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Spotlight

19 agosto 2021

La ciudad latente*

La crisis ecosocial que atravesamos de manera cada vez más ostensible durante las última décadas, cuya gravedad se ha acrecentado por causa de una pandemia estrechamente relacionada con los desajustes medioambientales provocados por la vertiginosa globalización, ha situado a las grandes ciudades en el punto de mira. Con justicia se señala que las ciudades en crecimiento incontenible constituyen cada vez más dispositivos depredadores que consumen vorazmente sin restituir al común planetario, generando por el contrario volúmenes de toxicidad imposibles ya de procesar a un ritmo razonable.

Los movimientos campesinos reclaman soberanía para los territorios sometidos a la industrialización de la producción alimentaria masivamente exigida por las grandes urbes. Las luchas en defensa de la tierra denuncian cómo las políticas extractivistas que asolan comunidades enteras tienen como principal fundamento mantener el modelo energético urbano basado en los combustibles fósiles. Crece la conciencia de que las grandes ciudades son ya difícilmente compatibles con los principios deseables del buen vivir. Hay quienes han afirmado provocadoramente, pero seguramente con una base objetiva real, que si las actuales megalópolis desaparecieran de repente, en lo que se refiere a la reproducción de los ecosistemas planetarios, no solamente no se las echaría en falta sino que, al contrario, su volatilización resultaría inmediatamente beneficiosa. Siendo cierto todo esto, a la hora de reconsiderar la función de las ciudades en el marco de la crisis ecosocial —cuál podría ser su escala compatible con una vida buena, si resulta todavía posible dar marcha atrás en la velocidad de su crecimiento tanto como para no acelerar la degradación ecosistémica o si, por el contrario, las megalópolis han de ser urgentemente fragmentadas, rearticuladas o desmanteladas, etc.—, existen otros aspectos menos científicos, más intangibles, menos cuantificables, por lo general menos dados a tenerse en cuenta. Uno de ellos es el siguiente: que las ciudades han sido una reserva intensiva de la experiencia contradictoria de la modernidad, un corpus material donde se inscriben las tensiones que han oscilado históricamente entre las promesas emancipatorias no siempre cumplidas y los desastres muchas veces provocados por los procesos de modernización. Y si las ciudades son también, por este motivo, lugares donde contemplar actualmente —y propiamente experimentar, y por lo tanto potencialmente afrontar— la contradictoria herencia de la modernidad, son seguramente las grandes metrópolis históricas extraeuropeas —Buenos Aires, pongamos por caso— espacios excepcionales donde esas contradicciones se encarnan hoy de la manera más nítida.

Durante las décadas de 1980-1990, el arte contemporáneo fue tanto un instrumento como un espacio crítico de los procesos de transformación urbana impulsados por el neoliberalismo, el estadio altamente extractivo y mínimamente productivo, superador de la industrialización capitalista que originó las metrópolis modernas. El arte contemporáneo sirvió de prototipo para la flexibilización precarizadora de las antiguas figuras del trabajo industrial y como ariete de los procesos de gentrificación, que provocaron desplazamientos de población urbana empobrecida con el consiguiente encarecimiento desorbitado del suelo y los modos de vida. Pero el arte funcionó también como un campo de pruebas crítico para analizar la desestructuración neoliberal de la esfera pública y para procurar reconstruirla. Esas fueron las décadas, precisamente, en las que la fotografía se incorporó de manera consistente al creciente sistema global del arte. No se trató solamente de un mero proceso de incorporación de la fotografía —y otras técnicas de reproductibilidad técnica o electrónica de la imagen— al repertorio clásico de medios de expresión artística. Esa normalización de la imagen reproductible en el sistema internacional del arte sucedió también por un motivo más importante: porque en muchos casos la fotografía, así como otros medios de reproducción de imágenes utilizados de acuerdo con las tradiciones críticas de la historia de la fotografía, servían mucho mejor al arte contemporáneo para afrontar las complejidades epocales que tomaban cuerpo en esas transformaciones metropolitanas dramáticas. Ahora que las ciudades se sitúan en el centro de la crítica a los problemas asociados a un modelo de crecimiento que ha empujado la vida sobre la tierra al borde de la quiebra, ¿qué puede hacer el arte para afrontar estos nuevos retos epocales, estas crisis abismales, haciendo uso de las tradiciones críticas de la historia de la fotografía? Lo que esta exposición elige es, precisamente, ofrecer un modelo sintético de cómo la historia de la fotografía nos permite observar la ciudad como un reservorio memorístico de la experiencia de la modernidad. Esta exposición es una maqueta a escala reducida de cómo las representaciones de la ciudad moderna, sus permutaciones postmodernas —muy literalmente tematizadas en los objetos de Luciana Lamothe, Martín Carrizo y Sofía Durrieu, esculturas arquitectónicas antimonumentales que se remiten a los imaginarios visuales en torno a los que gira esta muestra— y su actual crisis terminal constituyen un palimpsesto de memorias contradictorias de la modernidad.

