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Durante la cuarentena el mundo (el mío) se volvió aural. Encerrada en mi casa, más que verse, el mundo se oía; se oía allá afuera el grito de súplica de la señora con hambre que gritaba “denme comida por favor”, se escuchaba por encima de las instrucciones de la profesora de yoga online. Uno podía predecir las últimas decisiones del gobierno según el bramar de la tierra allá afuera: si se oían más los pájaros, la cuarentena se había prologando, si en vez de pájaros se escuchaban más voces humana y motores, la cuarentena había acabado. Hacia el final del confinamiento se escuchaba el señor que vende aguacates, el que vende tamales, el camión de la alcaldía anunciando (o rogando) que los impuestos debían ser pagados. Los supermercados salieron a vender en carros dando vueltas entre los barrios, todo se volvió móvil y aural (como siempre ha sido el comercio informal), y los anuncios luminosos publicitarios fueron reemplazados por pregones que se colaban en las clases por zoom. Y aunque todo estuviera lejos, separado de mi, el sonido me hacía percibir su proximidad.
Durante la pandemia las muchas clases a la semana que di, las dicté a través del teléfono. No podía verle la cara a la gente con la que hablaba. Una vez di un taller para ochenta personas, la pantalla era tan pequeñita, que ni siquiera podía ver el nombre de cada persona que tomaba la palabra. Me parecía una experiencia muy similar a la de la radio: hablar con total intimidad con desconocidos. Si hay algo que ahora me parece poético de la radio es eso: es amplificación, esa dispersión de la intimidad. Dictar más de ochenta clases durante seis meses a través de mi teléfono, me hizo pensar en esa idea de que los dispositivos producen el tipo de sujeto que necesitan.
Y como el mundo era aural, y la experiencia del sonido es la expansión (sentir el contacto de las ondas), me sentí una con el mundo. Dado que el sonido se expande, y nos envuelve en la misma reverberación, no sentí esa separación entre los límites de mi yo y el otro, esa distancia y diferenciación que tanto se encarga de recordarnos la educación tradicional y algunos dispositivos artísticos.
También me llamó la atención que al comienzo de la pandemia aparecieron el mismo día alrededor de cinco textos de filósofos, periodistas y escritores que hablaban sobre el tacto, sobre la ausencia de tacto. Entre ellos, uno de Paul Preciado que decía a grandes rasgos “no voy a hacer filosofía, solo declaro que necesito tacto”, uno de una columnista en The New York Times (no recuerdo el nombre), decía algo parecido al contar su experiencias de estar confinada y enferma de covid. También en los diarios que Bifo Berardi publicó al comienzo de la pandemia, hacía referencia, entre otras cosas, a lo mismo: a la ausencia de contacto. Y Martín Caparrós escribió un texto que hacía pensar la pandemia como un problema escultórico: como un problema entre lo plano y lo tridimensional. Paralelamente, una gran cantidad de gente usó los primeros meses de la pandemia para retomar actividades manuales como la panadería o la siembra. Me llamó la atención que apareciera tanta añoranza por la tridimensionalidad, por la presencia del tacto y de lo manual, era una señal de que en el momento de mayor alienación de la historia, la gente estaba tratando de buscar su humanidad a través del uso de las manos. Era una señal de que aunque actualmente todo es digital, los dedos nunca fueron tan analfabetas de la carne. Pero también era una señal de que hay algo deshumanizante en el darle tanta preponderancia a ser solo ojos y cabezas parlantes.
La pandemia puso en primer plano el tacto y la audición, sentidos que generalmente están relegados. Estos se impusieron como necesidad ante un momento histórico en el que los dispositivos nos convertían en un sujeto aún más alienado: separado a través de la vista de lo que nos rodea, encapsulados como observadores, ahora a través de una pantalla.
