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Cuando bajas del ascensor está todo negro, como en una sala de cine. De hecho, hay en ese espacio dos o tres salas “como de cine”, sin butacas, sin horarios (casi todas), de libre disposición espacial para los espectadores. Así se presenta la galería ubicada en la sexta planta del Museo Whitney de Nueva York, con los grandes ventanales que diseñó Renzo Piano tintados de negro. Ni rastro de luz natural en la sala más importante de la última Bienal del museo, que reúne en su espacio a artistas consagrados como Coco Fusco, Trinh T. Minh-ha o Alfredo Jaar, con otros menos conocidos como WangShui, Jonathan Berger o Dave McKenzie. Los comisarios, David Breslin y Adrienne Edwards, apuestan por el claroscuro —la galería de la quinta planta sorprende por su luminosidad— sin más contrastes.
Señalan Breslin y Edwards, en el texto introductorio, que la pandemia les pilló con la Bienal ya pensada, por lo que cualquier referencia al contexto de encierro, muerte y desolación que ha llegado —para quedarse— a nuestro imaginario estético es azarosa e involuntaria, si bien luego se han ido introduciendo obras (como la de Alfredo Jaar, que muestra una manifestación del movimiento Black Lives Matters) que toman como referencia la fecha fatídica. Quiet As It’s Kept (Aunque nadie diga nada) es el título de la Bienal que mezcla conscientemente vídeo, escultura, instalación, abstracción pictórica, fotografía, arte digital y hasta Redes Antagónicas Generativas; lenguajes y formatos en piezas que rara vez dialogan entre sí. La apuesta por el hibridismo, en este caso, se agota en la mera presentación: una angustiante necesidad de “dar parte” del estado del arte actual recorre la muestra, y esa ansiedad (por gustar, por complacer) se imprime en el cuerpo de los visitantes. Efecto voluntario o accidental que solo se desvanece cuando, hastiado, uno abre las puertas de la terraza y se encuentra con tres esculturas de Charles Ray, Jeff, Burger y Ninenty-Nine Bottles of Beer on the Wall. Un paciente de un psiquiátrico, un estudiante universitario borracho sentado sobre cajas de cerveza y un hombre que come una hamburguesa. Como casi siempre en Ray, las enormes figuras alcanzan resonancias bíblicas: Jeff como “parodia moderna” de Cristo, y los dos elementos de la moderna eucaristía americana: pan (de hamburguesa) y alcohol (en sangre). Es la sobriedad incolora, el trabajo con la escala o el cariño hacia los modelos lo que hace evita que estas ideas, tan paródicas, incluso ridículas, resulten vergonzosas. Es más: ni siquiera hace falta entenderlas: Ray siempre deja espacio para el disfrute.
En el pasillo que conduce a las esculturas de Ray, encontramos una de las instalaciones más sugerentes de toda la Bienal, ideada por un artista joven: Alejandro “Luperca” Morales (1990). Acostumbrado a trabajar con “archivos”, Morales toma fantasmales instantáneas de la pandemia que no refieren directamente a las calles vacías ni a las mascarillas o los hospitales, sino a la memoria de un gesto específicamente moderno que capta brillantemente toda la melancolía de la época de confinamiento: fotografías (capturas) sacadas de Google Street View. Con esa aplicación, Morales recorre su ciudad natal (Ciudad Juárez) intentando escapar del imaginario iconográfico con el que el territorio fronterizo se identifica. La disposición de las imágenes es asombrosa: Morales modifica su formato, haciéndolas pasar a película de 35mm (y rompiendo así las convenciones asociadas al binomio analógico/digital) e introduciendo los fotogramas en pequeños visores de diapositivas, como aquellos que se compraban en los años 80 y 90 a modo de souvenir de una ciudad. Con esto, Morales “activa” las imágenes “operativas” tomadas por el coche-cámara de Google Maps, al mismo tiempo que recupera un gesto obsoleto (el de acercarse un visor al ojo), materializando una cierta idea de heterocronía que, hasta ahora, no se había despegado de la mera teoría.[1]Las fotografías del proyecto se pueden consultar en el Instagram @archivojuarez, https://www.instagram.com/archivojuarez/?hl=es
Otra jovencísima artista, Emily Barker (1992), muestra en dos potentes instalaciones toda la crueldad del sistema de salud americano. En Death by 7865 Papercuts, de reminiscencias haackianas, la artista, que perdió con diecinueve años la movilidad de sus piernas tras una lesión en la médula y ha de utilizar una silla de ruedas para moverse, dispone la torre de papel que forman todas las facturas sanitarias de un año de hospital, momento en el que Barker alcanzó una deuda de un millón de euros. A escasos metros de la torre de papel, unos pilares de plástico, que simulan una encimera de cocina, hacen visible cómo el espacio doméstico se construye sobre la ceguera de los cuerpos otros. Los estándares del diseño, nos recuerda Barker, son condescendientes para todas aquellas personas que no encajan en la normalidad. La transparencia del material (tereftalato de polietileno, el más usado en envases de bebidas) imprime vulnerabilidad y desolación en el ambiente opresor. No entra en juego el manido y oscuro siniestro freudiano, sino una austera constatación de la normatividad implícita en el diseño de todos los espacios que habitamos.
Hay en la Bienal más política que reivindicación, más autodeterminación artística (de ahí la insistencia en la abstracción pictórica de James Little, Dyani White Hawk o Rick Lowe) que modélica categorización en “grupos” o “generaciones”. La identidad estadounidense, elemento central en la historia de la Bienal y del propio museo, es aquí el referente explícito de obras paródicas: una “desde dentro” (North American Buff Tit de Eric Wesley), y otra “desde fuera”: Learning English from Becoming American de Rayanne Tabet. Mientras que el pájaro de la suerte gigante diseñado por Wesley despierta la risa cómplice, la videoinstalación de Tabet, que ridiculiza con frases textuales el examen de nacionalidad americana, escuece. El proceso de asimilación obligatoria de la “cultura” norteamericana como parte del proceso de “cambio de estatus”, está lleno de frases ridículas y grandilocuentes que, como píldoras ideológicas, construyen ese nuevo yo (del migrante al naturalizado) listo para ser explotado por el sistema. De eso mismo trata también la “pesadilla zombie” de Andrew Roberts, el artista más joven de la Bienal (1995), que en La horda muestra a zombies que nos miran desafiantes desde su mundo digital, con polos de Uber Eats, Disney o Amazon: el especulativo sueño posthumano despierta la conciencia de clase, y resuenan unos versos de Yoko Ono que bien podrían resumir el trabajo de algunos artistas de la Bienal: Don’t be afraid to go to hell and back.
(Imagen destacada:Vista general de Quiet As It’s Kept (Aunque nadie diga nada), la edición actual de la Biennal del Whitney, comisariada por David Breslin y Adrienne Edwards).
↑1 | Las fotografías del proyecto se pueden consultar en el Instagram @archivojuarez, https://www.instagram.com/archivojuarez/?hl=es |
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