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Mi relación con la coreografía tiene algo de rumor. Existe desde la transmisión de un conocimiento a través de terceros que se va incorporando en mí de manera fragmentaria y conscientemente diletante. Desde hace años escucho y leo a personas que la conocen mejor que yo y que tienen una experiencia directa y más continuada con ella, ya sea como coreógrafos, performers, bailarines, dramaturgos, comisarios, programadores o como espectadores especialmente atentos. De hecho, en muchas ocasiones, estos roles se solapan, demostrando el carácter inoperante de las definiciones cerradas a las que alude el lenguaje. La práctica tiende a demostrarnos cómo nuestro cuerpo es una confluencia de diferentes posiciones -a veces contradictorias entre sí- y no tanto una consecuencia coherente y satisfactoria para la ontología de los conceptos. Y, aunque no creo que sea muy importante para la coreografía cuál sea mi situación personal con respecto a ella, sí es importante para mí indicarla. Por el grado de autoridad implícita que hay en la escritura con respecto al habla, pero, sobre todo, porque la coreografía apareció en mi vida con la crítica incorporada sobre la falta de conocimiento de sus propias genealogías y procesos por parte de lo que ha terminado por institucionalizarse como el contexto de las artes visuales. Contexto al que yo pertenezco. Esta vez el lenguaje demuestra la relación disfuncional entre significado y término. El anacronismo del segundo con respecto a la continua actualización del primero. De hecho, la propia coreografía lo evidencia cuando parece estar incorporándose -seguramente no sin fricciones- a las artes visuales. Esta afirmación que parece fácil de hacer desde nuestro contexto, ¿puede también hacerse desde el contexto de la coreografía?
Si pienso en mi relación con la coreografía se me hace inevitable mencionar (de nuevo) a Ania Nowak. Nuestros cuerpos se encontraron en Berlín en 2012, cuando la documenta13 estaba a punto de terminar. Años más tarde, gracias a ella pude conocer cómo se desarrolla un proyecto de coreografia al acompañarla en el proceso que dio lugar a Matters of Touch2. Pero fue a partir de nuestro primer encuentro que la coreografía empezó a ser una palabra habitual en muchas conversaciones sobre arte, especialmente gracias a la propuesta de Tino Sehgal durante aquella documenta, un artista que posiblemente haya sido tan alabado en el contexto de las artes visuales por su inteligente apropiación de uno de los fetiches del arte conceptual, el documento, haciendo que sea la audiencia la que se encargue de documentar sus trabajos. Aquí, la prohibición funciona como detonador del deseo. Y la performance como un nuevo retorno empírico del público, aprisionado en la teoría pese a los intentos de emanciparlo. La audiencia, sin embargo, no parece necesitar de un resurgimiento en el campo de la coreografía porque está presente durante sus procesos y no sólo sus resultados, como me demostraron las conversaciones con Ania Nowak cuando preparábamos Matters of Touch el año pasado. O como demuestra el hecho de que aparezca con una mención prioritaria en los agradecimientos de Post-Dance, un libro que celebra desacomplejadamente el encuentro homónimo que lo hizo posible y que tuvo lugar en Estocolmo durante 2015. De hecho, algunos de sus textos son parte de esa rumorología que está en la base de mi fragmentario conocimiento sobre la coreografía. Sin embargo, con respecto a los cuerpos que dieron forma a Post-Dance y los nombres que aparecen en su publicación no puedo evitar pensar en Ana Vujanović cuando dice que “el espacio del arte no sólo está determinado por lo que incluye, sino también, o más aún, por lo que excluye”.
Desde entonces, el término coreografía se ha convertido en un concepto habitual en la narrativa del arte. En su dimensión oficial, pero también en las bromas internas que aparecen durante conversaciones descentradas en otros asuntos. Coreografiar expectativas ajenas, coreografiar exposiciones, coreografiar el desayuno, coreografiar deseos, preocupaciones, mentiras. Coreografiar rumores, información o situaciones de invisibilidad, como en el caso de Simon Asencio. Coreografiar moléculas, movimientos tectónicos o la biosfera, como hace Agata Siniarska en Hiperdance. Como también se ha convertido la performance en una parte importante de la agenda actual del arte contemporáneo. Aparece en las inauguraciones de muchas exposiciones o durante el transcurso de éstas. Entre entidad autónoma y estímulo estratégico para desactivar la pereza derivada de nuestro continuo acceso al mundo a través de Internet y su metamorfosis del espectador presente en voyeur digital, la performance parece ser una solución para activar la temporalidad, también efímera, del cubo blanco. O una coartada para sustituir el escudo académico de la tercera persona por la vulnerabilidad narrativa de la primera persona dentro de las conferencias. Como también parece ser la condición de posibilidad para un estar juntos desde las singularidades, que no individualidades, de la idiorrítmia reclamada por Barthes. Sin embargo en un mundo en el que la performance es también una característica de la subjetividad neoliberal de la clase creativa -que aparece incluso cuando somos parte de la audiencia de la coreografía, que no es nada ajena a las constantes dinámicas y demandas de networking-, ¿qué es lo que hace que la performance de hoy sea tan diferente, tan atractiva?
