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Numerosos tipos de talleres pueblan los espacios del arte contemporáneo. Hay talleres de artistas, hay obras de arte que son talleres, hay talleres donde se conversa, otros donde se debaten cuestiones propias de la producción del arte y su inscripción institucional, donde se discuten sus dimensiones políticas, o donde se aprenden habilidades técnicas concretas. Además de todos estos talleres que imaginamos hay incluso talleres en principio ajenos a la práctica artística pero cuyas formas, integrantes y contenidos han sido hace tiempo incorporados al sistema arte, por distintas razones y por distintos agentes.
Hoy, la ubicuidad del taller como tropo artístico se puede explicar de muchas maneras. En el contexto europeo, por ejemplo, ésta ha sido relacionada con el fracaso del estado de bienestar y los vacíos dejados por sus enclenques políticas culturales. A finales de los 1990 críticos como Claire Doherty y Alex Farquharson hablaron del Nuevo Institucionalismo, un paradigma curatorial hervido en los espacios gestionados por artistas que más tarde migró a instituciones como museos y centros de arte supliendo algunas de las carencias sociales y culturales que estados y gobiernos municipales no supieron satisfacer. Prácticas de carácter social, como talleres y proyectos comunitarios, afianzaron su presencia en la programación de estos centros, a la vez que se “reconocía la experiencia cultural [como] el componente primario de la regeneración urbana”, en palabras de Doherty[[Claire Doherty, “The Institution is Dead! Long Live the Institution! Contemporary Art and New Institutionalism”, en Engage, no. 15 (verano 2004)]]. Dentro de este paradigma, el centro de arte se volvió laboratorio para el testeo de nuevas formas de interacción social y producción cultural, y los talleres cumplieron un papel importante en la fenomenología de estos experimentos. Este paraguas acogió el florecimiento de nuevas pedagogías, así como la solidificación de los departamentos de educación como piedras angulares de los museos europeos de arte contemporáneo.
Pero también fue suelo fértil para la reificación de prácticas que, lejos de perseguir el engranaje entre el centro de arte y la comunidad, agudizaron la brecha de clase entre los artistas y los no artistas. Incorporando las formas y la retórica democráticas del formato taller, talleres con nombres como Rirkrit Tiravanija y Marina Abramovic, además de millones de otros más o menos conocidos, pueblan hoy los espacios del arte, funcionando sobre los códigos de exclusión de la negatividad de las vanguardias. Sin embargo, las dos variaciones extremas del tropo taller que aquí he expuesto están lejos de ser producciones autóctonas de los centros de arte europeos en el cambio de milenio; como es frecuente, sus formas ya se habían probado válidas en otros contextos antes de su apropiación. Quiero dedicar el resto de este escrito a tres casos importantes que recuerdan el carácter necesariamente político, productivo e inclusivo que el taller aún conservaba en sus primeras asociaciones con las prácticas artísticas de vanguardia a finales de los 1960s: la relación entre obreros y artistas en Argentina, los grupos de concientización feminista en California, y el trabajo político y educativo del alemán Joseph Beuys.
Entre 1966 y 1970, las prácticas artísticas desmaterializadas, con énfasis en las relaciones sociales constituyentes del sistema arte, demostraron ser de gran utilidad para evadir la vigilancia y disciplina que el régimen del dictador Juan Carlos Onganía impuso sobre las artes en Argentina. Imbricada en esa salvaguarda también estuvo la voluntad de formular nuevos espacios epistémicos y de circulación para el trabajo de artistas disidentes. El I Encuentro Nacional de Arte de Vanguardia (Rosario, 1967) es un buen ejemplo. Formuladas como un encuentro de discusión académica, estas jornadas sirvieron de foro de debate sobre las condiciones de producción del arte, el análisis de sus relaciones institucionales, y el trazado de redes de solidaridad con otros sectores de la sociedad argentina igualmente perseguidos por el régimen del momento, como el sindicato tucumano de trabajadores de la industria azucarera. La experiencia no sólo abordó una revisión ontológica sobre el arte disidente, sino que trazó estrategias prácticas para asegurar la viabilidad de su producción y su supervivencia en un clima altamente hostil[[Paloma Checa-Gismero, “El I Encuentro Nacional de Arte de Vanguardia: una experiencia de arte como investigación”, en Raquel Caerols (ed) La praxis del artista en el proceso creativo. Creación artística versus investigación en las artes. (Universidad Nebrija: Madrid, 2013)]]. En este precursor del taller contemporáneo de crítica institucional, los participantes actuaron como académicos, sindicalistas, y organizadores comunitarios. Su debate produjo un nuevo modelo de trabajo, basado en la solidaridad de clase: el conocido festival Tucumán Arde (Rosario, 1968).
