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¿Qué esconden las casas de vidrio?

Magazine

13 febrero 2023
Tema del Mes: Arquitectura y placerEditor/a Residente: Javier Montes
Philip Johnson’s 1949 Glass House, in New Canaan, Conn. View of the entrance.

¿Qué esconden las casas de vidrio?

A finales de los años 20, la imaginación disparada de Sergei Eisenstein se dividía entre varios proyectos de carácter utópico. En noviembre de 1929, se reunió con James Joyce en su apartamento en París, valorando la posibilidad de adaptar al cine la novela más inadaptable del mundo. «Una experiencia fantasmal»: así definió el encuentro en un cuarto claustrofóbico y en penumbra con un Joyce prácticamente ciego por una uveítis derivada de la sífilis. El propio Eisenstein acababa de perder parcialmente la visión durante el apoteósico montaje contrarreloj de Octubre, sometido a la presión implacable de la censura estalinista. Aunque la adaptación de El Ulises no superaría el estado embrionario, el encuentro con Joyce marcaría la obra de Eisenstein, deslumbrado por su ambición de sintetizar nada menos que la historia entera de la humanidad en un día en la vida de un irlandés común. En los cuadernos de Eisenstein, el proyecto de El Ulises se confunde con otros no menos faraónicos: Una tragedia americana, basada en la exitosa novela de Theodore Dreiser, y sobre todo la adaptación de El capital de Marx, que imaginaba como una puesta en escena de los conceptos esenciales de la dialéctica marxista y de la historia de la lucha de clases a través del flujo de pensamientos, recuerdos, intuiciones y deseos de un obrero a lo largo de una jornada de trabajo. ¡Ahí es nada!

Boceto de Eisenstein para The Glass House.

Boceto de Eisenstein para The Glass House.

De la misma época es la enigmática comedia The Glass House, la primera de sus propuestas fallidas para la Paramount durante su infructuoso periplo estadounidense y su proyecto más querido. La trama se desarrollaba en un rascacielos de viviendas construido enteramente con vidrio transparente, habitado por distintos personajes ciegos y mirones, entre los que destacaban un arquitecto idealista, un robot que era el ciudadano perfecto y un poeta visionario que ponía en duda la validez de este modelo arquitectónico. Si el proyecto de El capital funcionaba como una síntesis temporal (la historia de la lucha de clases concentrada en la jornada laboral de un obrero), The Glass House desplegaba el mismo furor de síntesis en la dimensión espacial (el modelo de sociedad contemporáneo representado en un edificio). The Glass House parodiaba las casas de vidrio tan queridas por los arquitectos de la época, que para Eisenstein aglutinaban todas las pulsiones utópicas y distópicas de la american way of life, el voyeurismo y el exhibicionismo de la efervescente cultura de masas. Los simpares habitantes de su rascacielos se veían, al mismo tiempo, expuestos y arrastrados por el deseo insaciable de ver. En los fantásticos bocetos preliminares para la película los vemos asistiendo en grupo al suicidio de un vecino o a un revolcón a través de los muros de vidrio de sus apartamentos.

El vidrio servía, además, de excusa para la experimentación formal. Eisenstein pretendía llevar hasta las últimas consecuencias la teoría de la cámara desencadenada de Karl Freund, con quien había charlado largamente durante una visita al plató de grabación de Metrópolis de Fritz Lang sobre su revolucionaria concepción de la puesta en escena. El modelo clásico de representación cinematográfica estallaba en el interior del rascacielos de vidrio, donde no existían puntos de referencia precisos ni límites claros. Los personajes y los objetos flotaban en una estructura transparente e informe, que recordaba a los Prouns de El Lissitzky, con la cámara girando a su alrededor en imprevistos picados, contrapicados y travellings verticales que convertían el vidrio en la génesis de una nueva forma de mirar, de manera no muy distinta a como Le Corbusier estaba utilizando el mismo material para inventar una nueva forma de habitar. Eran los años del proyecto de la Ville Radieuse, donde los rascacielos de vidrio jugaban un papel esencial, y fue el propio Le Corbusier quien dijo en una ocasión: «Tengo la sensación de que, cuando diseño mis edificios, pienso igual que Eisenstein cuando hace sus películas».