Los trabajos de Harun Farocki, mostrados en la exposición Visión. Producción. Opresión –apenas unos meses de su fallecimiento– ponían en relación cine, tradición pictórica occidental, videojuegos y tecnología visual de la guerra, para proponer un argumento: el mismo mecanismo cognitivo de la abstracción, que tanto ha permitido el avance de la reflexión en las artes visuales, es el mismo mecanismo que permitió la cualificación de las imágenes de los aparatos de guerra. Por ejemplo: algo que facilita que el piloto de guerra lance bombas sobre un territorio, es que en la imagen digital que ve desde su cabina no muestra seres humanos, si no palitos, líneas, sombras. Es mucho más fácil aniquilar una abstracción que la complejidad de un hombre con cuerpo e historia. Es fácil lanzar bombas sobre una imagen mediatizada, que sobre un cuerpo que suplica clemencia. Pero este no es el único ejemplo, también aparece un estudio de varias escenas de trabajadores saliendo de la fábrica de distintas películas de la historia del cine, y la secuencia que construye Farocki nos sugiere cómo la abstracción está en la base de la deshumanización: de la conversión del hombre en cifra. Este es solo un ejemplo radical, un ejemplo extremo de cómo la visión es un órgano que puesto en primer plano y separado de los otros sentidos, produce una sensación de separación del mundo que nos rodea: nos pone a mirarlo todo desde arriba, todo separado; como si no hiciéramos parte de eso que observamos.
Juhani Pallasma (arquitecto) ha dicho que el ojo es el órgano de la distancia, y la piel el de la proximidad. Y eso me recuerda a Hellen Keller, que ha sido ciega casi toda su vida, y decía que ella percibía todo cerca, porque la información de los objetos y de las presencias que la circundaban, ella las sentía como reverberaciones (vibraciones) en su piel[1]. Esas afirmaciones me hicieron caer en cuenta de que el sonido es también táctil, y que todo lo que se siente con la piel se siente como algo próximo, cercano, algo de lo que hago parte. Cuando no puedo ver (en la penumbra, con los ojos tapados), incluso el sonido más lejano parece cerca, por que mi piel percibe sus ondas. Lo que se percibe a través del tacto es mucho más difícil ponerle nombre o categorizarlo, mientras que lo que vemos con los ojos está más vinculado con lo que es posible nombrar. Vilém Flusser decía que la visión está más cerca del pensamiento lineal que los otros sentidos, pues la visión está muy vinculada con la lectura, y en la lectura siempre se va de un carácter después a otro: entonces nuestra visión alfabetizada está acostumbrada a eso: primero una cosa, después la otra. Además: el ojo quiere reconocer, ponerle nombre a eso que ve: ah, es un árbol, o es un ojo, o una mesa. Mientras que el tacto, el gusto, el olfato, el oído y la perepción son sentidos que captan múltiples estímulos innombrables e inclasificables (aún sin codificar) a la vez, incluso contradictorios; eso hace que estén menos vinculados con la linealidad. Lo que se percibe con los otros sentidos distintos a la visión es mucho más material, menos lingüístico.
El planteamiento de la exposición de Farocki parece coincidir con la idea de que la visión es el sentido que más apoya el pensamiento lógico, lingüístico, lineal y esto lo hace más susceptible a ser el sentido que nos ayuda a separar, a instrumentalizar, a cosificar. Mientras que la visión apoya el lenguaje, y por lo tanto la abstracción (a través de arbitrariedades que reducen la complejidad para poder volverla código), los otros sentidos parecen vincularse más con el pensamiento concreto (que tiene que ver con la proximidad, con lo múltiple).
