenos Aires hasta que, en diciembre del año pasado, el staff de artistas que agrupaba se retiró de golpe, vaciándola literalmente de contenido. La anécdota es el punto final de un proyecto «independiente» marcado por la ambivalencia entre la mítica del trabajo colaborativo y las proyecciones de una nueva economía cultural centrada en los contactos entre gestión artística, marketing orientado a jóvenes y nuevos paradigmas de management subidos a la ola de un efímero boom de ventas.
La historia de los espacios gestionados por artistas en Argentina todavía no ha sido escrita, y su reconocimiento público circula al modo de un relato oral, a medio camino entre el boca a boca, el mensajeo instantáneo y el rol de intermezzo en ferias de arte. Pero la historia de estos espacios se superpone con una historia mayor: su florecimiento durante los ochenta es indisociable del retorno del régimen democrático y el clima «primaveral» que lo acompañó; lo mismo podría decirse de la crisis de 2001, cuando el descalabro económico y el ánimo callejero de la población potenciaron el surgimiento de espacios independientes como una alternativa orgullosa frente un paisaje institucional catatónico. A veces, esta implicación fue manifiesta (como en el caso de Duplus, que puso en diálogo a artistas y militantes de movimientos sociales); otras veces, lo que estuvo en juego fue la vinculación entre el espacio físico y el reconocimiento público como condiciones necesarias de una escena cultural (Casa 13 en Córdoba, con su aire berlinés de espacio ocupado clandestinamente); hubo también casos de grupos que organizaron sus espacios como un cruce entre el taller y la sala de exhibición (Roberto Vanguardia, Rosa Chancho, etc.); hubo, en definitiva, más espacios de artistas que muchas otras cosas (como museos y centros culturales, premios y becas, escuelas y revistas de arte contemporáneo, etc.).
En Buenos Aires, la historia moderna de estos espacios surge exactamente unos años antes de la crisis de 2001. En 1998, las artistas y escritoras Fernanda Laguna y Cecilia Pavón fundaron Belleza y Felicidad, un simple local comercial dedicado a la poesía y el arte que se convirtió inmediatamente en sinónimo de cultura joven, con una mezcla de hazlo-tú-mismo y sociabilidad literaria proyectada con total prescindencia de la agenda anquilosada del periodismo cultural y los museos. Con el paso del tiempo, una comunidad de artistas se iría nucleando allí y comenzaría a disputar el espacio de las galerías tradicionales.
Hacia 2005, el camino de la profesionalización de la gestión independiente parecía abierto, pero no resultaría fácil. Appetite, la galería fundada entonces por Daniela Luna, lo intentó por la vía de una compleja fórmula de management y armado de marca, aunque los resultados acabaron por parecerse, más que a la consolidación de un grupo de artistas, a la imposición de un concepto mercadotécnico impulsado por la premisa «let’s do business».
A diferencia de todas las experiencias anteriores en materia de gestión artística, lo curioso es que la identidad de Appetite hilvanó el trabajo solidario de un grupo con la creación de una marca conformada por proyectos individuales, disueltos en una suerte de Leviatán comercial de alto impacto. La manera de «doing business» de Daniela Luna sumó muestras hiperpobladas (una contó con casi 250 artistas enlatados en 50m2), herramientas comunicativas de la web 2.0 cargadas de contenido visual semianónimo y una entrada estratégica en la feria arteBA concebida como una instalación colectiva. Hacia dentro, Appetite era un grupo humano, un todo mayor que la suma de sus partes: artistas jóvenes con trayectorias personales ya definidas (como Anabella Papa, Martín Legón y Yamandú Rodríguez, entre muchos otros) alimentaban una voz común bajo la consigna de participar en un espacio libre de las trabas de las galerías mainstream. Hacia afuera, la galerista hablaba de impulsar nuevas formas de venta, financiamiento y coleccionismo, llevando cada entrevista periodística a la postulación de una nueva economía cultural con una vehemencia que haría palidecer a Kevin Kelly, Chris Anderson y otros gurúes. Los miembros del staff se pusieron detrás de esta imagen de startup renovadora y ayudaron a definirla, alimentando con su trabajo (generalmente gratuito) una marca registrada que no les pertenecía, en una suerte de sábado socialista de la economía creativa.
La oscilación de las ventas y el derrumbe bursátil del año pasado (que en Buenos Aires congeló el ya de por sí tímido volumen de ventas) apuraron un final anunciado. En diciembre, tras una confusa presentación en Frieze, los artistas de Appetite tomaron una determinación inédita: sin que mediara ningún reclamo, se retiraron de la galería de común acuerdo, forzando su eventual desaparición. El módico revuelo periodístico que siguió a la medida no suscitó, sin embargo, una discusión más profunda sobre las diferentes proyecciones y metáforas que impulsaban el proyecto: las premisas del trabajo colaborativo en espacios autorregulados (sin la intromisión de agentes comerciales en el sentido convencional) puestas al servicio de una visión mercadotécnica para la cual un staff de artistas no es más que una cartera de productos.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)