Cuando le comenté a Ania que iba a escribir un texto sobre coreografía -o, al menos, intentarlo, a pesar de los consejos de cierto filósofo alemán de que es mejor no hablar de lo que no se sabe- ella me comentó que quizás podría hacerlo sin mencionar a los sospechosos habituales de la performance y la coreografía. Reconozco que es algo que me hubiese gustado mucho hacer, pero para ello siento que tendría que tener un conocimiento directo, que todavía no tengo, de muchas experiencias vinculadas a ella. Un conocimiento derivado de la participación en presente y no de los intentos de representación posterior de algo que ha sucedido y no puede volver a repetirse. Al menos, no de la manera en la que la que los cuerpos habitan el presente. Aunque también entiendo que la continua mediación y la transmisión de la coreografía mediante diversos cuerpos en diferido, humanos y no humanos, es parte de su experiencia. Pero el carácter fugaz e irrepetible del evento es también parte de la experiencia estética de las artes visuales. No existe un encuentro que sea igual a otro, aunque los elementos que participen en él sean los mismos. Es más, frecuentemente las obras o proyectos que más nos gustan nos han sido narrados por terceros. Quizás porque incorporan los sentimientos y la experiencia subjetiva de quien nos las cuenta. Sentimientos que no son bien recibidos, cuando no borrados, en los discursos y la historiografía oficiales. Puede que esta preocupación constante y anticipada en qué sienten o cómo se sienten las personas que forman parte de la audiencia podría ser una de las grandes diferencias entre ambos contextos. Aunque, personalmente, creo que la relación entre el VAC (Visual Art Context) vs el PAC (Performance Art Context)3 todavía insiste en un concurso dialéctico en el que los argumentos aparecen para demostrar la superioridad de uno con respecto al otro. Pero, ¿es posible una relación horizontal entre dos contextos de producción artística que no poseen las mismas condiciones de posibilidad? ¿Es posible una forma de relación entre dos elementos que no termine en la digestión de uno por el otro? ¿Es posible una relación basada en la permanencia de un movimiento transitorio y no en la transitoriedad de la pertenencia estratégica?
Cuando digo que me hubiera gustado no tener que recurrir a los referentes habituales, estoy hablando de Andrè Lepecki o de Mårten Spångberg. Y me pregunto -retóricamente- cómo es posible que en un campo de producción artística en el que voy descubriendo a más mujeres que hombres, la autoridad del discurso les siga perteneciendo a ellos. O que el discurso siga teniendo tanta autoridad incluso cuando se trata de cuerpos que intentan trascenderlo, emanciparse de él o utilizarlo sin las jerarquías habituales con las que pensamos el cuerpo, frecuentemente disociado de la mente, que es una de las grandes ficciones de nuestra cultura. Porque esa mente nos pide un cuerpo que no padezca ansiedad, que no tenga dolor menstrual o que no somatice todo el malestar que nos produce el sistema en el que vivimos. Funciona, al igual que la coreografía, como una tecnología de control sobre el cuerpo. Sobre los cuerpos. La coreografía, como cuenta Lepecki, es un producto más de la modernidad y su escrutinio racional. Es una tecnología de control sobre el movimiento. Surge gracias a la sujeción de la danza dentro del aparato estatal -entonces, la corte de Luis XIV- para seguir desarrollándose en la actualidad a través de la coreopolicía y la corepolítica. El poder y la resistencia al poder como entidades coreográficas que funcionan de manera similar. El “circulen, circulen” y el “no nos moverán” como parte de la misma estructura. O el carácter extraordinariamente organizado del discurso de Lepecki, tan parecido al de Foucault. Se me ocurre que es quizás por esta similitud narrativa en su pensamiento que el primero nos seduce tanto como el segundo.
