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Sobre complicidades músico-artísticas

Magazine

12 junio 2006

Sobre complicidades músico-artísticas

“Después de escuchar música psicodélica me volví un forofo de la música rock y fui a muchos conciertos. Dos conciertos me cambiaron la vida: uno fue el concierto de Sun Ra en el The Ann Arbor Blues and Jazz Festival, y el otro fue un concierto de Iggy and the Stooges en un bareto de moteros de Wayne, Michigan” (Mike Kelley)


Fusiones, hibridaciones y puntos de interactuación entre contexto musical y artístico. Éste es el tema que pretendo abordar. Para ello, parto de la relación emotiva de Mike Kelley con la música, para mí, uno de los artistas más representativos del contacto entre estos dos campos de producción cultural. Recurro a un ejemplo ya histórico, en lo que a incorporación de elementos musicales en el arte contemporáneo se refiere precisamente por la complejidad que supone relacionar música y prácticas artísticas en la actualidad. De entrada, y aunque desde el ámbito artístico se estén explorando esquemas de presentación sensibles a desdibujar sus fronteras, ambos contextos plantean canales de recepción con el público claramente diferentes.

La sala de exposiciones, el museo, la galería, la bienal… en la caso del arte contemporáneo; el local de conciertos, el disco, el sello discográfico, el festival, incluso la tienda… en el de la música popular. En definitiva, circuitos específicos claramente bien organizados (al menos esa es la intención) para un consumo efectivo por parte del usuario. Un escenario de presentación distinto, una vía de acceso distinta, un ritmo y temporalidad también distinta… ¿significa esto que existe por lo tanto un público distinto? Me gustaría pensar que no tiene por qué, pero…

Plantear el binomio música-arte desde Mike Kelley permite situarse en el ámbito artístico, puesto que la visibilidad de su trabajo se sitúa en el formato clásico de exposición y su esquema de relación visual-objetual. No obstante, gran parte de su obra mantiene una interesante proximidad con la cultura musical. Su participación en la escena underground de los sesenta con Destroy All Monster, banda ruidista cercana a la cultura punk o The Poetics, proyecto musical desarrollado (junto a otros artistas como Tony Oursler) durante su época de estudios en el California Institute of the Arts (Cal Arts), entendido como una especie de colectivo performántico desde el esquema popular de canción – disco – concierto, son algunas de las conexiones con la música que presenta su extensa producción artística.

De todos modos, uno de los momentos de interactuación músico-artística más significativos en la trayectoria de Mike Kelley se encuentra en la colaboración con Sonic Youth, grupo fundamental dentro de la evolución y redefinición del rock contemporáneo. Un ejemplo claro: la emblemática pieza de Kelley Plato’s Cave, Rothko’s Chapel, Lincoln’s Profile culminó en 1986 con una performance en el Artist Space de Nueva York en la que Sonic Youth acompañaba con sus guitarras eléctricas los textos recitados por el artista. Me imagino la performance, el spoken word, el evento… ¿qué tipo de público había en tal auditorio?, ¿estaba el seguidor del trabajo artístico de Mike Kelley? ¿estaba el interesado en la experimentación sonora de Sonic Youth? Realmente no importa.

Mike Kelley muestra en su obra un gran interés por la construcción de la identidad individual, explorando realidades como la infancia, la memoria, la religión y en este caso concreto la música. A mi parecer, lo que atrae a Mike Kelley de la producción musical es precisamente su postura y proximidad como actitud vital. Su capacidad de emoción, trasgresión o alteración de los ritmos preestablecidos le llevan (al igual que a muchos otros) a una relación de entusiasmo, confianza e incluso de fe respecto a la creación y recepción musical. Por sus connotaciones populares, tradicionalmente, ésta parece haber encontrado vínculos de empatía más estrechos con su consumidor, formando parte activa en la definición de nuestra identidad (algo más complejo de afirmar desde el arte). Por este motivo, no es gratuito que Mike Kelley explore la cultura punk como actitud ante el mundo desde sus proyectos pseudomusicales o que Dan Graham, por citar otro ejemplo también histórico, vea en Rock My Religión (1982-1984) a Patti Smith como la primera profeta de una nueva interpretación del entorno llamada “rock”. En estas connotaciones de proximidad entre música e individuo reside uno de los puntos cruciales que define la vinculación sonora desde el arte contemporáneo. Evidentemente, no siempre es este el motivo, pero algunas de estas fusiones reflejan una apropiación de ciertas lecturas entusiastas sobre la producción musical para repensar así otras estrategias de discurso y contacto social desde el ámbito artístico.