Durante el confinamiento escuché el podcast Invisibilia. En uno de los capítulos hablaban del trabajo del músico Bernie Krause, quien dedicó gran parte de su vida a grabar el sonido de distintos bosques. El análisis de sus grabaciones le permitió proponer que entre los animales de cada hábitat se crea una orquestación, no una cacofonía. Avanzar en esta hipótesis junto con científicos, le permitió descubrir que la sintonía de los animales era un indicador de salud de un ecosistema. Por ejemplo, los sapos se orquestaban de una manera entre si y entre las demás especies, que lograban generar la sensación de ser un solo gran sapo, no sapos individuales, y esto los protegía de los depredadores. La intrusión de sonidos externos (como la de aviones, motosierras, grandes poblaciones de humanos viviendo cerca de estas reservas, etc.) causaba un desbalance en la sintonía entre los animales. Este nuevo campo de estudio se nombró como “Ecología del paisaje sonoro” (soundscape ecology). Dice Bernie Krause que la separación del hombre con la naturaleza es lo que ocasiona que este esté por fuera de sintonía. Que para integrarse a esa sintonía habría que escuchar más, y usar ese beat de la naturaleza como un dios que nos permita alinearnos con ella. Eso me hace pensar en que no es gratuita la coincidencia: la palabra ecología remite a lo aural (eco); y podríamos proponer que un ecosistema es literalmente eso: un sistema de ecos; algo que es posible gracias a la escucha.
Pienso en la escucha como aquello que nos permite descentrarnos como sujetos, dejar de ser el centro observador del mundo. La idea del beat como dios me hizo pensar en situaciones corporales que he experimentado como exposiciones y obras de arte en total oscuridad, en la que otros sentidos son los que se agudizan; o también recordé en experiencias de cantar o bailar junto a un grupo. La bailarina Andrea Bonilla me ha explicado una noción que se llama UBUNTU, al que se remiten en la danza afrocontemporánea. Esta bailarina y maestra propone ejercicios en clase en los que todos tenemos que producir un ritmo juntos, y cuando el ritmo se pierde, es el beat de la manada, el que vuelve a integrar al individuo. Lo mismo pasa cuando se está en un coro. Pienso en el sonido y el movimiento como dos medios, como dos registros o formas de experiencia que nos ayudan a entender profundamente la idea de interconexión.
En esta pandemia, durante una clase de yoga pensé: en esta práctica me veo incitada a escuchar partes de mi cuerpo. Por fuera de esta práctica, en la cotidianidad, uno se tiende a relacionar con su cuerpo de manera instrumental (lo cosifico, estoy separada de él, soy su observadora que lo puede manipular a su antojo, es un medio para un fin), mientras que en la experiencia del yoga debo escuchar aquello que supuestamente no tiene agencia, y que la sensación resultante de esa experiencia es la de sentirme unida con el todo, percibir el borramiento entre mi yo y el mundo. Escuchar es dar agencia a aquello que creemos sin agencia, sin voz, por lo tanto es la experiencia de desinstrumentalizar lo instrumentalizable.
Pienso que experiencias corporales que descentran la visión (y por lo tanto la logorrea) como experiencia principal de nuestra mediación con el mundo, nos ayudan a tener una consciencia encarnada de la noción de ecología, de interconexión. Si para construir una consciencia ecológica se requiere una cosmovisión que nos haga descentrarnos como sujetos, las experiencias corporales que privilegian otros sentidos, distintos a la vista nos ponen frente a la sensación de escuchar todo lo que aparentemente –a simple vista- no tiene agencia. Se trata de una idea sencilla: cómo a través del cuerpo, de volvernos estudiosos de ciertas prácticas corporales, podemos ejercer un profundo sentido de la escucha. Y esa experiencia encarnada de la escucha se traduce, abona el terreno para una comprensión más profunda de lo que significa la noción de ecología. La idea es sencilla, y es la obsesión transversal en mi trabajo: cómo experimentar con el cuerpo los conceptos, que generalmente son abstractos; cómo se puede liderar desde procesos corporales una transformación ontológica, epistemológica; cambios de cosmogonía que exigen nuestros problemas actuales. Me da la impresión de que un cambio tan profundo excede los mecanismos discursivos, y que nosotros como profesionales de lo sensible somos llamados a un nuevo estudio de lo sensual; pues la pandemia nos mostró que no solo lo visible actúa. ¿Cómo podemos proponer experiencias que encarnen la noción de lo ecológico, y no solo que hablen de ello, sobre ello, en torno a ello?
[1] Estas dos referencias las tomé de las lecturas compartidas en el grupo de lectura Encarna liderado por Aimar Pérez Galí y Mar Medina en el MACBA.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)