The Glass House no llegó a realizarse a pesar de la implicación de la Paramount, el entusiasmo de Le Corbusier y el padrinazgo de Charles Chaplin (que más tarde homenajearía a Eisenstein en una escena de El gran dictador en la que Hynkel especula sobre la construcción de un palacio de vidrio), pero la historia del cine, orgullosa escuela de mirones, recogería amablemente el testigo de Eisenstein, eso sí, liberándolo de sus ínfulas quijotescas, para seguir reflexionando sobre el insólito vínculo de la arquitectura del vidrio con el placer de la mirada. Se me perdonará que no me detenga a desglosar la larga tradición de películas sobre el impulso escopofílico que, en el imaginario popular, abandera sin debate La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock; la tarea escapa de las intenciones de este artículo, pero creo que merece la pena recordar su gemela macarra Doble cuerpo, en la que Brian de Palma convertía la famosa Casa Chemosphere de John Lautner en el paradigma de la atalaya voyerista: una vivienda-ovni despegada del suelo, elevada sobre una colina de Los Angeles, emancipada del terreno escarpado donde se cimienta, rodeada de vidrio, una especie de sueño panóptico desde el que Jake, un actor en crisis, espiaba con un catalejo a su arrebatadora vecina Gloria. Aquí, al contrario que en The Glass House, la transparencia marcaba una clara componente direccional —eterno delirio de la mirada masculina—, pero de Palma también jugaba a destapar el reverso insidioso del placer voyerista, y su protagonista terminaba pagando el precio de su apetito de observación, enredado en un turbio complot criminal. 

Chemosphere Lautner. Crédito: Joshua White.

Chemosphere Lautner. (c) Joshua White.

El rascacielos de vidrio de Eisenstein y la Casa Chemosphere se integran en una larga tradición de la arquitectura, que hizo de la transparencia uno de los mitos fundacionales de su modernidad, apropiándose de unos sueños vítreos que tan afinadamente había puesto en palabras Goethe con su aportación al gran género literario de las frases dichas en el lecho de muerte: «¡Luz! ¡Más luz!». A lo mejor solo estaba pidiendo que descorrieran las cortinas de su cuarto en Weimar para ver mejor, pero preferimos creer que invocaba una ambiciosa utopía proyectada hacia los siglos venideros. Solo unos pocos años más tarde, Joseph Paxton fundaría, con el Palacio de Cristal de Londres (1851), una extensa genealogía de edificios transparentes cuyo impacto en el imaginario colectivo es rastreable hasta nuestros días, oscilando entre lo utópico y lo puramente lúdico, desde el ínclito Pabellón de Cristal de Bruno Taut, llamado a configurar el espacio para una nueva humanidad mejorada, hasta el característico cubo de vidrio de la Apple Store de la Quinta Avenida, símbolo imbatible del consumismo neoliberal, dejando por el camino una serie de pequeños impulsos revolucionarios: la desmaterialización de los elementos constructivos, la penetración espacial, la liberación de los flujos de aire y de luz, la desaparición de los elementos ornamentales en aras de la funcionalidad y un creciente deseo de fundirse con el entorno, con la estructura ligera de acero y el muro de vidrio como agentes del cambio.

Palacio de Cristal de Londres. Crédito: Philip Henry Delamotte (1821-1889). Smithsonian Libraries.

Palacio de Cristal de Londres. (c) Philip Henry Delamotte (1821-1889). Smithsonian Libraries.

«Vivimos, esencialmente, en espacios cerrados —escribió Paul Scheebart en su importante ensayo Arquitectura de cristal, de 1914—. Son el medio en el que se origina nuestra cultura. Nuestra cultura es, en gran medida, un producto de nuestra arquitectura. Si queremos elevar nuestra cultura a un nivel superior, estamos obligados, queramos o no, a transformar nuestra arquitectura. Y, hoy en día, esto solo será posible cuando los espacios en los que vivimos dejen de parecer tan cerrados. Solo podremos conseguirlo haciendo una arquitectura de cristal que deje pasar la luz del sol, la luna y las estrellas, no solo a través de las ventanas, sino a través de los muros, que serán de cristal, de cristal de colores. El nuevo entorno que inventaremos será el germen de una nueva cultura».

Las fantasías más exaltadas cristalizaron alrededor de esta visión. Hasta Walter Benjamin se pronunció sobre el tema: «Vivir en una casa de cristal representa la virtud revolucionaria por excelencia. Una ebriedad y un exhibicionismo moral que hoy nos hace mucha falta. La discreción en los asuntos privados ha pasado de ser una virtud aristocrática a ser, cada vez más, una cuestión de pequeñoburgueses arribistas». Y también Benjamin: «El cristal, de manera general, es el enemigo del misterio y de la propiedad privada», refiriéndose al deseo de dinamitar la sobrecargada identidad del hogar burgués, diseñado y decorado a la medida de su dueño, para dar paso a una pacífica y justa transparencia universal, sin duda de tintes marxistas. Benjamin imaginaba —¡qué iluso!— que el camino hacia una sociedad y una política más abiertas pasaba por revertir el carácter privado de nuestra interioridad, tanto humana como arquitectónica, convirtiendo la casa de vidrio en el símbolo de esta transformación.

¡Qué iluso!, digo, porque basta pararse a observar cualquier ejemplo ilustre de la arquitectura de la transparencia para que los castillos en el aire de Benjamin se desbaraten. ¿Quién no ha soñado con tener en propiedad —o por lo menos en alquiler— uno de esos hermosos cubos de vidrio en mitad de un bosque, que parecen contener el modo de vida por excelencia y los extraños anhelos del individuo contemporáneo? Pero no es precisamente por impulso revolucionario, sino, más bien, por el mismo viejo impulso burgués de toda la vida, puesto al día con el confort de nuestra época. 