Pese a su esfuerzo, tal confianza y repercusión popular, suele ser más compleja y distante cuando de prácticas artísticas visuales se trata, aparentemente más alejadas de los intereses y realidades cotidianas del usuario. La actual redefinición y evolución del museo o centro de arte hacia una lectura más representativa dentro de la esfera pública, ha ocasionado que el sonido, y en este caso concreto la música, se vaya convirtiendo lentamente en material de consumo desde las salas de exposiciones. Un repaso superficial por algunas muestras recientes en instituciones artísticas permite constatar este dato. Voices en la Witte the Witt de Rótterdam (1998) y en la Fundació Miró de Barcelona (1998), Lost in Sound en el CGAC (1999), Sound and Files en el Massachussets Museum of Contemporary Art (1999), Sonic Boom en la Hayward Gallery de Londres (2000), Procés Sònic en el MACBA de Barcelona y en el Centro George Pompidou de París (2001), Volume: Bed of Sound en el PS1 del MOMA de Nueva York (2000-2001) o Raw Materials, archivo sonoro de Bruce Nauman en la Sala de Turbinas de la Tate Modern de Londres (2003) son algunas propuestas expositivas vinculadas, en mayor o menor medida, al elemento sonoro. Tales propuestas implican interesantes cambios en los tiempos y fórmulas de presentación de lo expuesto, aunque con frecuencia, algunas de estas incursiones sonoras desde el espacio artístico, suelen detectarse como poco afortunadas. La relación de dominio claramente visualobjetual, el recorrido físico por las salas y cierta sacralización de la obra artística condicionan todavía la recepción que las propuestas sonoras (ya sean musicales, cinematográficas, performánticas…) tienen desde el museo. Volviendo a la comparación y confrontación concreta entre arte y música, parece que cuando se trata de producción artística propiamente dicha, la relación con el público deviene menos directa, menos evidente. Quizás esto se deba en parte a unos canales de distribución más específicos y a su centralización desde el espacio expositivo, algo que la industria musical soluciona de otra modo a partir del disco como objeto de consumo. Además, la tradición histórica del arte, mucho más extensa que la de la música popular, ha potenciado una lectura más elitista y cultivada del hecho artístico que, aunque se cuestione por las mismas prácticas artísticas desde mediados del siglo pasado, frecuentemente dibuja una barrera respecto a la percepción (popular) del arte contemporáneo. Igual que pasa con registros como la performance, el formato audiovisual o incluso las intervenciones artísticas en el espacio público, la cultura sonora y musical funciona (o puede funcionar) como mecanismo de fisura y deconstrucción del propio contexto artístico. Y esto es algo que, aunque no acaba de mostrarse de manera efectiva, la institución artística parece haber entendido.

Si repensamos ahora el mismo binomio pero desde el campo sonoro, vemos también como las propias estructuras musicales han necesitado en múltiples ocasiones fricciones y contactos con el hecho artístico, entendiendo el hecho artístico como la producción cultural centrada directamente en las artes visuales. Sin ir más lejos, algunos de los trabajos sonoros de Sonic Youth o de algunos de sus miembros, como Lee Ranaldo o Kim Gordon, no encuentran espacios de presentación efectivos desde una estructura discográfica convencional. Buena muestra de esto es la creación en 1997 de su propio sello discográfico (SYR), para así poder explorar libremente, sin excesivos condicionantes comerciales, sus intereses más arriesgados y experimentales sobre el sonido. Un ejemplo significativo lo encontramos en Goodbye 20th Century, cuarta entrega del sello, claramente influenciada por inquietudes ajenas al rock, con versiones de piezas de George Maciunas, John Cage o Yoko Ono. En este caso, el esquema de recepción es el mismo: el disco, el concierto, aunque desde un producto y unos canales de acceso menos populares y mediáticos.

Siguiendo este breve recorrido entre mutaciones e hibridaciones artísticas que desmoronan o desequilibran etiquetas preconcebidas, son destacables también algunos proyectos independientes de Lee Ranaldo, como su disco Amarillo Ramp (for Robert Smithson) (1999), dedicado a la obra de Smithson , o sus instalaciones sonoras, como “6 minutes and 5 seconds” (1997) presentada en el Williamsburg Art & Historical Society de Brooklyn o HWY SONG, pieza audiovisual expuesta en diferentes espacios dedicados al arte contemporáneo, como el Copenhagen Museum of Contemporary Art (1999) o Sonic Boom en la Hayward Gallery de Londres (2000). Lo mismo ocurre cuando profundizamos en la producción individual de Kim Gordon, claramente vinculada a las artes visuales (de hecho, su formación académica es artística), y no sólo des de la creación, sino también desde otras posiciones como el propio comisariado. Un ejemplo: el proyecto Kim’s Bedroom (2000) presentado por Kim Gordon en el MU Space de Eindhoven, propuesta expositiva definida como punto de encuentro entre videoartistas, performers, artistas plásticos o músicos con el objetivo de fomentar los vínculos entre ellos y el propio público.

En definitiva, se podría decir que al igual que Mike Kelley es atraído por el rol de la producción musical y su repercusión desde las culturas populares, Sonic Youth es seducido por la mayor libertad y capacidad de experimentación que (desde la música) parece ofrecer el ámbito artístico. Leídos desde la posición del otro, ambos campos ofrecen a su público otras fórmulas de conexión y debate, traspasando así los márgenes de sus espacios de presentación para abrir así nuevas posibilidades de comunicación entre individuo y producción cultural.

