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Un rinoceronte. Tres avestruces. Y un pulpo, pero no en un garaje, sino en las catacumbas del recientemente inaugurado Four Seasons de Madrid, el penúltimo hotel de cinco estrellas, no digamos el último porque en esta ciudad siempre habrá otro hotel de lujo más apunto de abrir sus puertas. Y cerrarlas detrás del turista que baja en masa fervorosa al Food Court como si acudiera a un espectáculo de atracciones. Va en busca de la fauna y la flora abisal, el exotismo dramático, el rococó bizarro y exagerado y cargado de toda esa imaginería deslumbrante: de paso de Semana Santa, tan soberbia, tan española, de unos restaurantes y “espacios gastronómicos” en los que la comida no pasa de mero elemento anecdótico, aunque por supuesto, también decorativo. Neones, plantas tropicales, maderas nobles… Me pregunto cuándo dejamos de comer en restaurantes de mesa y mantel blanco, con cubertería y baños convencionales, a cenar en locales con dos leones de la Alhambra a modo de grifería en los servicios. Cuándo empezaron los restaurantes a volverse parques temáticos en los que el menú importa poco. Aunque bien pensado, ninguno de los clientes iba a consumir más de trescientas calorías, así que tampoco pasa nada.
De un tiempo a esta parte, después del recorrido habitual de tiendas por la Gran vía, bajar al Four Seasons se ha vuelto como entrar al Primark, otra visita obligada para el turista de provincia —o italiano, cuántos italianos y franceses de tiendas en domingo, habría que hacer un reportaje sobre el tema—, ese turista de fin de semana que viene a gastarse en dos días lo que gana en un mes. Tampoco tienen que venir de muy lejos los visitantes, porque Madrid se está convirtiendo peligrosamente también para el local, para el madrileño, en objetivo de turismo, en un invento permanente de rabiosa actualidad, otro gadget, una novedad continua. Madrid como souvenir de sí mismo. Viene el turista aquí, al Lobby del Four Seasons, o a los restaurantes del barrio de Salamanca, a admirar, como si fueran a un museo o de escaparates: farolillos japoneses, hormigas gigantes de porcelana, urnas llenas de hielo picado para exponer las ostras o un acuario del suelo al techo tenuemente iluminado donde los peces de colores contemplan a los comensales, no comiendo, sino haciendo selfies.
En la calle Jorge Juan, cada diez pasos nos tropezamos con un restaurante que más que un local parece un parque temático. Este parece sacado de un capítulo de Mad Men. En este estás en una playa de Comporta y en aquél en una película de James Bond. Cada uno imperiosamente (del latín: “que manda mucho”) distinto del de al lado. La carta es lo de menos. Lo que importa es la experiencia dramática, operística, y fugaz, de estar cada noche en una serie distinta. De HBO en el barrio de Salamanca, Netflix mejor la dejamos para el eje Gran Vía. Así cada local te ofrece un background distinto para esa foto del Insta, una variedad asegurada de escenografía particular, un set para cada estado de ánimo y el consumo consecuente. Cada local único, especial, inconfundible. La diferencia válida ya en sí misma porque eso es lo que ha acabado siendo la experiencia: un acontecimiento de distinción. Al fin y al cabo cuando vamos a una hospital o una oficina de correos, o a un ministerio o a un colegio, todos nos parecen iguales: feos, anónimos, sin pizca de gracia. Son sitios en los que lo único que se consume es la poca paciencia que nos queda, el mal humor, una punta de angustia. Sangre, sudor y lágrimas. Sólo les pedimos que sean funcionales, es decir, idénticos, reconocibles, utilitarios aunque luego no lo sean para nada. Pero si no serlo, al menos parecerlo. En realidad en el momento en que en una institución o en un organismo oficial nos tropezamos con arañas de Murano, contraventanas de madera o el ocre de unos frescos desportillados es cuando deberíamos echarnos a temblar: ay, esos ayuntamientos napolitanos, esos palacios de justicia centroeuropeos, laberínticos, kafkianos, esquinados, absolutamente inútiles.
Pero, ¿y con los museos?, ¿qué pasa con la National Gallery, la Tate o el Louvre? ¿Cuándo El Prado y esas solemnes instituciones se volvieron parques de atracciones, el Tívoli, otro huevo Kinder? ¿Cuándo el museo pasó de considerarse «High Brow» a “Low Brow”? Recordemos Bande à part, la película de Godard, rodada en 1969. Veamos otra vez la famosa escena en la que los tres amigos, Odile, Franz y Arthur, se proponen atravesar el Louvre en nueve minutos y cuarenta y tres segundos, a la carrera. Cuando la escena se rodó se hizo sin permiso, muy a loco, al natural, y una de las cosas que más sorprende, vista ahora, es comprobar que apenas hay visitantes en las salas y pasillos del museo. ¡En el Louvre! ¡Nadie por ninguna parte! ¡Y ahora nos encontramos colas de hasta media hora! Filas interminables de visitantes que atraviesan el museo en poco más de esos nueve minutos, manadas como las del Four Season o el Primark, pero no contemplando las obras, si no haciéndose selfies y atravesando pasillos que conducen, siempre, al final del recorrido, como un gran polo atractor, a la cada vez más grande tienda de regalos. Al “Gift Shop” de turno. A comprar el pañuelo con flores de Monet, otra camiseta más con la cara de Van Gogh, un anillo réplica de ese retrato renacentista que tampoco ha visto. Que nadie salga con las manos vacías, que compre lo que sea. Ya no eres un visitante en los museos, querido turista. Ahora eres un cliente. Un coleccionista de eso tan elusivo y aún así evidente como es una experiencia estética. Porque al fin y al cabo eso es la belleza: lo que sugiere, lo que provoca la imaginación, lo que remite a otra parte. Lo feo, el corredor de un ministerio, el mostrador de un banco, la sala de espera de un hospital, lo funcional, se acaba siempre en sí mismo, no sugiere nada. No lo necesita. Lo bello siempre te cuenta una historia, te habla, te conduce, te lleva de la mano. De compras.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)