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En Strata, de Ariadna Guiteras, una Voz ancestral que cruza la historia se ve envuelta en “una romántica historia de poliamor en el Antrobsceno”. Con este término Jussi Parikka se refiere al espejismo de una falsa promesa: la de una tecnología redentora que vuelve más sana nuestra relación con el medio ambiente. La historia de poliamor que mantenemos con nuestros dispositivos y que nuestros dispositivos mantienen entre sí gracias a una extensa red de relaciones materiales es una relación tóxica. La Nube perfora la Tierra. Vivimos en la Tercera Era del Carbono. El plastiglomerado con el que intima la Voz de Strata será parte fundamental de nuestro legado geológico. Una sonda espacial que apunta hacia la Tierra. El mensaje son los media. El software es materia. Arqueología de un futuro medioambiental residual. El contenedor de basura es un laboratorio de la Plastifera, cuyas formas de vida quizás también se preguntan, como hizo Arthur Clarke, por qué este planeta se llama Tierra cuando es Océano.
En el Antrobsceno los seres humanos somos una fuerza geofísica junto a los deseos corporativos que instrumentalizan nuestras vidas en beneficio del capital. Un capital que desde hace más de un siglo es El Capital. La bestia mitológica por excelencia de nuestro presente. Feroz, impune y omnipresente. Capaz de hacernos creer que no hay una alternativa posible, ni siquiera en ese reducto de libertad que podría ser la imaginación. Tal es su fuerza que ha dado nombre al Capitaloceno, un término más controvertido y con menos cómplices que su hermano mayor: el Antropoceno. El Capitaloceno es de herencia marxista, un revenante de la Modernidad en un presente que tiende a creer que es posible enterrar el pasado. El hechizo del progreso sigue dominando nuestras vidas y nuestra comprensión del mundo. Antes nos dirigía hacia una victoria sin adversario; ahora nos dirige al fracaso, al desastre total. El enemigo somos nosotros mismos. Pero la condecoración nos la hemos puesto nosotros. Somos la gran fuerza geológica del planeta.
La ciencia-ficción, que tanto hemos alabado para pensar el futuro, nos ha proporcionado numerosos Apocalipsis que siguen colocando al Hombre -que no al ser humano- en el centro de sus imaginarios supuestamente alternativos. El relato no deja de ser teleológico. Y heteropatriarcal. Como en todo, hay necesarias excepciones. The Female Man, de Joanna Russ, no presenta la posibilidad inminente o latente de un trágico final para la humanidad. Imagina lo inimaginable: elimina al actor principal que domina la ecuación mundo/futuro y desintegra sin violencia la simbiosis entre extractivismo y tecnología. The Female Man borra despreocupadamente a los hombres del futuro, intercambiando el desierto post-apocalíptico por el sosiego de un mundo científicamente muy avanzado en el que las mujeres eligen de manera voluntaria construir una sociedad agraria durante siglos. La utopía rural de Russ se vuelve real en la actualidad mediante el deseo y las recomendaciones de aquellos que han entendido que las ciudades no son el resultado natural de la Historia -nada lo es- sino una elección ideológica inconsciente. Quizás para pensar el futuro nos hace falta más ficción-social y no tanta ciencia-ficción. Quizás, para que ese futuro exista, nos hace falta empezar a dejar de pensar que las soluciones se encuentran en él. O en nosotros.