De todos modos, y como apuntábamos anteriormente, no siempre este intento de interactuación y fusión entre ambos contextos es planteada y entendida de manera adecuada. Erróneamente, es frecuente que el sistema arte busque el contacto con circuitos musicales más bien desde un intento de popularización innecesaria, la cual cosa implica el peligro de ofrecer programaciones de calidad inferior a la línea expositiva del museo o centro de arte. A su vez, el contexto musical parece aliarse con lo artístico cuando precisa fomentar cierto elitismo en sus esquemas de presentación. De estas fusiones mal planteadas surgen graves consecuencias y confusiones que acaban repercutiendo, como no, en el público. Quizás, la tarea verdaderamente interesante y compleja sería redefinir la función del centro de arte, incluso del museo, para que la producción sonora no suponga así un complemento menor en su línea de trabajo, un hecho aislado o simplemente una ausencia. Ampliando las líneas de actuación de los espacios artísticos, el sonido y la música se convierten en elemento de discurso y debate desde los espacios dedicados al arte contemporáneo, al igual que lo son dentro de la producción cultural contemporánea.

Si pensamos en el éxito mediático de Sònar, Festival Internacional de música electrónica y arte multimedia celebrado anualmente en Barcelona, vemos que la escena electrónica ha sido capaz de generar un marco de recepción más flexible, en el que lo musical y lo artístico no se presentan de manera tan diferenciada, consiguiendo modelos de presentación no-jerárquicos desde espacios destinados principalmente a las artes visuales, como el MACBA, el Centre d’Art Santa Mónica o el mismo CCCB (Centre de Cultura Contemporánea de Barcelona). En cambio, desde otras manifestaciones musicales, en apariencia menos ligadas a las tecnologías y a los media, como el rock, o el pop las cosas son más costosas, reflejando algunas de las confusiones apuntadas anteriormente. El uso poco riguroso por parte de la crítica musical de la etiqueta de art-rock para definir aquellas propuestas de conceptualización excesiva, la banalización de términos como paisaje sonoro, la proliferación (a veces contraproducente) de recursos videográficos en conciertos de rock, el a veces innecesario disfraz audiovisual del sonido desde la sala de exposiciones o la incorporación superficial de muestras artísticas en eventos musicales son algunos ejemplos de fusiones y complicidades músicoartísticas mal interpretadas.

Para una buen uso de tal binomio, ambos campos han de situarse en posiciones de riesgo y desafío (como la de Mike Kelley o Sonic Youth) con el objetivo de abrir sus ámbitos de actuación e incorporar otras realidades significativas desde sus discursos y lugares de mediación habituales. En este sentido, exploraciones expositivas como Volume: Bed of Sound en el PS1 del MOMA de Nueva York suponen un ejercicio de conexión entre múltiples ámbitos de producción cultural a partir de un esquema horizontal y plural planteado de forma próxima desde el museo. Tal muestra, presentada en 2000- 2001 en formato instalación, con infinidad de auriculares, aunque perfectamente visitable actualmente desde su página web, ofrece piezas sonoras de agentes tan dispares como Arto Lindsay, Laurie Anderson, Vito Acconci, John Cale, John Cage, Pan Sonic, Lou Reed, The Residents o los mismos Sonic Youth. En definitiva, algo casi utópico: producción artística y producción musical expuestas en el museo sin diferenciaciones ni etiquetas preconcebidas.

Recientemente, al comprar, ajeno a cualquier contacto con la noción de institución artística, un recopilatorio-resumen de la breve trayectoria musical de Peter Parker Experience (alter ego de Michel Cloup, miembro de los desaparecidos Diabologum y de Experience, a mi entender, bandas fundamentales en el desarrollo del rock europeo contemporáneo) descubro gratamente que Peter Parker Experience, en 1994 actuó en el PS1 de Nueva York. Otro ejemplo de hibridación músico-artística que abre vías de actuación posibles para que dichas complicidades funcionen.

Finalmente, me da la sensación de que la relación entre ambos contextos desde la producción cultural contemporánea y sus diferentes canales de acceso no es tan complicada. Quizás simplemente hay que aceptar la alteración de las parcelas de poder que tal encuentro supone. Pero claro, esto implica dejar de lado categorías y etiquetas de gran peso histórico, y esto siempre produce cierto temor.

David Armengol (Barcelona, 1974) es comisario independiente y combina su práctica curatorial con otras actividades paralelas como la gestión cultural y la docencia. Le interesa especialmente la música, la naturaleza y el relato, pero desde el ámbito del arte contemporáneo. Es decir, no sabe tocar ningún instrumento, no es un gran aventurero y no domina el arte de narrar. En cierto modo, le basta con que sus pasiones sonoras, paisajistas y narrativas convivan en el formato de una exposición. Por eso siempre piensa en artistas.

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