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Usted aprieta el botón, nosotros hacemos el resto

Magazine

07 mayo 2018
Tema del Mes: RepeticiónEditor/a Residente: A*DESK
Foto: Cristina Garrido

Usted aprieta el botón, nosotros hacemos el resto

Con esta frase publicitaba George Eastman en 1888 un nuevo sistema fotográfico ágil y barato, diseñado desde su fábrica, la Kodak. Doce años más tarde, lanzó al mercado la cámara “Brownie”, con la que por un dólar todo el mundo tenía acceso a realizar sus propias “instantáneas”. La producción de imágenes se volvía así accesible a todo el mundo. Pero el verdadero negocio residía en el control de los materiales necesarios para el revelado y la copia, teniendo durante más de la primera mitad del siglo XX el monopolio mundial de la creación y copia de fotografías.

Más de un siglo después, en octubre de 2015, dos escenas se sucedían:

Primero, Cristina parecía no dejar de jugar con su teléfono móvil. Miraba en él y se dejaba mirar por él. Un día, comenzó a fotografiarse repetidamente, cada mañana y cada noche durante una semana, y publicó metódicamente su “selfie” en sus perfiles sociales.

En otro momento, Ana comenzó a seguir en las redes a Dalila, una joven argentina que se retrata en su casa y en eventos. Acababa de publicar la primera foto en su web Tumblr.com. Repasando su página, el 85% de sus fotos eran de ella misma posando, exhibiéndose. 1.273 usuario llegarán a seguirla en Instagram y contará con 82 suscriptores en YouTube.

Desde la primera Kodak hasta el perfil digital en una plataforma en red, hemos pasado de tener la capacidad de multiplicar imágenes y sus copias y de forma masiva, a la repetición incesante, ya no de la imagen, sino del gesto de su producción. La llegada de la fotografía accesible a las masas – igual que la del automóvil o cualquier objeto que se pudiera producir en serie y a bajo costo – se leyó cómo un acción liberadora y democratizadora. Se emancipaba la capacidad de producción, el aura –religiosa, política, etc.- se perdía y se abría, como explicaba Walter Benjamin, una oportunidad para la producción revolucionaria, en colaboración entre el que realiza la imagen y el que la consume[1].

Benjamin citaba “[la revista] Commune ha organizado una encuesta: <<¿Para quién escribe usted?>>”[2]. Ahora la pregunta podría ser: ¿para quién fotografiamos?.

Las dos escenas anteriores podrían ser meras anécdotas, pero tienen un contexto definido. Cristina es Cristina Garrido, y estaba realizando su obra Clocking In and Out, 2015, donde monitorizaba en las redes su jornada. Ana es Ana Esteve Reig, y así comenzaba su investigación sobre la protagonista de su vídeo El documental de Dalila, 2016, una chica que se crea una doble vida a través de un perfil virtual, como una pseudo-celebridad. Las dos proponen una reflexión sobre este flujo repetitivo de imágenes que se producen y su distribución en un clic. Vilén Flusser ya imaginaba en 1985 una sociedad centrada en nuestros dedos y en sus acciones (digitales), fundamentalmente, apretando botones, y en la circulación de imágenes (también digitales): “Las imágenes técnicas no son espejos sino proyectores: proyectan sentido sobre superficies, y tales proyecciones deben constituirse en proyectos vitales para sus espectadores. Las personas deben seguir los proyectos. Surge una estructura social nueva, la de la “sociedad informática”, la cual ordena a las personas en torno a las imágenes”.[3]

¿Qué significados se crean, o no, entonces, en estas imágenes y en su flujo? ¿qué espacio común se define en su forma y en sus contenidos?

La muestra repetitiva del propio yo, siguiendo a Boris Groys[4], supone una esclavitud a un sistema de exposición continuo. El cuerpo del autor se transmite como una imagen construida. El productor se vuelve en sí mismo imagen, sujeta “de manera radical a la mirada del otro, a la mirada de los medios”. En esta operación contemporánea no existiría ya el objeto imagen, sino que el producto es el autodiseño de uno y su distribución, en un “complejo juego de descolaciones y recolocaciones, de deterritorializaciones y reterritorializaciones, de de-auratizaciones y re-autorizaciones”. En un tejido social totalmente estetizado, la producción de uno mismo a través de repetición de estrategias banalizadas, crea una trama de imágenes abocadas a la superficialidad.

