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«Pensar la comunidad: nada más más a la orden del día, nada más requerido, reclamado, anunciado por una coyuntura que, en una misma época, anuncia el fracaso de todos los comunismos a la miseria de los nuevos individualismos». Roberto Esposito
Desde hace algún tiempo no hay debate que se precie en torno a los museos e instituciones artísticas donde no aparezca el término comunidad. Basta echar un vistazo a los programas educativos de muchos museos y centros de arte para que más temprano que tarde aparezca entre sus misiones el crear comunidad, pensar lo común o fomentar la cooperación y participación de los usuarios. La comunidad se ha convertido en un término recurrente al que la “comunidad artística” apela para justificar, en parte, su misión o razón de ser.
Roberto Esposito traza (Origen y destino de la comunidad) un recorrido por la etimología del término comunidad cum (con) munus (cargo, deber) desde Rousseau y su contrato social, esto es, una convención por la que vivimos juntos, hasta llegar a la comunidad imposible de Bataille, donde el deseo, de comunidad, se configura como negación de la vida, en cuanto que la vida de un individuo coincide con los límites que lo separan de los otros. Es por tanto un concepto que, aunque antiguo, ni termina ni puede envejecer debido a lo impracticable de su promesa y a su carácter utópico (y necesario), y que parece reavivarse en situaciones de crisis. En el momento en el que nos encontramos, donde lo público, tal y como lo hemos conocido (lo estatal) se desvanece en el aire, existe una crisis que va más allá de lo económico y se trasluce en una crisis de la representación que conlleva una justificada desconfianza hacia las instituciones. ¿Para qué sirve la política y las instituciones en el siglo XXI? En este contexto se retoma un término que invita a lo colaborativo como modo de salir a flote, un repensar un mundo en común, un vivir juntos, precisamente ahora cuando más falta hace y ante la exigencia de una ciudadanía que demanda más participación. Y porque lo común, en palabras de Toni Negri, es aquello que posibilita dentro del carácter público la construcción de espacios comunes reales, donde es posible la decisión, el deseo y la capacidad de transformación de las singularidades.
Por parte de la teoría del arte también se ha producido una apropiación del concepto de comunidad, y los museos, más que repositorios del saber (de la comunidad), que también, hoy se configuran como espacios de mediación. El concepto de «arte relacional», teorizado por Nicolas Bourriaud, ha sistematizado en los últimos años esta tendencia, a través de un arte que crea situaciones efímeras, que generan redes y nuevas formas de relación. De este modo, se insta al arte a contribuir, con su potencial político, a la reestructuración del sentido de comunidad, la reparación de los lazos sociales, etc. Pero frente al «buenrollismo” de Bourriaud, el filósofo francés Jacques Rancière defiende el disenso como única forma de garantizar que la parte excluida, esto es, los sin parte (los cualquiera), puedan encarnar lo universal y estar incluidos en la esfera de los asuntos comunes. El museo, pues, tiene el cometido de visibilizar lo común, crear conexiones entre cosas, imágenes y significados, así como también el fomentar redes de trabajo comunitario y consolidar vínculos afectivos y de pertenencia.
Sin ir muy lejos, el Museo Reina Sofía propuso hace un par de años el término “instituciones de lo común” para referirse a instituciones ciudadanas y participativas, más que públicas y de nadie (estatales). Y propuso un sistema de colaboración y de redes con otras instituciones, colectivos y movimientos sociales, como una forma de constituir un nos-otros. Pero ¿cómo pueden contribuir los museos a crear comunidad? Y ¿de qué tipo de comunidad estamos hablando?, ¿Cómo potenciar el trabajo en red y comunitario?, ¿Cuáles son las herramientas que están utilizando los museos para visibilizar lo común?, ¿Qué indicadores habremos de utilizar para comprobar que se está dando “esa comunidad”?. Ante la dificultad de medir o evaluar estas cuestiones, al menos sí es necesario definir la comunidad que se quiere construir, porque comunidades hay de muy distintas índoles: comunitarias, neoliberales, identitarias, vecinales, determinadas por razas, ideologías, intereses o lo que sea.
En este contexto, se produce la paradoja que mientras muchas instituciones artísticas asimilan entre sus funciones el crear comunidad, cada vez es más evidente que más crear una comunidad afectiva, lo que persiguen muchas de ellas es en realidad fidelizar y crear cartera de clientes, ya sean patronos del museo, visitantes o consumidores de eventos. Y es que se quiera o no, el futuro de los museos y centros de arte en España vendrá determinado, en parte, por el modelo de gestión así como por el de financiación del que hagan uso.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)