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Si hace veinte años alguien afirmaba que algo parecido al fin del mundo estaba más cerca de lo que parecía —o que simplemente ocurriría—, solo cabía tacharlo de apocalíptico o de loco. Decirlo hoy, sin embargo, no esconde ninguna conspiración extraordinaria ni distópica ficción, sino una dolorosa evidencia científica. En 2020, la revista Nature publicó un estudio que indicaba que la cantidad de cosas en la Tierra procedentes de las manos de la especie humana —plásticos, edificios, carreteras…— superaba la capacidad de la fuente de energía orgánica principal, la biomasa. Por todo ello, la ecología crítica surge como la única alternativa posible para frenar el desastre ecosocial.
La extensión de la conciencia ecológica ha de pasar necesariamente por todas las parcelas de la vida cotidiana, desde la escuela hasta la televisión o el espacio público. Es de celebrar que se introduzca de lleno en el escenario artístico, como sucede en la exposición Scratching the Surface que se puede ver en el Hamburger Bahnhof de Berlín hasta noviembre. Centrada en la intersección de naturaleza y tecnología, la exposición trata de pensar plásticamente dos temas: cómo hemos podido llegar hasta aquí y cómo evitar la extinción. Entre esos dos grandes temas se abre un abismo casi inabarcable de piezas, sensaciones, reflexiones y formatos que tratan de dar cuenta de la pluralidad de discursos críticos que recoge el arte ecocrítico.
En la exposición cabe de todo: la instalación bicanal de Rodney Graham, que liga la siniestra presencia fuera de campo de un helicóptero a la visión nocturna del bosque, somete al espectador a un shock que alerta de los peligros de la deforestación. En otra sala encontramos carteles que Klaus Staeck fue desarrollando durante los últimos 40 años, que reproducen irónicamente la estética de la propaganda política para alertar de forma efectista pero sincera de la inminencia del colapso ecológico. Entre los carteles, que cubren toda la tercera sala, resalta una pequeña obra de Joseph Beuys —quien ya alertó acerca del peligro climático en Documenta 7— en la que un limón da luz a una bombilla del mismo color, recordando cómo la coalición estética, aunque lo parezca, casi nunca es arbitraria: la bombilla y el limón pueden estar asociados por “cualidades primarias” tales como la forma o el color, pero si nos fijamos en su ligazón —y Beuys insiste en ello— descubriremos una suerte de conexión oculta, la que se establece entre todo lo natural y lo artificial y que decididamente destroza ambos conceptos. La energía natural del limón mantiene encendida la bombilla de Beuys, que algunos entenderán —de nuevo, en un uso legítimo de la imaginación— como imagen de la iluminación artística, si bien los comisarios de la muestra advierten de que se trata de un mensaje de raigambre ecologista, un elogio de las energías renovables.
Este año el conocido como Día de la sobrecapacidad (Overshoot Day) fue el 25 de mayo. Eso quiere decir que, a partir de esa fecha, estamos utilizando recursos por encima de las capacidades del planeta, o lo que es lo mismo: que en cinco meses agotamos todos los recursos naturales que el planeta es capaz de producir en un año. Necesitaríamos más de dos planetas para seguir consumiendo a este ritmo y, sin embargo, estamos lejos de aplicar una política que se pretenda efectiva para frenar el crecimiento.
En una bellísima instalación sonora, Naufus Ramírez-Figueroa recupera cantos de pájaros ya extintos y avisa: esto también es una lucha por la belleza. Se extinguen los animales, desaparecen los paisajes. La lucha por conservarlos corre a cargo de artistas como Richard Long, que trae —materialmente— los restos del paisaje al museo, Mario Merz, que recrea espacios de habitabilidad pobres o Diana Barquero Pérez, quien, a partir de restos de tierra de plantaciones en Costa Rica, logra una bellísima composición que recuerda a la acuarela.
El material natural está muy presente en la parte central de la exposición, llegando a su punto álgido con un panel formado por jabones con aspecto fósil que Jeewi Lee crea partir de las cenizas de un incendio en Pisa, una especie de memorial de la tierra que, a la vez que investiga las particularidades de transformación de la materia, busca concienciar sobre la devastadora presencia humana en los desastres naturales.
El principal interés de los comisarios de la muestra —Sven Beckstette y Daniel Milnes— es hacernos conscientes de nuestra posición como especie en la destrucción del planeta. A eso apuntan las fotos de zoos de Candida Höfer, los proyectos de subjetivación del paisaje de Nancy Holt y Robert Smithson, las máquinas de Thomas Ruff, las imágenes de un Detroit fantasmal tomadas por Stan Douglas o los soberbios moldes fósiles de Asta Gröting, que representan los restos del carruaje de Goethe, el Mercedes de Adenauer y el Smartphone de la propia artista.
La exposición cuestiona nuestra relación con el entorno natural y nuestro propio concepto de Naturaleza, tan manido por los románticos y el new age, para hacernos conscientes no solo de que el arte es posible gracias a ella —y por tanto siempre le debe algo—, sino que las fronteras entre lo artificial y lo natural son mucho menos sólidas de lo que pensamos y descansan usualmente en arbitrariedades. Agotados los recursos, ¿qué hacer? El motor del capitalismo se apagó unos meses por la pandemia de la covid-19, pero hasta hoy ni la más alarmante de las predicciones sobre el futuro ecocidio ha hecho temblar los cimientos del sistema destructor. Un paseo por la exposición ayuda a afianzar las ideas: decrecer o morir.
(Imagen destacada: Basics09, Annette Herwegh. Diseño del logo)
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