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Empezamos con breves mensajes entusiastas y dinámicos, es un tema tremendo que desafía sacar a la metáfora del lugar común en la que el mundo se duplica como traducción y no como creación. Trato de ir más allá de la crítica sobre los daños que nos ha hecho el creer en el Cielo, amar alguna ideología, o entender que la expresión de algo puede tomar diferentes formas y que además habrá una más justa que otras, es decir que aquello que puede ser dicho sería subordinado en relación a lo primero e invariable. Por lo tanto, cabría repensar la libertad.
De todas maneras, también sabemos que un adentro no es sin un afuera, que aquel significado no es sin un significante, que el alma no es sin el cuerpo. Desafío Derrida: ¿Con qué lidiamos sino con la parte contaminada, con el cuerpo, con los significantes, con la precariedad de la apariencia? Entonces es la parte con la que nos toca negociar.
Rastrillo rápido y obviamente caigo en la trampa de la que me sentía ajena. Entro a buscar en mi archivo somático-epistémico-perceptivo los “ejemplos”. Puedo salir con un batallón a dar por tierra la metáfora como salvación, y todas las referencias que se me ocurren vienen bien porque se oponen a desdoblar, resisten las primacías de un segmento sobre el otro, están a favor de la diferencia radical, abonan los agenciamientos colectivos. Y a la vez yo misma soy mal ejemplo: encuentro acá y allá formas que representan la idea troncal que pretendo desarrollar, dudo porque me pongo contenta ante las expresiones filosóficas que legitiman mi opinión. Pensé que iba a ser suficiente con la lista de preferidos y desentenderme. Un poco me doy por vencida. Así no devengo-nada ni se emancipa algo. No es fácil navegar lo minoritario cuando andamos por ahí caminando con un nombre, cuando el vínculo con los otros demanda lenguaje, gramática y sentido.
Hay muchos que resistieron a esto que me incomoda: Nietzsche con la interpretación y la potencia de lo falso. Busco más aliados: Guattari y el esquizoanálisis; Haraway con las narrativas; Borges y los infinitos; Beckett y todo su rollo del rostro; Deleuze y la inversión del platonismo; Foucault con el pensamiento del Afuera; Artaud y el teatro de la crueldad. Pero tomemos cualquier poesía, vamos a ver enseguida que resiste a ser explicada, a ser contada, incluso traducida; la poesía es resistencia: detiene todo intento de universalismo de la lengua, no pueden con ella los que detentan la capacidad de explicarlo todo. En cuanto se la explica ya es otra cosa, ni mejor ni peor, sino otra. Es siempre degradada detenta un original irrastreable. El propio acto de contarla es crear algo nuevo. Una poesía sólo puede ser dicha de memoria, contiene el desafío de llevar el lenguaje al extremo, es su propio borde, el que ya no representa nada por fuera de sí, no se puede duplicar más que en su igual exacto e incluso sin el más mínimo desplazamiento. Ella no puede ser sino la contundencia de ser ella misma ya metáfora.
Sigo un consejo Deleuze: robemos (que a la vez lo toma de Burroughs), y tomo estratégicamente un concepto: “Es curioso lo de decir algo en nombre propio, porque no se habla en nombre propio cuando uno se considera como un yo, una persona o un sujeto. Al contrario, un individuo adquiere un auténtico nombre propio al término del más grave proceso de despersonalización, cuando se abre a las multiplicidades que le atraviesan enteramente, a las intensidades que le recorren”. Y un robo más: Suplemento en Derrida. No me voy a poner muy exquisita ni muy académica porque soy artista, pero sé que hay voluntad en esas dos palabras como para quedarnos ahí por un rato. Quizás con solo estar ahí ya pase algo, trabaje a favor de lo vivo y entonces lo metafórico resista al poder.
Si las estructuras binarias funcionan como naturalizadas (tomo unas cualesquiera: identidad/diferencia, significado/significante, esencia/apariencia, natural/artificial) no podemos dejar de ver que uno de los dos términos, generalmente el primero -a no ser que queramos oponernos moralmente-, funciona como centro, gobierna al otro generando jerarquía, verdad, origen, causa. Y lo mismo le pasará a la metáfora si la dejamos caer en las fauces de la Verdad y la Apariencia. Más aún, si la entregamos en bandeja al lado de la supremacía.