Durante seis semanas a principios de 1972, Womanhouse estuvo abierta al público en Mariposa street, Los Angeles. Extensión del programa universitario de arte feminista en CalArts, esta experiencia estuvo dirigida por Judy Chicago y Miriam Schapiro, pero contó con otras 31 mujeres participantes. Este proyecto colaborativo a gran escala derivó de las prácticas dialógicas de concientización que activistas feministas empleaban entonces para abordar problemas tales como, por ejemplo, el reparto desigual del trabajo doméstico, la salud sexual y reproductiva, la igualdad de derechos en el espacio de trabajo y la violencia de género. Womanhouse acogió instalaciones, grupos de trabajo y discusión, y ciclos de performance, buscando la traducción de aquellos debates a códigos plásticos. Se convirtió además en un contexto de aprendizaje técnico, en el que se enseñaba el uso de herramientas, equipos electrónicos y técnicas de construcción a mujeres. Como dicen en el ensayo inaugural: “la antigua actividad femenina de hacer un hogar se llevó a proporciones fantásticas”[[Norma Broude y Mary D. Garrard, eds., The power of feminist art: the American movement of the 1970s, history and impact (New York: H.N. Abrams, 1994)]].
También en los 1960 está la práctica educativa y política del alemán Joseph Beuys. Si bien su trabajo plástico ha sido hace tiempo incorporado en las narrativas hegemónicas sobre el desarrollo de una noción de arte autónoma y autorreferencial desde las neovanguardias, es cierto que en el núcleo de su práctica existe la enunciación del arte como articulador de una conciencia de comunidad que trasciende la estrictamente artística. En sus esfuerzos por enmarcar su trabajo dentro de una lucha política, el taller ocupa un lugar central. Tanto dentro de la Academia de arte de Dusseldorf como fuera, en incontables situaciones educacionales, Beuys y sus colaboradores problematizaron la política económica y medioambiental alemana, las intervenciones militares de EEUU en Vietnam, y la racionalidad de la burocracia[[Claudia Mesch y Viola Michely, eds., Joseph Beuys: the Reader (London: I. B. Tauris, 2007)]]. Los talleres de Beuys operaron desde la asunción de la autodeterminación como táctica artística y política, pero persiguieron objetivos que trascienden el ámbito del arte.
Al cerrar los ojos y pensar en la ubicuidad del tropo taller en los espacios de la industria del arte contemporáneo, sin duda vienen a la mente diversos ejemplos y posibilidades. Pero hay un tipo de taller que ocurre con demasiada frecuencia. Al pensar el uso que Nicolas Bourriaud le dio a los términos estética relacional a finales de los 1990s, hay que recordar también el contexto inmediato en el que se sitúan los ejemplos que el curador francés cita. Un espacio como el Palais de Tokyo, en extremo aislado de los múltiples procesos políticos activos en la ciudad de París, será siempre un escenario insuficiente para inaugurar un nuevo arte basado en las relaciones sociales. Si éste es el inmediato referente para nuestra idea de taller, no sólo obviaremos décadas de trabajo con este tropo en los márgenes del sistema arte, si no que pecaremos de un hedonismo apoyado en la creencia de que la producción de símbolos es autónoma, como el aire, que nos viene dado porque sí.
Cada vez aprecio más cuando este sistema en el que nuestra práctica se inscribe, con valentía asume revisar las fracturas materiales y epistemológicas que lo sustentan. Me gusta cuando se llama “taller” al espacio donde pensar qué retóricas y prácticas pueden hoy honrar la historia inclusiva, colaborativa y programática que hizo fuerte a esta palabra.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)