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En Miralda Madeinusa, la otoñal exposición que el MACBA dedica a Antoni Miralda, abunda la documentación, su despliegue y el deseo de darle forma al almacenaje. El archivo americano del artista catalán ocupa las salas y adquiere un valor protagónico. La muestra es una extraordinaria oportunidad para transitar por su trayectoria, pero es más un reconocimiento de lo hecho que una ocasión para interacciones y revueltas, paradójicamente una de las constantes en las búsquedas de Miralda. Presentada la carta, empezaré por los entrantes (las piezas que alberga el edificio de Meier), aunque lo mejor se concentra en el plato fuerte (Santa Comida en la Capella).
A lo largo de la segunda planta del museo se exhiben los trabajos realizados en Estados Unidos desde 1972 hasta la entrada de la década de los noventa. La envergadura de este “inventario” es fundamental, pero no asoma propuestas para reactualizar los proyectos expuestos. En toda la compilación, el afán de acumulación y testimonio no renueva el archivo de procedencia. Sin embargo, es innegable la clara apuesta del comisario por destacar una etapa muy concreta. Por medio de la selección y el montaje de material testimonial, se alcanza el objetivo de dar a conocer los proyectos realizados en Miami, Kansas y Nueva York. Además se demuestra la proeza miraldiana: la realización de sus obras siempre ha implicado a diferentes agentes sociales. Curiosamente el papel del público de Miralda Madeinusa es el de un receptor pasivo: la vuelta a casa del artista pone a nuestra disposición un menú estrictamente documental. Ahora solo desde la contemplación podemos ser cómplices de la revisión de trabajos que tuvieron como leit motiv generar situaciones.
La exhibición de Sangria 228 Weast B’Way, Movable Feast y Bigfish Mayaimi, Texas TV Dinner, entre otros, son, al tiempo que un homenaje y merecido aplauso para los logros alcanzados, una fosilización de las acciones participativas que desplegó Miralda. ¿Archivo abierto? Sí, pero ¿dónde queda la invitación a implicarse y la incitación rupturista de fronteras, tan presente en la práctica artística de Miralda? Probablemente una de las dificultades de exponer distintos registros y obras ya realizadas es que solo prima la puesta en escena de la recopilación y no se considera la formalización de una producción nueva o la reactivación de una existente. ¿Es pertinente generar reproducciones para dar cuenta de las obras compiladas y testimoniadas? La recreación de Breadline (1977) es un acierto, no así la recuperación del escenario y la barra de El Internacional Tapas Bar & Restaurant.
¿Es que entre los paradigmas expositivos de una retrospectiva no se contempla producir obra nueva? Si solo atendemos a la minuciosa tarea de compendiar y ordenar el rico y profuso archivo de Antoni Miralda, la propuesta es contundente porque despliega los distintos colores de los paisajes políticos, sociales y económicos intervenidos por el artista desde lo comestible como eje vertebrador. Sin embargo, una apuesta por resignificar estas piezas desde el presente hubiera favorecido aún más la reinserción en el museo de estos trabajos, protagonistas y testigos de una época de la que queda poco o nada. Sigue vigente la pregunta: ¿cómo documentar la experiencia sin fosilizarla?
Valga el enlace entre la Estatua de la Libertad de Nueva York y el monumento a Colón en Barcelona como ejemplo de una de las piezas representativas de esta muestra antológica. Recordar una boda treinta años después es un acto nostálgico y revela cómo el paso del tiempo transforma el enamoramiento, si no se acaba, o convierte en fetiches ciertos elementos del ritual celebratorio de la unión. Lo que resultaba paródico antes, incluso divertido, puede ser entendido actualmente como cursi y anacrónico. Pero la ironía y el kitsch son buenos aliados para la mirada. Según Néstor García Canclini[[Néstor García Canclini, “Honeymoon: la fiesta como geopolítica”, en el catálogo Miralda Madeinusa, MACBA, 2016.]], la monumentalización miraldiana no alienta a que se derrumben las estatuas pero sí desarrolla una lógica que transforma la solemnidad en una fiesta no complaciente, pues une emblemas antagónicos: la libertad americana y el conquistador europeo. Un recurso más para trabajar lo intercultural y sus alianzas.
Así mismo, habría que preguntarse si se podría hacer hoy lo que antaño fue visto por algunos como irreverente. Honeymoon Project se materializó a lo largo de seis años (1986-1992), dato a tener en cuenta en el contexto vigente, donde abunda la precariedad presupuestaria para trabajos que se piensen con una elasticidad semejante. Tampoco se puede obviar la profusión de los estudios decolonialistas: de celebrarse en nuestros días un festín que reúna la gran familia estadounidense y la española, tendría que ser menos amnésico y heteronormativo. ¿Por qué no celebrar las bodas de plata? ¿Por qué Antoni Miralda no generó un guiño actual a esta o a alguna de sus otras acciones?
En todas las revisiones y los textos escritos a propósito de la obra miraldiana hay un punto en común: la mayoría de los críticos acentúan el valor del lenguaje participativo desarrollado por el artista. Este aspecto se echa de menos en la primera parte de Madeinusa, donde escasea la invitación explícita a que el público sea un agente activo. No obstante, en la Capella reaparece la participación activa en la fiesta y se sirve un bocado gustosísimo: Santa Comida, un grandioso altar con llamas vivas.
Es ampliamente conocido que el potencial subversivo del saber expresado por la santería atrajo a Antoni Miralda y le abrió las puertas a un mundo nuevo. La otredad le permitió sublimar, a través de las representaciones de los santos y la comida que a ellos se les ofrece, un tipo de saber que no está anclado en la racionalidad, sino que parte más bien de sensibilidades, creencias y sensaciones. Darle corporeidad y visibilidad al fenómeno del sincretismo yoruba-cristiano, y dedicarle siete altares a las divinidades más conocidas de los orishas, certifica la habilidad del artista catalán para identificar las manifestaciones populares y llevarlas al terreno del arte, donde también, y todavía hoy, es necesario reivindicar las identidades y la diferencia.
Esa fuerza se palpa nada más traspasar la cortina que da paso al recinto. La instalación, impecable site-specific, se presenta como la más completa hasta ahora porque incorpora el gran tapiz confeccionado con telas africanas que fue presentado en la Expo 2000 de Hannover. Sin duda lo más importante es que, aunque esta gran obra forma parte de la colección del MACBA y puede considerarse un clásico, está viva y convida a la participación. Una pieza que logra evocar y avivar la ritualidad al tiempo que representa, no solo a través de las figuras sino de los olores, la música y las ofrendas, cierta aura motivada por el ritual. Se promueve la fuga de la materialidad de la obra, para devolvernos por un instante el sentido mágico que destella cuando vivimos una experiencia estética, es decir, transformadora. Santa Comida es además una pieza in progress en la medida en que el público cuenta con un nicho donde puede dejar obsequios a las deidades y sobre todo porque suscita la fiesta, el rito y la hechicería tan propia del artista.
Miralda atrinchera sus obras en el MACBA. El dispositivo expositivo se revela como un gran aparador, toda Madeinusa se mueve entre la recuperación de los proyectos resguardados en el archivo, a excepción de Santa Comida, y las réplicas de algunas piezas. En definitiva, la exposición puede ser entendida como un gran souvenir de lo made in America. Mucho pan, un plato fuerte (Santa Comida) y de postre, un espléndido catálogo.
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