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En los últimos años, por ser esta una de las líneas principales del centro de artes Santa Mònica, he tenido la oportunidad de trabajar con muchos colectivos artísticos, algunos ya existentes y otros creados por la acción institucional. Y con algunos de ellos he podido conversar sobre un síntoma cada vez más evidente y, en mi opinión, preocupante: la tensión creciente entre el tiempo institucional —o sus ritmos, si preferís— y el de los colectivos que trabajan con ella.
Si me preocupa este tema, ahora desde el Santa Mònica y antes desde La Escocesa, es quizá porque mis siete años de trabajo dedicado en exclusiva a estos lugares no han borrado la profunda huella que me dejó más de una década como trabajador «cultural» —entrecomillado porque, aun viviendo de cualquier otro empleo, me empeñaba en pensarme así— autónomo y precario. Precario por una colección de trabajos dispares y sin continuidad, mal pagados o sin pagar, sustentados por el entusiasmo, la retórica del sacrificio y la necesidad curricular, con constantes bajas y altas en hacienda y, por carecer de sustento y una familia acomodada, meses sin poder alquilar una habitación por querer seguir trabajando en lo que debía. Y precario también por una ausencia de red y continuas dudas sobre quién era y por qué hacía lo que hacía.
Esos años estuvieron marcados por la crisis económica del 2008 y la sensación generalizada de que poder trampear, vivir, tomar una cerveza con el dinero de un trabajo deseado y con el que poder expresarse era un raro privilegio. Pero las obvias dificultades económicas velaban otro profundo malestar: la tensión entre el tiempo aparentemente objetivo de la institución y el visceralmente subjetivo que cada persona acarrea consigo, con el que tenemos que arreglárnoslas. Lo dejábamos todo de lado cuando la institución llamaba proponiendo una única e inaplazable reunión. Los tiempos y deseos propios se aplacaban cada vez que un centro de arte hacía un gesto de reconocimiento diciéndonos «te quiero». La posibilidad de trabajar pasaba por encima de todo lo demás, incluso de algo tan íntimo como nuestro propio ritmo.
Hoy esto sigue ocurriendo, y más en otros lugares. Una aceleración desbordante doblega cada minuto en cada ciudad los ritmos de las personas con trabajos más inestables. Repartidoras en Glovo, conductoras en Cabify, limpiadoras en MyPoppins lo dejan literalmente todo de lado cada vez que les vibra el móvil, so riesgo de penalización algorítmica y el aterrador fantasma del desempleo. Y ¿no estarán hoy todas las personas autónomas sometiendo sus ritmos a las caprichosas exigencias del capital, en forma de miles de notificaciones que hay que atender al instante y dejarlo todo en suspenso?
Pero en el sector cultural llamado institucional, en un contexto distinto al de 2008, parece haber una mayor consciencia sobre lo que antes estaba tan velado. Hoy la gente empieza a prestar mayor atención y cariño a su tiempo, reivindica sus ritmos. Y eso provoca que la tensión con los tiempos institucionales esté manifestándose al fin como síntoma.
¿Qué ha cambiado desde el 2008? Mi impresión es que hoy la institución puede tener más en cuenta la conciliación familiar, el multiempleo y las disponibilidades personales. Incluso algunas de ellas —ni por asomo todas— tratan de negociar con diversidades diagnosticadas, certificadas y, por tanto, con tiempos alternativos de producción. Pero la institución sigue siendo ajena al reconocimiento de las subjetividades y al gran abanico de temporalidades no dictaminables que conllevan. Y es ahí, precisamente, donde hay que andar.
Porque la institución tiene la responsabilidad de reconocer y asimilar que no puede equiparar sus ritmos a los de cualquier individuo con quien trabaje. Cuando los pone al mismo nivel, está realizando un violento ejercicio de poder.
Una institución no solo está formada por diversas personas que pueden reaccionar a las crisis, sino que cuenta además con mecanismos que pueden apuntalarlas. Pero nadie tiene, a nivel individual, estas ventajas. La persona está sola. Debe amoldar a las normas externas su subjetividad, sus vulnerabilidades que asoman, de las que incluso puede no ser consciente y son capaces de dejarla en una situación de gran fragilidad. Esta es la desigualdad radical que debe asumir la institución cuando realiza la compleja operación de negociar sus tiempos con los ajenos.
Pero eso no invalida otra cuestión importante: la institución también está formada por personas. Y estas, a pesar de estar apoyadas y protegidas —solo en ciertos casos— por los mecanismos institucionales, están también atravesadas por vulnerabilidades subjetivas que pueden comprometer profundamente a los tiempos de la institución.
Hasta aquí me he referido a la relación que se establece entre los ritmos institucionales y los de las personas que trabajan en o con ella. Pero ¿qué ocurre en la relación de la institución con los tiempos de un colectivo, que era mi pregunta inicial? Para entrar en ello, empezaré compartiendo mi punto de vista —influenciado por los análisis del filósofo griego Cornelius Castoriadis y la psicoterapia institucional— sobre qué es una institución.
