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En esos interrogatorios informales que nos hacemos los unos a los otros cuando no nos conocemos tanto, una indagación personal predilecta y generalmente en relación a la música consiste en preguntarle al otro “en qué chirría”.
Chirriar, en un desviamiento popular de su significado, sabe mantenerse en la esfera de lo sonoro y accionar un flirteo de baja frecuencia con lo “meta”. Si tenemos en cuenta que la mayor parte de gente a la que se lo pregunto no se define por su adscripción a aquello que culturalmente se entiende como “pop”, esta pregunta es una mecanismo con trampa, porque pronostica ya la respuesta. Y es que, a pesar de las apariencias, ni siquiera es una pregunta: es un test de verificación y comprobación de nuestro grado de “sustancia pop”. Y es así como se “chirría”, enunciando alguno de los nombres más célebres del repertorio en proceso de la música pop. Desde Rihanna a Shakira, pasando por la omnipresente Lady Gaga, la invulnerable Madonna, la imitada Beyoncé o esas viejas glorias con las que inyectamos una dosis de élite al mainstream.
Pensar las diferencias y matices entre la alta cultura, la cultura popular y la cultura pop es algo de lo que se encargó Hal Foster hace años en un texto para el catálogo de la exposición “Micropolíticas: arte y cotidianidad (2001-1968). Entonces Foster comentaba la incapacidad de escapatoria de cualquiera de nosotros (adalides de la alta cultura incluidos) ante las estructuras de una producción pop que es capaz de hacernos llorar –al menos reblandecernos involuntariamente- con Titanic. O que se apodera de nosotros cuando, al salir del supermercado, nos quedamos con el estribillo de una canción en la cabeza durante algunas horas, incluso días.
Frente a una cultura pop (un pop que no se entiende aquí a la manera de Hal Foster) que se apodera de nosotros maquinalmente, Los micrófonos de Jorge Dutor y Guillem Mont de Palol funciona por apropiación consciente de algunos de los hitos –y por extensión, del todo- de una cultura pop primordialmente musical. En sucesivos ejercicios de repetición onomástica Los micrófonos pone en práctica la concentración simbólica que habita aquellos nombres y apellidos que funcionan como un pack indivisible. Whitney va con Houston y Grace va con Jones, Indiana permitiendo. Para ello se acciona un mecanismo en el que la voz, si bien protagonista, no se entiende sin la semiótica adjunta de una expresión corporal que también es relato. El relato de una cultura pop que se sostiene desde el escenario de otra cultura que, si la incluye, suele hacerlo desde el comentario descalificador o desde las derivas de los estudios culturales. También desde el rubor, a causa de la grave infracción que comete el gusto cuando abandona el salón de conferencias de la razón.
Si bien Los micrófonos quiere enfatizar el poder de significación de un significante (la voz), gran parte de su atractivo reside en nuestra imposibilidad para obviar el relato cultural compartido que apenas necesita de dos palabras para hacernos aterrizar en un escenario común. Quien no haya disfrutado escuchando en Youtube un hit pop, que lance la primera piedra.
En un contexto como el nuestro, en el que los chistes y las bromas siguen sujetos a cierta pedantería y en el que demuestran tangencialmente nuestra erudición preceptiva, sería terapéutico seguir celebrando nuestra “sustancia pop”, pero sin la necesidad de un aval por parte del perverso contexto del arte.
Aunque nos empeñemos en negarlo, la alta cultura existe, no ya como esencia o en el orden de sus contenidos y personajes, sino por el poder de autoridad que se da en ciertos lugares y sujetos de enunciación. No es lo mismo hablar de Rihanna en un bar que a través de una performance. Como tampoco es lo mismo escuchar hablar de Rihanna a la choni de turno que en boca de un musicólogo. Conscientes de los intercambios entre posiciones culturales -de la absorción voluntaria del mainstream por la élite y de la reacia transformación de la élite en mainstream– habría que animar nuestra ontología pop con la trascendentalidad de lo banal. Contradictoriamente, sin análisis como el de este texto.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)