La confusión entre coreografía, danza y performance es algo que también practico cuando me refiero a ellas. A falta -y ganas- de otros referentes para entender los matices y diferencias, aquí acudo a Spångberg. Según él, la coreografía es una cuestión estructural y, por tanto, abstracta. Es la organización del movimiento. A este respecto, la danza es simplemente una de las muchas formas de expresión de la coreografía y puede existir sin tener que estar vinculada a ésta. Y mientras que la performance es un sujeto performando la subjetividad, la danza es un sujeto performando la forma. Esta vinculación de la performance con las políticas de la identidad podría ser uno de los motivos que hacen que esté mucho más presente que la danza en lo que llamamos artes visuales, sobre todo teniendo en cuenta la necesaria (pero a veces asfixiante) referencia a nuestro lugar de enunciación cuando nos pronunciamos delante de otros. Y quizás el hecho de que la danza pueda existir sin una organización previa, liberada de la coreografía, hace que muchas personas nos relacionemos con ella sin ser conscientes. Por ejemplo, en una pista de baile, cuando es la música la que organiza el movimiento sin la necesidad de instrucciones o indicaciones previas. Siguiendo a Alina Popa, si pensamos la estructura social del arte y sus relaciones como uno de los principales medios del trabajo estético, entonces podría suceder que las divisiones entre contextos no tengan ningún sentido ya que todos participamos de una estructura dada (¿coregoráfica?) en la que nos movemos con mayor o menor libertad, entendiendo la libertad no tanto desde la autonomía individual sino desde una fuerte consciencia de la estructuras de poder y nuestra capacidad de acción dentro de ellas y con respecto a ellas.
En muchos textos que he leído sobre coreografía, performance o danza, encuentro un descontento con respecto a las artes visuales. A veces de manera manifiesta; otras veces, respirando entre líneas o entre silencios de conversaciones. Reconozco que este descontento me instala, casi sin darme cuenta, en esa dialéctica -y esas comparaciones que quería evitar- que es más fácil de combatir en la teoría que en la práctica. Precisamente porque vive y se expande a través de nuestros cuerpos. Noto cómo inmediatamente aparecen en mi pensamiento argumentos a favor de las artes visuales cuando son “otros” -y no “nosotros”- los que las cuestionan o critican. Una de las críticas más habituales es el desconocimiento de la propia genealogía de la performance o la coreografía, que tienen una historia mucho anterior y llena de experimentos y cruces con otras disciplinas, incluidas las artes visuales. Otra es la asimilación entre artes visuales y mercado del arte, una simbiosis que no funciona en todos los contextos artísticos ya que no conforman un todo unitario en cuanto a particularidades y dinámicas. De la misma manera tampoco es operativa para Ana Vujanović la lectura internacional que frecuentemente se hace de la danza -y quizás, por extensión, de la coreografía-, reclamando la escritura de historias locales (de la Europa del Este) y la búsqueda de sus aspectos característicos con el fin de no convertir contemporáneo en sinónimo de un término tan defectuoso como el de universal. Mateusz Szymanówka también se pregunta la identidad polaca dentro del contexto de la danza, llegando a la conclusión de que si existe una especificidad polaca en la danza, ésta no está en una historia o un estilo propios, sino en los condicionantes de producción: hecha con presupuestos escasos y frecuentemente fuera de su supuesto país de origen. La preocupación sobre la “cuota exótica” que aparece en la tensión entro lo internacional y lo local -con el carácter singular del primero frente al carácter plural e inestable del segundo- es algo que existe dentro de los propios contextos de producción artístico, pero también en las formas de relación entre unos y otros. Volviendo al desplazamiento de la coreografía hacia el arte contemporáneo, Alina Popa hace una llamada de atención sobre la valoración de la especificidad del medio performático por encima de su atractivo exótico en otros contextos. La pregunta que aparece entonces es, ¿puede la coreografía sobrevivir fuera de su supuesto hábitat como lo que necesita ser? Y a ésta podríamos añadir las siguientes: ¿es útil seguir pensando las disciplinas artísticas desde esencialismos contextuales? Quizás la experimentación y su actual mala reputación podrían encontrar una nueva razón de ser no tan sólo en cómo hacemos las cosas, sino en dónde las hacemos. Eso sí, sorteando el peligro de que el cambio de contexto se convierta en más de la mitad del trabajo. Entonces… ¿podría suceder lo contrario? ¿Que se diese un desplazamiento de las artes visuales hacia el espacio de la coreografía? Es más, ¿podría no sólo alterarse la relación entre huésped y anfitrión, sino ser intercambiada por otra modalidad de relación?
(1) Le tomo prestada a Ana Vujanović este fragmento de una frase que aparece en A Late Night Theory of Post-Dance, una entrevista que se hizo a sí misma en 2017.
2 Matters of Touch fue la tercera de las exposiciones dentro del ciclo The more we know about them, the stranger they become que tuvo lugar en Arts Santa Mònica durante 2017 y que proponía un entendimiento de los objetos y la materia como un sistema de interacciones humano y no humano. El proyecto de Ania introducía aquí el cuerpo humano desde la dimensión ética del contacto entre superficies.
3 De esta manera nos referimos Ania y yo a ambos contextos artísticos en nuestras conversaciones.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)