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Una exposición como un relato en tres capítulos. Una narrativa construida en tres escenas. Una disposición espacial de una instalación escultórica pensada, de alguna manera, mediante los registros de lectura que ofrece una pintura: de arriba abajo, en diagonal, de izquierda a derecha, creando acentos —lugares de intensidad—, silencios. Una capacidad narrativa, en definitiva, que tiene que ver con la mirada escenográfica y la consciencia espacial de Javier Chozas sumada, en este caso, a La Fragua de Tabacalera, espacio que facilita este recorrido en tres actos. En La piel construida —título que en sí mismo concentra los grandes temas que se tratan en la exposición—, Javier Chozas construye —una vez más—, desde la especulación escultórica, una atmósfera de ciencia ficción en la que están presentes la sexualidad, el erotismo, la lujuria y la violencia de una manera intensificada gracias a la fijación en estos dos aspectos: espacialidad y materialidad.
Esta consciencia espacial consigue que el lugar parezca creado por la propia obra y pertenezca a la misma. El espacio se convierte en el medio que articula la narrativa y crea un ambiente de intimidad quizás, en alguna ocasión, demasiado mediado. La muestra se despliega, entonces, como una secuencia que el espectador va viendo a medida que avanza por las distintas salas. Cualquier paseo interrumpido o fotografía parcial de la exposición generan una impresión ciertamente incompleta. Los volúmenes, la iridiscencia, los flujos, la vibración, el trabajo desde la presencia tiene una incidencia muy distinta al trabajo en diferido o con superficies bidimensionales. Afecta de una manera distinta al discurso y a la narrativa. El enfrentamiento del público al volumen, a la masa, también es diferente a la contemplación de un vídeo o de una pintura: esto es la necesidad de desplazamiento, de rodeo.
La práctica de Javier Chozas se relaciona con la “escultura” como término que sigue siendo necesario negociar y discutir con la voluntad de expandirlo. En La piel construida hay volumetría, cuerpos que ocupan espacios, fluidos, materia no visible. Aun estando presente el legado de una tradición, su práctica lo excede integrando tecnología y procesos cognitivos de otros campos. En este sentido, la experiencia de visitar la exposición puede reactivar el concepto de “campo expandido”, acuñado por Rosalind Krauss[1] en los ochenta, en el que relataba la tendencia de algunos artistas por, lejos de investigar alrededor de la esencia o la especificidad de la escultura, explorar en dirección opuesta obteniendo resultados mucho más cercanos a la mixtificación, a lo híbrido.
Por otro lado, el uso de la materia en el trabajo escultórico de Chozas nos acerca a los límites entre la comodidad y la abyección. La materia transformada ya no se distingue de lo biótico. Porosidad, agua, texturas y brillos gelatinosos, membranas y tubos nos acercan a la abyección tal y como la entiende Julia Kristeva: «abyecto es aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites, los lugares, las reglas. La complicidad, lo ambiguo, lo mixto»[2]. Los trabajos que encontramos en la primera y la segunda sala de la exposición sondean los límites entre el placer, la violencia e incluso la muerte señalando la necesidad de hacer aflorar nuestro yo abyecto en determinados contextos. Ambos espacios funcionan como lugares abyectos que nos interpelan aunque nos resistamos, que nos alienan y nos perturban pero también nos llenan y nos conducen a cierta sensación de desasosiego. Las esculturas, concebidas como cuerpos vivos, consiguen crear un sistema de correspondencia basado en la intimidad, con lo familiar, incómodo o pudoroso que ello conlleva.
Las piezas de la primera sala, instalación de esculturas que se despliegan sobre un plano, como si se tratara prácticamente de una mesa forense o de investigación anatómica, remiten a formas y texturas que nos recuerdan a los órganos, a las entrañas. Con la dificultad de establecer correlaciones con el cuerpo —humano o animal—, y recurriendo al propio título de la muestra así como a la ciencia ficción cómo estrategia especulativa y fabulatoria, esta no correspondencia nos puede trasladar a la contundente afirmación de que “la naturaleza no existe[3]”. Un alegato que más que buscar el abandono de dicho concepto pretende repolitizarlo, dotarlo de un carácter escurridizo.
El entorno, gracias también a la iluminación —aspecto importante a lo largo de toda la exposición— invita a ralentizar el ritmo, avanzar con prudencia y adoptar, a la vez, una actitud contemplativa. Este hecho se agudiza en el segundo acto de la muestra, en el que las esculturas aumentan considerablemente su escala posicionándose sobre una estructura que ocupa toda la sala de manera horizontal, creando un espacio transparente —gracias a la disposición de una serie de metacrilatos que crean un recorrido— que lo deja todo a la vista. La cautela se intensifica en este tramo, pues la disposición de las piezas en relación con los metacrilatos crean múltiples reflejos que las hacen, en cierta medida, omnipresentes. Todo se ve desde todos los puntos y, al desplazarnos, sumamos puntos de vista que antes no eran posibles.
Ocupando la tercera sala encontramos la última pieza del relato escultórico, un unicornio. Siendo esta la obra más figurativa de toda la exposición se genera inevitablemente cierta discordancia con lo visto anteriormente. Chozas, otorgando una importante carga simbólica a esta figura, explica, como si toda la exposición fuese un reenactment de La muerte de Sardanápalo (1827) de Eugène Delacroix, que si Sardanápalo tumbado en un cama funcionaba como símbolo de poder nos planteemos cómo podemos representarlo hoy. Si la influencia de la obra de Delacroix puede quedar de manifiesto en las texturas, formas, así como la representación del exceso, el placer y la violencia en las dos primeras salas, el artista pretende en esta última responder a esta pregunta. El poder a través de la figura del unicornio, que funciona como una excusa, como una renuncia al conflicto y como señal de infantilización.
[1] Krauss, Rosalind E. “La escultura en el campo expandido” en: Foster, Hal (Ed.). La posmodernidad, Kairós, Barcelona, 1998, p. 59-74.
[2] Kristeva, Julia. Poderes de la perversión, Siglo XXI, Madrid, 2006, p. 11.
[3] Introducción de Paul B. Preciado en: Sacchi, Duen. Ficciones patógenas, Brumaria, Madrid, 2018.
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