Sabemos que el suplemento es suplemente, de una cosa más pura, satelita una centralidad. Del mismo modo, lo metafórico no es la cosa, es siempre la otra cosa. Metaforizar es evocar algo, hablar de algo de otra manera. Pero también es robar y construir; dados al reino de los dualismos, la cuestión sería ver cómo nos escurrimos por entre ellos. Ya no será solamente la cuestión de que la metáfora es el lado menos puro, la copia de algo, su degradado; el desafío es entender que ella misma es la condición de posibilidad de su centro. Y el robo la condición de posibilidad de su fuga. No se pueden aislar los elementos, no hay original sin copia. Algo nos salva, encontramos una resistencia matérica al problema de la representación y los mundos duplicados del que padecemos desde hace tantísimos años. Emancipar la metáfora ya no será entonces liberar lo oprimido sino anarquizar, desautorizar el mismo lugar de inicio.
Entonces ¿Qué nos queda del nombre propio? Mejor que no nos quede nada del personalismo que implica. ¿Qué esperamos de la identidad? Mejor que no exprese nuestro ser con legitimación, agudeza y verdad. ¿Qué refugio nos espera en lo que se da vuelta y nos vuelve a atrapar en la encerrona de rearmarnos en un nuevo sistema desdoblado y dual? Si el nombre propio pretende nomenclar, ser síntesis y reflejo de quienes somos o no somos, esa misma pretensión es la cárcel llamada legitimidad, la falsa opción en esa forma de la libertad genera su propia dependencia, cada vez más precisa, cada vez más pura. Lo que une el par esencia y apariencia, quienes somos y nuestro nombre, no es más que el poder. Ahí no hay nada, giramos en la trampa del saber, desencontrados. ¡Como si hubiera algo que encontrar, algún lugar donde llegar! Como si hubiera otro mundo, más que este.
Con el nombre propio – ya en minúscula – podemos hacer muchas cosas, sin temor ni esperanza, habiendo deshecho en su accionar todo residuo de personalización y verdad.
Lo que escribo emancipa lo que supongo propio, y me doy cuenta que lo que tengo para decir no son más que las voces de otros. Y si la escritura de este artículo hizo algo fue el darme a ser sujeto-metafora, donde lo que sujeta, lo que sostiene por debajo, el sub-jectum, no será más que la impureza, el mestizaje, la precariedad y lo perecedero. Porque el suplemento y el nombre propio juegan en el mismo equipo.
Emancipar la metáfora, entonces, ya no será liberar lo oprimido en un Yo mal expresado, dándole una forma de existencia más genuina, donde su funcionamiento se limita a liberar la materia del poder, sea metafísico o contingente (el lenguaje, la episteme epocal, el gobierno de turno…). Quizás, emancipación metafórica tenga más que ver con anarquizar el mismo lugar inicial que entendemos libera y del que, suponemos eventualmente, parte; Y tal vez este gesto tenga al menos dos resistencias en acto: una la de desautorizar el origen y por lo tanto su autor, su reflejo, y la univocidad de su existencia. Y otra, la de existir siempre impuramente, plural, compleja y diferente.
PD: Me olvidaba de lo que dejé en suspenso: hace rato pensé en la opción de estar siendo hablada, de que lo que yo creía que era mi opinión, lo que quería decir como autora de este artículo, me parece ahora no ser legítima. Parece que todo lo que pienso fuera parte de lo que leí -y ya no se si lo leí o lo vi en un documental o lo hablé con alguien-, que a la vez todo aquello está construido de fragmentos, y de mezclas azarosas e involuntarias. Y yo que creía que era mío, que lo que hacía, pensaba y sentía me era propio. Es incómodo, pero no me molesta, puedo lidiar con no ser original. Puedo lidiar con ser siempre otra. Puedo lidiar con ser metáfora.
[Imagen destacada: Rosana Simonassi (2015) Blinde Klippe 1, “reflejo”, cortesía de la artista]
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