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La lectura, la escritura, la capacidad de análisis de nuestro contexto conlleva que aparezcan opciones más allá de lo trágico, si es posible. El dominio de la velocidad, el cerrar la escritura en los géneros que han resultado exitosos también económicamente conlleva que, de algún modo, no podamos ver después del hoy o, casi, después del momento.
Tenía razón Antonio Baños al decir que La economía no existe, que no es más que una creencia (una más).
Contra lo que la gente piensa (que esta Gran Crisis es incomprensible y complejísima) existe una explicación de lo más sencilla: unos cuantos elegidos (los popes) que explotan –en modo especulativo- el sacrifico y expolian el capital (resultado de ese sacrificio) de otras personas (los monaguillos, curas de parroquia, monjas, misioneros, etc). Unas pocas personas que han abusado –de mala fe- de la credulidad del resto del mundo (que confía, que quiere creer en la economía como una ciencia exacta), que ha visto frustrados sus sueños de prosperidad acumulativa e infinita.
Mirémoslo del modo más clarividente posible: pensemos la Gran Crisis al calor de la teoría del iceberg de Hemingway; la sociedad de los poderosos solamente nos muestra su cúspide, su parte más alta, todo lo que habita por debajo de la línea de flotación es opaco, las causas que subyacen al –supuestamente- imprevisto desenlace de la trama se nos ocultaron (con toda la intención) y se nos quieren seguir ocultando.
Así, déjenme decirles (y entiendo que les pueda resultar extraño) que la gran culpa de todo esto yace en el estado de decadencia de la narrativa actual, particularmente en lo que se refiere a las narrativas de género (policial, crónica negra, ciencia-ficción, literatura detectivesca, narrativa histórica, etc) y que no son sino consecuencia de las narrativas del absurdo y la literatura de la paranoia que dominó ese estado pretérito del mundo llamado época postmoderna.
El problema del mundo occidental ha sido su falta de habilidades lectoras, producto de las limitaciones de las literaturas de género. Se ha querido ver al mundo, pues, como un conjunto ordenado cuyos cimientos (los bancos) procedían de manera usurera, pero controlada y previsible, cuando es más bien al contrario, pero la fe del individuo común determinaba que así fuese (y así se lo sigue creyendo, justificando la actual situación al modo de un castigo incomprensible que mandase el Gran Dios de la Economía).
Y es que siempre habrá un policía que descubrirá el crimen y vendrá a nuestro rescate, se decía el ciudadano; caso de abuso, seguro aparecerá un detective sabueso capaz de señalar a los culpables y un juez dictaminará los pertinentes castigos.
En las narrativas de género, mal que bien, siempre se hace justicia (así sea poética, esta justicia). Nos hemos acostumbrado a pensar de ese modo. La esperanza no es más que el reverso del crimen de la justicia, es decir, la traición. Más de cuatro millones de parados en España todavía se preguntan de qué son culpables, mientras trescientas mil ejecuciones anuales se realizan con mano indubitable y los propietarios de las hipotecas ven resignados como, además de haber perdido sus casas, tienen que seguir pagando unas letras que se les antojan eternas.
El consejo de sabios ha traicionado a la polis y, además, han salido del ultraje impunemente, por la razón de que las leyes sagradas de la fe (la economía de mercado) les avalan (no en vano son ellos mismos quienes las han diseñado o contribuido a enmendar a su capricho). En la tragedia clásica, el héroe, por culpa de un mal vaticinio o un sesgo en el juicio (a veces cegado por su hybris) es castigado por los dioses a cumplir lamentable condena. Pero nuestra polis contemporánea no es la de los griegos, sino que transgrede (y supera) el realismo –el clásico, el decimonónico-.
Es la nuestra una época trágica, de trágico realismo más bien, en la que se dan todas las características de la tragedia clásica (sobre todo la hybris, ese acceso de soberbia), pero en el modo del realismo, ese que no logra superar a la ficción y que, justo por ello, no se aviene a las reglas de la verosimilitud.
Aquí impera lo que Paul Virilio llama “domocracia” o economía de la velocidad, una velocidad, cómo no, inseparable de la riqueza y ésta a su vez inseparable del poder. Así, los poderosos, “conducen, guían las energías y dan ritmo a la sociedad que controlan” dice Paul Virilio.
Los atributos más importantes de quien lleva las manos en el timón son fundamentalmente su capacidad de movimiento, gracias a la cual anula las fronteras, la extensión, el espacio. Por eso, igual que esa novena parte del iceberg, del traidor solamente nos es dado saber su nombre y acaso algún dato biográfico, en especial la cuantía de su fortuna.
