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En la Revolución de Julio (París, 1830) la gente disparó contra los relojes de las torres. Querían romper el continuum de la historia, explica Benjamin en sus Tesis; inaugurar una nueva época. Hoy en día se vuelven a escuchar muchos disparos contra el tiempo de los relojes, aunque en tratarse de un cariz simbólico e intelectual ya no hará falta avisar a los relojeros para que los reparen. Salvando algunas diferencias, es bastante claro que hay síntomas comunes entre esos disparos de hace casi doscientos años y las críticas actuales: el reloj se ha convertido en el símbolo de una sociedad que es incapaz de romper su monótono tictac, tictac, tictac y que, como un hámster en su rueda, corre desesperanzada, sin saber salir de la precariedad económica y la vulneración constante de sus derechos fundamentales. ¿Cómo es posible, sin embargo, que la insigne imagen del progreso se haya convertido en un perverso símbolo de dominación y de parálisis histórica?
Hace casi setecientos años, cuando aparecieron los primeros relojes mecánicos en las torres de las iglesias y de los ayuntamientos, Europa quedó fascinada con ellos. Ese aparato ayudaba a sincronizar mejor la creciente complejidad social en las ciudades y con el tiempo iría invadiendo todos los ámbitos de la cultura. El reloj mecánico, invento técnico, era mucho más que un producto de la ciencia: permitió avances científicos, como en la astronomía. También se utilizó como metáfora para explicar el cuerpo humano (Descartes), el Estado (Hobbes), la armonía cósmica (Leibniz) y, como es conocido, la economía: la famosa frase “time is money», expresión profética de un padre de la constitución americana, Benjamin Franklin, identificaba este principio fundamental de los tiempos modernos. Como instrumento de control del tiempo, en general, fue recibido como sinónimo de libertad, porque permitía a las ciudades organizar sus ritmos de manera autónoma al de la iglesia y a los individuos gestionar sus propias actividades cotidianas.
No fueron tantos quienes captaron su perversa naturaleza. Shakespeare ya advertía en boca de Enrique IV: “¿Qué demonios tienes tú que hacer con la hora del día? A menos que las horas fueran copas de jerez (…) no veo la razón para que tengas que ser tan superfluo como para pedir la hora del día” (Henry IV)”. ¿En qué términos habría manifestado el poeta inglés su desprecio si hubiera sabido que dos siglos después se utilizaría para controlar el ritmo de los trabajadores en la fábrica, de los soldados en el ejército y de los usuarios de cualquier otro dispositivo disciplinario, como los hospitales o las escuelas?
Actualmente, el reloj no solo es omnipresente en los aparatos más cotidianos como los móviles, los coches o los lavavajillas, ha impregnado la conciencia humana de raíz. Los hábitos sociales se han transformado con el reloj y nuestra manera de pensar el tiempo se basa en el modelo temporal de este aparato. Hemos naturalizado sus cualidades de manera sorprendente. Una de las cualidades del tiempo es el ritmo (de la vida), que actualmente se ha desvinculado de los ciclos naturales y querríamos no pararlo nunca. El sueño se ha convertido en la única resistencia para una sociedad completamente activa las 24 horas de los 7 días de la semana (Crary). Una segunda característica es su infinita fragmentación: si los impresionistas ya manifestaban un síntoma claro de este furor por captar un intervalo de tiempo breve, la fracción mínima de tiempo se volvió invisible pocas décadas después, cuando É.-J. Marey desarrolló aparatos fotográficos para captar intervalos de decenas de milésimas de segundo (Doane). Estaba a punto de nacer el cine. Una tercera cualidad del tiempo del reloj es que este sea igual en todas sus partes, como si no importara quién haga qué y cuándo. En este sentido, propuestas bienintencionadas como la reforma horaria o los bancos de tiempo, que tratan de gestionar las horas de manera diferente a la actual, dependen siempre de este modelo de tiempo abstracto y cuantitativo. Que muchas actividades laborales, como en general esas que definimos como actividades “intelectuales y creativas”se gestionen por horas de trabajo es un absurdo mayúsculo que genera mucha frustración y angustia. Por no hablar del estresante hábito de organizar al detalle nuestro tiempo libre y de vacaciones.
Nuestra conciencia de la temporalidad histórica también ha cambiado por influencia del tiempo cronológico. Por un lado, se ha instalado la preocupación por la obsolescencia de nuestras capacidades y conocimientos en una sociedad que, presuntamente, se transforma en cada momento. Pero hoy el progreso social no lleva implícitas las utopías ilustradas del siglo XVIII ni las revolucionarias del XIX. El horizonte utópico se ha enturbiado en esta atmosfera apocalíptica del populismo y del cambio climático. Ya que los únicos cambios que la mayoría parece desear son las innovaciones tecnológicas y la moda, empieza a ser un lugar común entre sociólogos afirmar que estos cambios son el complemento ideal para poder mantener las estructuras de dominación (H. Rosa).
