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Modos de no ver

Magazine

07 julio 2025
Tema del Mes: Cuerpos de evidenciaEditor/a Residente: Adam Broomberg & Ido Nahari

Modos de no ver

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Millones de fotografías se producen en una estrecha franja de tierra de pocos kilómetros de ancho. Es difícil determinar la cifra exacta de imágenes. Tal vez sean decenas de millones. Quizás cientos. Desde hace ya muchos meses, las imágenes siguen fluyendo sin pausa desde la guerra en Oriente Medio y el genocidio en Gaza hacia todo el planeta como si fuese algo habitual. De hecho, se convierten en otro paquete más de imágenes en streaming que desplazamos con el dedo sin mirar. Cuando algo se convierte en rutinario, pierde su urgencia. El desastre se ha vuelto rutina. Pero es un desastre partidista. Porque mientras las imágenes de cuerpos palestinos destrozados se transmiten a los medios y las redes sociales con una facilidad cadavérica, ni una sola imagen visual de un soldado israelí herido se ha difundido entre las masas. El daño siempre se muestra en un lado. Solo un lado puede ser herido. Solo un lado es mutilado. Solo uno se compone de cuerpos entre escombros y extremidades desgarradas. Los perpetradores perpetuos son inmunes a apariencias que revelen su propio daño. Son resistentes a las mismas acciones que infligen sobre otros. Por eso, no es de extrañar que algunas vidas valgan más cuando su muerte permanece fuera del encuadre.

Eso no quiere decir que los soldados no pierdan la vida. Lo que queda claro es que el contraste fotográfico entre cómo se ocultan los perpetradores heridos y cómo se resaltan sus víctimas, consolida aún más sus posiciones y priva a las victimas de una agencia significativa. Dos meses después de que Israel comenzara a convertir Gaza en el mayor cementerio del mundo, veintiún soldados de sus fuerzas invasoras murieron en una emboscada. Cuando los periódicos nacionales presentaron la pérdida en sus portadas, los soldados aparecían dignificados. Protegidos del grotesco espectáculo de sus cadáveres, los caídos en combate se mostraban al público en su apogeo, no en su decadencia. Expuestos incluso en la muerte como vivos, los soldados se representaron como sus queridos desean recordarlos: en ataúdes cerrados cubiertos con la bandera azul y blanca, acompañados de fotografías de cuando estaban en plena vitalidad, en lugar de presentar evidencias de sus últimos momentos. Cuerpos santificados, en posición de dominio asegurada.

Portada del periódico Israel Today representando a los soldados muertos como vivos. El título dice: Lo mejor de nosotros. Enero de 2024

Pero no todos los cuerpos mutilados merecen audiencia. Cuando los números empezaron a inclinarse, cuando Israel desató el infierno en la Tierra y generó una cantidad inmensa de cadáveres que superaba con creces los propios, la capacidad del público para asimilar tales imágenes colapsó y la economía de la atención se desplomó. Ninguna persona ni cuenta en redes sociales podía procesar y comprender las interminables multitudes de pérdidas humanas provenientes de Palestina. Pero, dada la enorme cantidad de atrocidades documentadas, algunas estaban destinadas a filtrarse entre las grietas algorítmicas. Mientras un lado está compuesto por una comprensión cualitativa de su victimización, el otro se vuelve cuantitativo. Reducido no a las individualidades separadas y distinguibles de sus víctimas, sino a la pura magnitud de sus cifras. Cientos de miles sin hogar. Millones de desplazados. Docenas de palestinos explotaron en un hospital la semana pasada, decenas más fueron asesinados en un centro de distribución de ayuda privatizado y convertido en campo de tiro. Los rehenes israelíes son reconocidos y mencionados como niños desaparecidos en un cartón de leche. Carteles con sus rostros y nombres exigiendo su inmediato retorno se han distribuido en ciudades de todo el mundo, transitando del ámbito digital al físico; insertándose en el duelo colectivo. En cambio, los rehenes y detenidos palestinos permanecen sin nombre. Eternamente sin rostro; solo una masa anónima. Borrados del registro visual y, por tanto, también del político. El sesgo fotográfico es precisamente el quid de la cuestión. Cuando a alguien se le borra como individuo y se le niega su imagen, llorar su pérdida se convierte en un desafío. La violencia masiva y el genocidio deshumanizan tanto a los muertos como a los vivos.