El ciudadano ha querido ver a los popes de la economía primero como benefactores sabios y prudentes y pronto (descubiertos sus tejemanejes) cual héroes trágicos que cedieron enceguecidos a su soberbia, su pecado el de la traicionera hybris. El error aquí ha sido que el ciudadano ha querido verse (y sentirse) personaje de una utopía (la bonanza económica vista como prosperidad y no como burbuja) y ha pensado que quienes dominaban el sacerdocio de la economía servían a los intereses de la ciencia sagrada (la economía) con el propósito de beneficiar al conjunto de los siervos (los ciudadanos).
Pero no ha sido así, y la literatura, en gran medida, ha contribuido fantásticamente a perpetuar dicha creencia, al interpretar el mundo como un lugar con espías y conspiraciones en las que siempre había un detenido, un culpable, un condenado y una restitución de los daños. Para Tom Wolfe la sociedad es una bestia a la que el novelista debe enfrentarse, documentarla e interpretarla a través de la ficción para así poder dar las claves que permitan su entendimiento. Decía Wolfe en su ensayo de 1989 «Stalking the billion-footed beast» que los únicos que fueron capaces de hacer eso en los ochenta fueron los así llamados escritores de novela popular o narradores de género, pues eran los que estaban encantados de tramar batalla contra la realidad (y salir victoriosos). Era la época de John LeCarré y Joseph Wambaugh, entre otros.
Y fue efectivo, desde luego, en los años 80.
Pero hoy, esas narrativas se han dedicado a mirar al pasado o al futuro (o retro-futuro, según se prefiera) regodeándose en la decadencia de una propuesta cada vez más diluida e inefectiva. Así, el lector (el ciudadano) se enfrenta al presente con las armas del pasado. Es decir: es un mal lector de la contemporaneidad.
Tras la segunda guerra mundial se instauró en occidente una época trágica, que como ya nos dijo D. H. Lawrence, no podía ser tomada – justamente por esa razón- de manera trágica. Eso fue degenerando en una sociedad absurda, caótica y multiforme que desembocó en la sociedad ridícula de hoy y que, consecuentemente, sólo se puede interpretar –literariamente- desde un realismo trágico. La liviandad del postmodernismo con sus juegos de literatura de género suena hoy a ferruginosa, a lata hueca.
La ironía de todo esto es que los castigos no nos vienen como a los griegos desde los cielos, como sucedía con los dioses, sino que los castigos (pura pesadilla dantesca, lo cual podría tomarse como una vuelta de tuerca borgiana) hoy provienen de esa parte subterránea (el territorio del residuo), de esas cuevas lóbregas donde habitan los alibabás modernos, banqueros y stock-brockers.
En ese continuar con las narrativas genéricas, Charles Ferguson en su documental «Inside Job» ha venido a remedar la ausencia del sheriff del western en el que prefiere seguir viviendo el ciudadano. En la película, igual que en una novela de intriga, se dice muy claramente quiénes son los culpables de todo, con nombres y apellidos. No les sorprenderá saber que ninguno de ellos aparece en el film, que todos han declinado la invitación. Qué curioso pues, que una vez más al ciudadano no le sea dado más que la oportunidad de ver el vértice del iceberg donde suena música de fanfarria tocada por los bufones de los poderosos (periodistas y políticos) y donde el conjunto de la población se apelotona porque ya no queda sitio y temen caer a las aguas gélidas del océano ante la menor discrepancia con los bufones de los poderosos (esos entrenadísimos periodistas y políticos).
Decía en 1999 Guy Debord en «Comentarios sobre la sociedad del espectáculo» que cada vez más los escolares ignoran el arte de leer, y que es esto “lo único que puede abrirles el acceso a la vasta experiencia humana anterior al espectáculo”. Añadía que “pronto estarán muertos muchos de los que sabían hablar”.
Si queremos que el corolario de esta frase no sea “y también estarán muertos muchos de los que sabían escribir” mejor comenzamos a pensar en retornar a un realismo (trágico) que nos sirva para entender las ruinas del espectáculo, pues sepan que los músicos (los bufones del poder) son una gente tan deleznable que son incluso capaces de hacer música con las piedras. Y la gente enseguida se da a seguirles el ritmo con los pies, pues las fiestas comunales, como las peores drogas, son difíciles de resistir.
Y en nada se le olvida a uno que está danzando sin zapatos, porque se los ha expropiado el banco.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)