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A riesgo de resultar reduccionista en la afirmación, el grueso de la creación literaria y cinematográfica se resume en tres luchas: contra uno mismo, contra los demás y contra el destino. La obra de Nicolas Winding Refn, abundando en la simplicidad, aglutina los conflictos anteriores en una filmografía unida en la idea de la venganza. De esta forma, Valhalla Rising aparece indefectiblemente encadenada al concepto determinista de la religión pagana,Bronson explora los demenciales mecanismos de un ex boxeador en continua pugna individual y Drive funciona a través de los rincones oscuros de un antihéroe con un concepto de justicia decididamente pedestre. El último proyecto del director danés, uno de los platos fuertes de la presente edición del festival de Sitges, no es sino una continuación de sus obsesiones, tanto a nivel formal como de contenido, que enaltece sus capacidades como creador de imágenes a la vez que subraya sus deficiencias como auteur a nivel puramente narrativo.
Así, Only God forgives se disfruta como colección de fotografías artísticas, como sucesión de bellísimos travellings horizontales y como ejercicio de composición de planos, eso sí, sin ninguna conexión entre unos y otros. Y ahí es donde aparecen las limitaciones, en la incapacidad de dotar al conjunto de una coherencia expositiva que lo sitúa en la corriente más vacua del nihilismo. Winding Refn se erigiría de esta manera como una suerte de Gaspar Noé sin pretensiones moralizantes con la potencia visual del ultraviolento cine coreano. Al primero le uniría la necesidad de epatar exhibida de forma casi obscena por Noé en Irreversible y Solo contra todos que aparece en Only God Forgives a través una serie de mutilaciones cuya seña de identidad es la arbitrariedad más absoluta. En cuanto al celuloide asiático, el espectacular trabajo de sonido, la sensacional fotografía, la acertada dirección de las escenas de acción y un peculiar sentido del honor mancillado entroncan directamente con la trilogía de la venganza de Park Chan-Wook, la Crónica de un asesino en serie de Bang Joon-ho o la irregular The yellow sea del también coreano Na Hong-jin.
Hay otras dos cuestiones de vital importancia a la hora de adentrarse en el proyecto de Winding Refn. La dedicatoria final a Alejandro Jodorowsky (que perfectamente podría haber sido sustituida por una que rezase: “a mí mismo”, dado el posmoderno afán del autor por autorreferenciarse) evidencia las ambiciones surrealistas de la película. Un deslavazado guiño a El perro andaluz de Buñuel y las reinterpretaciones de algunos pasajes religiosos dan a entender que el danés permanece fiel a sus obstinaciones primigenias.
De otro lado, la interpretación hierática de Ryan Gosling (cuya expresividad es similar a la de un maniquí despojado de sus prendas) sugiere un acercamiento bressoniano que sin embargo resulta fallido a tenor del escaso desarrollo de sus personajes. Entre ellos, una Kristin Scott Thomas sensual como musa y verdugo, icono freudiano que se delata tras la línea de diálogo en la que acusa a su hijo de tener celos de su hermano por el tamaño de su miembro viril. La afirmación no hace sino enfatizar la evidente intención de actualizar el mito edípico o, en su versión más cercana, el famoso verso de Jim Morrison en el que instaba a «matar el padre y follarse a la madre».
Resulta paradójico, por cierto, que a pesar de la economía lingüística en la que se mueve la película, la banda sonora suponga un intento un tanto estridente de suplir las carencias de diálogo. El director mantiene el mismo tono altisonante en otros aspectos técnicos como la excesiva saturación de la paleta cromática y las estruendosas luces de neón que durante el primer tercio fascinan pero poco más tarde aturden. La sensación en ocasiones es que el anfetamínico alarido de estímulos propone soliviantar al espectador con el objetivo de que pase por alto lo hinchada que resulta la película en su mayor parte.
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