La mayor parte de las historias de la ciencia-ficción están orientadas a un mismo fin: el fin de la Historia. Un relato que es simplemente uno de los relatos posibles. Un relato que es ajeno a la vida (y la no-vida) de muchas otras entidades, pero que ha terminado por apropiarse de ellas, usurpándoles el derecho a una historia propia que no comprometa su supervivencia. Una no-historia. El fin de la Historia es una meta supuestamente involuntaria que también está arraigada en el relato teleológico que comparten Capitaloceno y Antropoceno. Un tema que ni siquiera es nuevo, que nace con ella, y que sólo se agotará cuando este final realmente suceda. Con el Antropoceno somos más conscientes de los efectos transformadores de la actividad humana sobre el planeta que con el Holoceno. Pero es una categoría tan dramática como todos aquellos finales del mundo que pronostica. Un término ideológico que, debido a su herencia etimológica, ni siquiera nos incluye a todas. El antropos es parcial. Es el hombre universal, blanco y occidental. Aquel que ha inventado la locomotora de vapor o los explosivos. El mismo que ha diseñado la importancia del carbón, del petróleo o del litio dentro de la economía mundial. El Antropoceno es eurocéntrico. En su reparto histórico de culpas acusa a la Revolución Industrial, un acontecimiento realmente pequeño que eclipsa el resto de relaciones mundiales que trabajan en la transformación del planeta. El Antropoceno es arrogante y antropocéntrico. Sigue poniendo al ser humano en el centro de fuerzas de una acción descentralizada. El Antropoceno es una ficción, una mito-auto-poiesis. Como dice Haraway -a quien menciono ahora pero que está presente en todo este texto- “es difícil contar una buena historia con un actor tan malo. Los malos actores necesitan una historia, pero no toda la historia.”
El Antropoceno es neoliberal. Su aparato social es pesado y fatigosamente burocrático en la búsqueda de unas soluciones que sólo son válidas si siguen beneficiando al capital. Las energías renovables simplemente renuevan los contenidos y estrategias del neoliberalismo. Intercambian unos recursos y necesidades por otros dentro del mismo paradigma de dominación con el entorno. La burocracia, inscrita en el código genético del neoliberalismo, es algo que Mark Fisher supo disociar del comunismo, tan digno como el primero del Extractivoceno, la categoría con menos éxito de toda esta élite onomástica que intenta abarcar interacciones que no podemos contener. El Antropoceno es clasista. Como término, ha sido naturalizado por la clase intelectual de las zonas más ricas y privilegiadas de la sociedad occidental, siendo poco útil para pensar otras sociedades y otras formas de interacción y relación, humanas y no humanas. El Antropoceno es un estado de excepción posthumano que aparece cuando ya no es posible seguir viviendo en la Historia. El Antropoceno no nos sirve, tampoco el Capitaloceno. El problema aquí no es la terminología, sino los efectos materiales que producen y reproducen los discursos. ¿Y entonces?
Haraway abre la posibilidad de pensar desde un relato inacabado en el que lo subversivo deriva de un posicionamiento más humilde. El Chthuluceno. Un relato en el que somos un elemento más dentro de una maraña de relaciones y entidades en continua transformación. Todos somos compost. Un relato en el que las formas mitológicas son otras. Son terrenales. Perseo como aliado de la Medusa. Medusa como aliada de la humanidad. Atenea nunca fue huérfana. Gaia como un nombre que contiene muchos otros nombres. Diosas con cuerpos mutantes y dimensión sensorial. Cuerpos de cuerpos. Sistemas de sistemas. Enjambres, corales, liquen. Lynn Margulis: el genoma como registro de la actividad de los organismos. El homo que se transforma en humus. La tierra como un sistema complejo que se adapta y que es capaz de absorber los golpes para transformarse en un espacio viscoso y no en un descampado árido. Pero incluso los desiertos están llenos de vida. Relaciones de parentesco que no vienen determinadas por la consanguinidad. Tentacular y no testicular. Una macro-micro-historia de poliamor sin la toxicidad del romanticismo. Un tiempo transformativo y no catastrófico. La interacción se convierte en intra-acción. El feminismo como vía para otro posicionamiento ético que sí ha sabido desvincularse del antropocentrismo. Lo impersonal es político. El Chthuluceno como aquel mundo en el que es tan importante morir bien como vivir bien. En presente continuo y no en futuro.
(1) Donna Haraway
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)