Observemos, sin ir más lejos, la archifamosa Glass House de Philip Johnson, destino ineludible de este ensayo sobre ciegos y mirones, que cumple en apariencia el sueño de Benjamin de una reversión (casi) total de la interioridad. Qué bien se integra su silueta estilizada en el paisaje que la envuelve («more Mies than Mies!»), como flotando sobre un lago de césped y recogida entre las ramas de los árboles. Qué cuidadas están sus proporciones, el diseño ligero de la estructura metálica, los efectos de reflexión del cielo y la naturaleza convertidos en la verdadera envolvente, el elegante cerramiento del cilindro interior atravesando la cubierta y sirviendo, en un mismo gesto, de aseo, de elemento estructural, de caja de instalaciones y de sistema de ventilación. Y sin embargo, ¿qué es en el fondo este no va más del less is more sino un orgulloso escaparate de la prosperidad y el lujo de una nueva clase dominante, más machine à representer que machine à habiter

Glass House de Philip Johnson. Crédito: Blaine Brownell.

Glass House de Philip Johnson. (c) Blaine Brownell.

El elitista, clasista, hortera, pesetero, desdeñoso de cualquier función social de la arquitectura y hasta filonazi irredento Johnson no es sospechoso, precisamente, de participar en las cándidas aspiraciones utópicas de Scheebart y Benjamin, pero algunos comentaristas perspicaces se han remitido a su homosexualidad semioculta para reflexionar sobre la Glass House como espacio lúdico y de reivindicación queer. ¿Qué esconde la casa de vidrio? Si les hacemos caso —y aquí hemos venido a jugar—, el modesto microcosmos vítreo de 168 metros cuadrados, diseñado como casa de retiro de Johnson y su novio, el galerista David Whitney, y como sala de fiestas para sus amigos de la alta sociedad, habitado con sorprendente intensidad a lo largo de los años por empresarios, artistas, escritores, arquitectos y toda clase de celebridades, plantea un socarrón desafío al puritanismo de una sociedad estadounidense que, en los años 40, todavía mantenía en el armario a cualquier disidente identitario, al tiempo que enarbolaba frente al mundo la engañosa bandera de la libertad.  Exponiendo la vida privada de asueto y placer del arquitecto y su amante, la Glass House funcionaría como el negativo de la atalaya panóptica de la Casa Chemosphere: un espacio no para mirar, sino para ser mirado en plena efervescencia lúdica, un manifiesto exhibicionista, antes camp que utopista, porque convertía el disfrute de la sexualidad y las relaciones sociales en un teatrillo representado sobre un espacio de cualidades escénicas, pero escandalosamente original. 

Brick House de Philip Johnson. Crédito: Gerard Joseph.

Brick House de Philip Johnson. (c) Gerard Joseph.

Como Eisenstein (otro artista marcado por su condición homosexual), aunque de modo muy diferente, Johnson habría recurrido a la figura de la casa de vidrio para denunciar la hipocresía de una sociedad que apelaba a la transparencia como concepto vertebrador de sus normas y discursos, pero que, como en La carta robada de Poe, mostrando la verdad, la ocultaba. La utopía de la transparencia era solo un espejismo en manos de una nueva conciencia puritana y censuradora, y la casa de vidrio revelaba esta contradicción. Una hipótesis que empieza a resultar menos disparatada cuando nos fijamos en que Johnson no diseñó la Glass House como un edificio exento, sino en conjunto con la menos célebre Brick House. Esta segunda vivienda, construida para acoger a los invitados de la pareja, y de paso para esconder astutamente los sistemas de instalaciones más voluminosos de ambos edificios, se levanta a veinte metros escasos de distancia de la primera como su gemela malvada, completamente envuelta por muros de ladrillo opacos, pesados y virtualmente inaccesibles (las únicas aperturas visibles son tres grandes ventanas circulares que aluden al Duomo de Brunelleschi en Florencia). Este negativo de la aérea Glass House esconde un interior lúbrico y exuberante con cúpulas de yeso, muros forrados de algodón, obras de arte y lujosos baños de mármol negro, que completa la metáfora representando el espacio de la ocultación. Así se cierra el ciclo utópico de la casa de vidrio y se abre un ciclo irónico mucho más acorde con la conciencia posmoderna. La Brick House es un monumento a la ceguera que contrasta con la apertura total de la Glass House: el armario y la libertad. Entre esas dos casas vivimos todos. 

Interior de la Brick House. Crédito: Dean Kaufman.

Interior de la Brick House. (c) Dean Kaufman.

Vicente Monroy es arquitecto por la ETSAM (Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid), aunque trabaja como programador de cine en Cineteca Madrid. Es autor de la novela «Los Alpes marítimos» (Lengua de Trapo, 2021), del ensayo «Contra la cinefilia» (Clave Intelectual, 2020) y de varios poemarios, entre ellos «Las estaciones trágicas» (Editorial Suburbia, 2018).

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