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En la barra de un bar, tres personas discuten acaloradamente sobre el artículo publicado la semana anterior en A*DESK. Sus opiniones enfrentadas los sujeta a la conversación hasta la hora de cierre. Al salir, coinciden en lo anómalo de la escena. «No es habitual», dicen. «Deberíamos repetir el próximo jueves».
Las semanas y los encuentros se suceden, y un día deciden fijar dos sencillas normas: la cita será periódica, en un horario convenido, e implicará el compromiso de haber leído el último artículo publicado en esa revista. Para fijar la regularidad, le piden al gerente del bar que les reserve semanalmente una mesa apartada.
El grupo ha realizado una acción instituyente: ha reconocido a sus integrantes, ha definido las relaciones que se dan entre ellos y ha fijado un marco normativo que responde y protege a esas personas y relaciones. A partir de entonces, si una cuarta persona quisiera añadírseles, lo haría en un grupo instituido, en una institución. Y quizá no podría ya modificar ni el requisito de las reuniones —porque los artículos de A*DESK son el objeto de esa institución— ni la hora de encuentro —porque depende ahora de otra institución, el bar.
Esto es una institución: las personas que reconoce, las relaciones que estas establecen y el conjunto de reglas que de ellas se desprenden. Pero cualquier institución es interdependiente, y por eso sus normas implican un diálogo con otras instituciones. Cuando consensúe la hora de encuentro semanal, el grupo no solo deberá contrastar la disponibilidad de sus miembros, sino también supeditarse a lo que otra institución ha marcado como norma propia, el horario de cierre del bar.
Si estamos de acuerdo hasta aquí, no hay distinción esencial entre institución y colectivo. Al contrario que en la relación entre institución e individuos, entre los cuales sí existe una separación radical, la diferencia entre institución y colectivos es más bien de grado: consiste en qué personas, qué relaciones, qué marcos normativos están en juego en cada caso, y en las instituciones con las que cada cual deberá negociar.
De eso se desprende que los tiempos institucionales y los colectivos tampoco sean radicalmente distintos. La institución puede tener sus propios ritmos como el colectivo puede tener los suyos. Asumir eso, que no hay diferencia radical entre el tiempo institucional y el de cualquier otra colectividad, puede ayudar a comprender de dónde parte la creciente tensión entre ambos y, como colofón, adivinar qué es lo que está alimentando un falso binarismo entre lo que llamamos «una institución» y lo que llamamos «un colectivo «.
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Retrocedamos. ¿Qué ocurre si ese grupo ahora de cuatro personas, incapaces de coincidir en otro momento, le propone al gerente del bar reservar su local a las doce de la noche, fuera del horario habitual? Lo más probable es que, para no entrar en detalles, el gerente se refiera a la hora de cierre como algo inalterable, es decir, instituido. Diría algo así como: «es una norma que yo también debo acatar».
Este es precisamente el ejercicio de opacidad, el ejercicio de poder que cualquier forma instituida tiene la potestad de hacer —y que eso a lo que comúnmente llamamos «las instituciones» han venido haciendo desde sus albores con impunidad. Hacerlo, referirse a la propia institución como una colectividad exclusivamente instituida, inalterable, regida por un marco normativo ante el que nada se puede hacer, es siempre una simplificación tendenciosa.
El gerente está dando por hecho que su horario de apertura se apoya en reglas de otras instituciones de las que depende: el Estado, los sindicatos, el municipio con sus normativas horarias o la familia que marca los tiempos de trabajo y ocio. Y es cierto que eso rige su horario. Pero justamente, en la acción de opacar toda esa red institucional, al presentar su bar como un marco instituido, cerrado, al ocultar la compleja trama de personas, relaciones, leyes e instituciones que hay tras una sencilla norma como el horario de su local, cierra la puerta a una evidencia: que en ninguna institución está agotado su impulso instituyente.
Es preciso y urgente que desde las instituciones culturales empecemos —las personas— a hacer un ejercicio radical de transparencia sobre sus ritmos. Debemos ser capaces de mostrar de dónde proceden los marcos normativos que van a definir los tiempos de trabajo de las personas y colectivos con quienes va a relacionarse. Ser capaces de mapearlos o diagramarlos puede ser una excelente forma de mostrar qué tiempos están instituidos y cuáles son instituyentes, y eso puede abrir la puerta a una negociación verdadera entre las distintas estructuras que van a tener que implicarse en la difícil negociación entre ritmos internos.
Los tiempos de «una institución» y las de «un colectivo», pues, no son esencialmente distintos. Su mayor diferencia radica en cómo estos tiempos son utilizados —o no lo son— para ocultar las leyes, relaciones y sujetos que yacen bajo la piel. Abandonar este uso tendencioso y, al contrario, compartir el sentido del tiempo propio, su genealogía, las leyes en las que se sujeta, los consensos sobre los que se ha formado, es el ejercicio necesario para que los colectivos expriman su fuerza institucional y las instituciones gocen de su condición colectiva. Para que el tiempo no nos enfrente, hay que empezar a hablar de él.
[Imagen destacada: György Ligeti. Poème Symphonique für 100 Metronome. (Imagen de la representación en Sceanet Rued Langgaard Festival 2016)]
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)