Este contenido presentaría en palabras de Hito Steyerl[5] “una instantánea de la condición afectiva de la muchedumbre, su neurosis, paranoia y miedo, así como su ansia de intensidad, diversión y distracción”. Las imágenes multiplicadas y replicadas en todo tipo de dispositivo circulan a toda velocidad en redes globales anónimas. Se caracterizan por su falta de definición y calidad en comparación con las imágenes originales. Son, citando de nuevo a Steyerl, imágenes pobres, que “… ya no tratan de la cosa real, el original originario. En vez de eso, trata de sus propias condiciones reales de existencia: la circulación en enjambre, la dispersión digital, las temporalidades fracturadas y flexibles”.

La desmaterialización y desterritorialización de la imagen remiten a un sistema neoliberal. Partiendo de la idea de democratización de las posibilidades dadas por la plena capacidad de producción y accesibilidad, estas mismas características de productividad generan un efecto contrario, en el que lo que finalmente se explota es la libertad.

Mi análisis se ha centrado en el contenido y la circulación, pero también existe una repercusión sobre la posibilidad de emancipación desde la perspectiva de lo formal. Materialmente, la imagen digital se reduce a una serie de impulsos y códigos binarios y abstractos. Como define Hansen[6], nos encontramos en un espacio donde el cuerpo es expulsado para ser holograma controlado. Esta alienación restringiría nuestra capacidad de actuar con conciencia individual desde la percepción de lo sensible.

Ante este escenario ¿dónde queda la dimensión política de la imagen, entendida como capacidad de creación de pensamiento crítico? ¿Cómo repensar este gesto productor repetitivo como posibilidad de contenido y no como copia vaciada de significado? Pensemos en actuar desde los circuitos independientes, descolonizados del capitalismo. Se exige una movilización, no un derrotismo. Duchamp planteaba la no acción, la no producción casi como única revolución posible para la superación del sistema[7]. Pero también, aunque de manera ambigua, usó la producción en serie como boicot, gesto que amplió Beuys con sus series casi infinitas ¿Pero existirían otras opciones de actuar críticamente desde la redefinición de la copia? En China existe el concepto Shanzhai. Como explica el filósofo Byung-Chul Han[8], lo copiado no tiene menos valor que lo original. Se convierte en un lugar de construcción a través de la reflexión y actualización en nuevos contextos, de ampliación y mejora de la idea. Un lugar de nuevas posibilidades y no de anulación o alienación. Superando la actitud de Bartleby de “prefería no hacer”, se plantea el reto de repensar la creación de imágenes más allá del original, de la copia vaciada por su reiteración y su degradación, para convertir sus datos en una posibilidad de construcción de nuevos significados desde la colaboración activa y no solo apropiacionista contemplativa. Desde una conciencia crítica ilustrada, como nos recuerda Marina Garcés[9], para así “hilvanar de nuevo el tiempo de lo vivible”.

 

[1] Walter Benjamin, El autor como productor. Ítaca, Ciudad de México, 2004.

[2] Op. Cit. 1.

[3] Vilén Flusser, El universo de las imágenes técnicas, Caja Negra, Buenos Aires, 2015.

[4] Boris Groys, Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea, Caja Negra, Buenos Aires, 2014.

[5] Hito Steyerl, Los condenados de la pantalla, Caja Negra, Buenos Aires, 2014.

[6] Mark B. N. Hansen, “Les media du XXIe siècle. Sensibilité mondaine & bouclages projectifs”, Multitudes 68. Automne 2017, Paris, 2017.

[7] Maurizio Lazzarato, Marcel Duchamp y el rechazo del trabajo, Casus Belli, Madrid, 2017.

[8] Byung-Chul Han, SHANZHAI. El arte de la falsificación y la deconstrucción en China, Caja Negra, Buenos Aires, 2016.

[9] Marina Garcés, Nueva ilustración radical, Anagrama, Barcelona, 2017.

Marta Ramos-Yzquierdo está acostumbrada al cambio y a la adaptación. Por eso ha tocado los palos más diversos del campo del arte y la gestión cultural. Ha vivido en París, Granada, Madrid, Santiago de Chile, muchos años en São Paulo, y ahora en Barcelona. Habla y escucha mucho a artistas y otros seres para buscar muchas preguntas, sobre todo, sobre estructuras de poder, formas de percepción y modos de actuar, sentir y vivir.

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