Fabricar una audiencia para la violencia depende de la producción de imágenes: los matones graban sus abusos escolares y los comparten. Los bromistas suben vídeos mostrando su maltrato a los más vulnerables. No hay duda, el patrón de representación de esta carnicería no es más que una versión exagerada de eso. Y aquí radica una diferencia extraña: en brutalidades y guerras de épocas pasadas, los vencedores deseaban mostrar sus triunfos, fotografiaban sus banderas ondeando sobre parlamentos ocupados o izadas sobre territorios conquistados con sangre. Hoy, sin embargo, ocurre lo contrario. Las imágenes de derrota son ahora las de éxito. Inmediatamente después de que se difundiera la noticia de que la Flotilla Madleen fue interceptada por fuerzas israelíes en aguas internacionales, su ministro de defensa anunció que los activistas a bordo serían obligados a ver las imágenes de los ataques del 7 de octubre. Una forma de tortura que funciona como el de La Naranja Mecánica de Kubrick. Hoy más que nunca, el trauma documentado de un grupo se convierte en un dispositivo para castigar a otros.

Las grabaciones de aquel día infame se convirtieron en un snuff político de gran valor. Los combatientes de Hamás montaron cámaras en sus cuerpos para documentar su matanza indiscriminada. Golpeaban a hombres con rastrillos de jardín. Cazaban ancianos junto a paradas de autobús. Secuestraban niños y exhibían mujeres en camiones en marcha. Imitando, tal vez, un videojuego de disparos en primera persona, sus horribles actos fueron retransmitidos. Pero, por alguna razón, esas imágenes sangrientas no fueron suficientes. A pesar del evidente valor de choque de esos momentos, los medios internacionales y la clase política en Israel seguían buscando una imagen angustiante, una fotografía tan vil, que por sí sola galvanizara a toda su población y al resto del mundo para apoyar sus acciones en la Franja de Gaza. Al no existir, tuvieron que fabricarla. Así que cuatro días después del ataque, The Sun “brilló” con un titular hiperbólico al exclamar que salvajes habían decapitado bebés en una masacre. De igual forma, The Daily Mail afirmó que Hamás había asado bebés en un horno . Nunca se encontró prueba alguna de tales crímenes. Ambas afirmaciones fueron impugnadas en los tribunales y posteriormente retiradas. Pero incluso esta retractación llegó demasiado tarde. La evidencia forense y periodística que desmentía estos hechos no fue capaz de evitar que esa imagen fabricada penetrara en la conciencia pública.

Reciclando fábulas tipo Hansel y Gretel mezcladas con la reactivación del trauma del Holocausto, este incidente irresponsable apunta a corrientes ocultas de una guerra basada en el clickbait. No es, como musitó una vez el poeta estadounidense T.S. Eliot, que “la humanidad no pueda soportar tanta realidad”, sino más bien que exige y fabrica una realidad que no puede soportar. Fabricar la realidad es a lo que se dedica profesionalmente el ejército israelí. En lo profundo de las dunas del desierto del Néguev, la base militar Chicago realiza simulaciones tan bizarras que harían sonrojar a los filósofos posmodernos franceses. Compuesto por una mezcla orientalista de arquitectura árabe simulada, esta base sirve a los soldados como campo de entrenamiento para potenciales guerras urbanas. El entorno ficticio incluye también prácticas de tiro; para ello fotografías impresas de soldados israelíes disfrazados con atuendos árabes étnicos para parecerse a su versión imaginaria de terroristas son usadas como objetivos de tiro. Dejando de lado la proyección racista, la capacidad de un bando en conflicto de representar al otro y crearlo a su propia imagen, permite controlar su existencia.

S/T. Copyright Adam Broomberg & Oliver Chanarin, Chicago (SteidleMACK, 2006)

Con todo lo anterior queda claro que las imágenes fabricadas coexisten en tensión con las verificables. Que la violencia documentada es utilizada como arma, cuestionada y falsificada. Ahora más que nunca, el paisaje militarizado en Israel comienza a resonar con la advertencia que Sigmund Freud hizo hace más de un siglo: “debemos estar preparados para encontrar a quienes tienen la compulsión de repetir actos violentos que ahora reemplazan el impulso de recordarlos”. Frente a esto, emergen dos agrupaciones políticas: quienes se niegan a habitar un mundo de miembros mutilados y escombros humanos, y quienes lo consideran no solo inevitable, sino incluso útil. Por algún motivo, a los que anhelan la obliteración inimaginable de la existencia se les llama realistas.

Adam Broomberg (1970, Johannesburgo) es artista, activista y educador. Actualmente vive y trabaja en Berlín. Es profesor de fotografía en el Istituto Superiore per le Industrie Artistiche (ISIA) de Urbino y supervisor de prácticas del Máster en Fotografía y Sociedad de la Real Academia de Arte (KABK) de La Haya. Su obra más reciente «Anchor in the Landscape», un estudio fotográfico de gran formato sobre los olivos de la Palestina ocupada, ha sido publicada por MACK books y expuesta en la 60ª Bienal de Venecia.

Ido Nahari es escritor e investigador, actualmente cursa un doctorado en Sociología. Anteriormente fue redactor del periódico Arts of the Working Class. Sus escritos han aparecido en numerosos periódicos y revistas. Ha dado conferencias en varios museos e instituciones académicas de Estados Unidos y Europa.

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