Al fin y al cabo, si esquematizamos el callejón sin salida posmoderno donde nos han conducido las revoluciones modernas, tenemos que hablar del descrédito de las narrativas de progreso; del consumo nostálgico de las formas del pasado (Estes, Eliasson) que hace burla de su potencial subversivo (Barceló, Koons); de la limitación social de la crítica a una actitud de resistencia (H. Foster), y de la sensación de que la evolución histórica ha llegado a su fin, como si viviéramos en una época de presentismo donde el pasado y el futuro han quedado asimilados en un lento presente (Gumbrecht). Vivimos en una sociedad donde el tiempo más preciado, la inmediatez del “real time”, es la exacta definición del no tiempo, ese que suprime el intervalo temporal. Así no es extraño que corramos por ir a todas partes sin movernos de donde estamos.
Contra la colonización del modelo de tiempo cronológico aquí y por todas partes, la crítica intelectual recurre a términos exóticos y enarbola la bandera del pluralismo temporal: M. Bal habla de historia trastornada/preposterous history (ved su fantástico análisis de la obra de Stan Douglas). Didi-Huberman rescata de Agamben el término de anacronismo para explicar la productividad epistemológica de relacionar un fresco de Fra Angelico con los drippings de Pollock. Hernández Navarro se refiere a obras como las de González-Torres o Pierre Huyghe como activadoras de temporalidades afectivas. Ch. Ross habla de la suspensión (perceptiva) de la historia para profundizar en la obra de Fr. Alÿs. Algunos artistas han trabajado sobre la espera (M. Anson, F. Conesa), el no-hacer (C. Schultz) o la interrupción como forma de resistencia (A. Bernal). Dani Montlleó hace de arqueólogo creativo para imaginar pasados imposibles. Hernández Navarro agrupa conceptos y prácticas como estas bajo el pluralista paraguas de la heterocroníay Graciela Speranza propone hacer de “la experiencia una matriz de temporalidades conflictivas”.
En estos planteamientos se observa el intento urgente y necesario de recuperar el potencial subversivo de muchos pasados reprimidos por la ideología reaccionaria de la época Thatcher-Reagan, aún vigente, y de renovar los imaginarios del futuro. Aun así, pocas de estas ideas superan realmente el Zeitgeistposmoderno. Enunciaré algunas críticas a estos planteamientos heterocrónicos y presuntamente antagónicos, que algún día espero poder desarrollar en un artículo de mayor extensión. Primero, nociones como el anacronismo, la interrupción, la suspensión y la inversión de los tiempos ya eran cultivadas por la posmodernidad, si bien entonces realizaban la función de desacreditar la ideología moderna del progreso. Segundo, un análisis fenomenológico riguroso demostraría que no son posibles vivencias temporales alternativas o heterócronas como las que aquí citábamos fuera de un horizonte de experiencia donde predomine el modelo cronológico (esto en la práctica se puede ver observando los mismos visitantes de los museos, que miran constantemente el reloj y se desesperan cuando una obra de videoarte dura mucho). Finalmente, estas obras se presentan siempre en un contexto institucional (galería, museo) definitorio de la modernidad y, por lo tanto, que posee esencialmente una temporalidad moderna: petrificación del tiempo histórico de las obras, autonomía respecto a los eventos sociales y recepción del arte en el ámbito del ocio. En resumen, tenemos que concluir que los discursos estéticos y las prácticas artísticas vinculadas a la crítica de la temporalidad aún se desarrollan en un contexto demasiado deudor del paradigma contemplativo, de un cierto arte de recepción que no puede desafiar de ninguna manera la temporalidad cronológica que ataca. En el fondo, es su perfecto complemento dialéctico, y podríamos pensar que hasta un cierto punto también lo consolida.
Womanhouse (extract) – Faith Wilding, Waiting from le peuple qui manque on Vimeo.
Creo que hay opciones para superar este formalismo temporal sin tener que quemar las obras de arte ni derruir los museos. Pero hace tiempo que he superado el espacio acordado como para poder hacer más que sugerirlas. Para mí son inspiradoras las ideas nietzschianas de: a) rehuir el historicismo y, así, b) dar fuerza al presente a través de la iniciativa (activa, no simbólica). Varios tipos de prácticas artísticas, como el comisariado social o colaborativo, los proyectos artísticos de participación social y la colaboración con entidades de la economía material ofrecen un camino lleno de posibilidades.
(Imagen destacada: Raqs Media Collective, Now/Elsewhere, 2009)
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)