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El jueves vi una pieza de Anna Witt que me impresionó mucho. Se trataba de un vídeo en el que la artista amplía fotos que han salido en los medios de comunicación, los pega en una pared, y se los muestra a una clase de niños de aproximadamente 10 años para que describan qué creen que está pasando. Cuando entré en la sala se veía en pantalla un gran grupo de refugiados, de rasgos hindúes, con sus cuatro trastos envueltos en mantas, cruzando una zona semidesértica. Al principio los niños dijeron que era gente que había huido de su casa, cogiendo lo que podían. Luego empezaron a decir que tal vez los habían echado. Que tal vez no querían trabajar, que eran unos vagos y no podían pagar su casa, y por eso habían tenido que irse. Uno de los niños predijo que probablemente acabarían en Alemania (el vídeo está realizado en Alemania).
A continuación apareció la imagen de un niño de unos diez años siendo cacheado por la policía. Un niño moreno, con un dibujo pintado en la cara. Por las banderas y las camisetas, podía ser en una especie de estadio. Uno de los niños observadores empezó directamente diciendo que lo cacheaban por motivos de seguridad, porque no te puedes fiar ni de los niños. Que también hay niños malos que tienen armas y pueden llevar a cabo matanzas. Que igual lleva una bomba. Que igual no ha fabricado la bomba él, pero que igual se la ha dado su padre, porque hay sitios como Afganistán en los que los padres dan bombas a sus hijos y los mandan a explotarse por ahí.
Tal vez este vídeo no me habría impresionado tanto si esa misma mañana no me hubiera despertado con otro vídeo en el que un hombre joven, negro, de un barrio marginal de Londres, con un cuchillo grande de los de casa, las manos ensangrentadas y un cadáver a sus espaldas, decía, visiblemente alterado, que se ha acabado la paz en Inglaterra. Lo que más me impactó de ese vídeo no era el cuerpo inerte en el fondo, frígidos como somos ante los muertos en las noticias, sino que el asesino se dirigiera directamente a la cámara pidiendo que le grabaran. Y que alguien, con una mano sin temblores, lo hiciera. Esa necesidad de, ante todo, aparecer en youtube, y no creo que solamente para transmitir su “mensaje”. Era una mezcla grotesca de informativo sobre Afganistán, vídeo rap y anuncio de móviles con cámara HD.
Entre todas las barbaridades que soltaba había, no obstante, una verdad: que su gobierno no se preocupa por ellos. Y al mismo tiempo que esto ocurría en Londres, en Estocolmo se incendiaba un coche detrás de otro en los suburbios marginales. Esos suburbios como Husby donde el 85% de la población es de origen extranjero (estadísticas oficiales del ayuntamiento de Estocolmo), donde el paro cuadriplica el del centro de la ciudad y los servicios, desde escuelas a hospitales, brillan por su ausencia. El mundo, decían los periódicos, estaba perplejo ante tal muestra de rabia en la sociedad de bienestar de Suecia.
Yo estoy perpleja de que el mundo esté perplejo. Vivimos en una sociedad del miedo, mediatizado y programado a través de una imagen absolutamente asumida. Los alemanes de diez años encuentran normal que por motivos de seguridad se cachee a niños (morenos) de su edad, con los que, por supuesto, no se reconocen. Sí reconocen en cualquier imagen de emigrante al vago, aprovechado de las ayudas sociales. Son hijos de una sociedad de la imagen convertida en discurso, que absorben desde los medios, los anuncios en las calles, la pantalla del ordenador, imágenes en las que confían sin ningún reparo, mientras desconfían de negros, árabes y pobres en general. La educación que conduzca a una percepción crítica de cómo se manipula la imagen simplemente no existe, el círculo se cierra sobre sí mismo. Si somos tan ilusos como para pensar que los adolescentes de Husby y los jóvenes de Woolwich no perciben durante toda su vida el rechazo proyectado sobre ellos, y no somos capaces de asumir la rabia que este genera y sus terribles consecuencias, tenemos que volver a aprender a mirar al mundo.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)