De las incontables maneras en que la fotografía ha retratado la ciudad, esta exposición selecciona unas pocas fotografías y otras imágenes en movimiento que tienen una característica en común: forman parte del imaginario de la ciudad que se muestra en sus espacios por lo general anónimos y vaciados, desiertos, despoblados, silenciosos, abandonados o desolados. En la historia crítica de la fotografía, este imaginario de la ciudad desnuda se origina en un arquetipo que es, evidentemente, la lectura que Walter Benjamin hizo —en su Pequeña historia de la fotografía (1931)— de las imágenes de París captadas por Atget, quien “pasaría casi siempre de largo ante las grandes vistas y los monumentos, pero no… ante la vista de las mesas vacías donde yacen los platos sin lavar… Vacía está la Porte d’Arcueil en los fortifs, vacías las ostentosas escaleras, como los patios, o las terrazas de los cafés; vacía, como debe ser, la Place du Tertre”. Ese imaginario resuena fuertemente, de una manera muy literal, en las fotografías aquí mostradas de Humberto Rivas, Francisco Medail o Juan Travnik; pero también de una manera paradójica en Marcos López. La imaginería fotográfica de las ciudades vaciadas pertenece extrañamente más al orden del “autorretrato” que al orden del reportaje, pero no un autorretrato del fotógrafo sino de la fotografía misma, en el sentido de que se trata de imágenes en las que la fotografía como técnica de producción de imágenes reproductibles se identifica con la ciudad mecanizada como un dispositivo a gran escala surgido de su misma matriz, la industrialización capitalista. La fotografía, dicho de otra manera, se retrata a sí misma a través de la ciudad tecnificada, su doble. Sinfonía de una gran ciudad (1927) de Walther Ruttmann es, más que una película documental sobre Berlín, el registro de la fascinación que el aparato cinematográfico siente por la metrópolis, su doble de mayor envergadura. Y así como el Berlín de Ruttmann es protofascista en la manera en la que reproduce en el espectador una subjetividad al mismo tiempo fascinada y sometida sin salida al dispositivo disciplinario simultáneamente del cinematógrafo y de la ciudad fábrica, El hombre de la cámara (1929) de Dziga Vertov procura construir una subjetividad entusiasmada con la posibilidad de que, de la misma manera que el camarógrafo del film compone un cuerpo emancipado con su aparato mecánico, también así las masas puedan tomar el control revolucionario de la modernización urbana, encarnada en este caso en un Moscú tanto contemporáneo como futuro, proyectado virtualmente en la pantalla y, por lo tanto, en la imaginación de los sujetos socialistas. (Rastros de toda esta complejidad histórica están recogidos como sinécdoques en las fotografías de Roberto Riverti y en las instalaciones cinematográficas de Andrés de Negri.) Toda la imaginería fotográfica de la ciudad vaciada oscila a lo largo de la historia entre esos dos polos distópico y utópico: así sucede estructural y materialmente, más allá del “contenido” manifiesto de las imágenes.

No puede ser un azar que, a principios de los años noventa, el escritor argentino Ricardo Piglia decidiera rearticular un modelo histórico de representación de la ciudad moderna: el de la “sinfonía” novelística sobre las metrópolis emergentes, un modelo contemporáneo del ciclo histórico de aquellas sinfonías urbanas cinematográficas. La ciudad ausente de Piglia contiene guiños evidentes al Ulises de James Joyce y, a diferencia de la interpretación habitual de estos guiños —una interpretación que los circunscribe a una especie de diálogo metalingüístico transhistórico entre escritores fascinados por la experimentación narrativa—, siempre me pareció que el Buenos Aires postmoderno relatado por Piglia planteaba una reflexión sobre la crisis, en el neoliberalismo, del arquetipo de la ciudad moderna encarnado en el Dublín de Joyce, el Nueva York de John Dos Passos o el Berlín de Alfred Döblin, es decir, las metrópolis que se consideraron canónicamente, durante el siglo pasado, modelos de modernización frente a los cuales medir los procesos de desarrollo de las metrópolis extraeuropeas, y que dieron lugar a artefactos monstruosos por su hibridez, tan exageradamente hermosos y singulares como las fotografías y collages de Buenos Aires como una metrópolis de ensoñación cubista o dadaísta de Grete Stern —prolongada a su manera por Narcisa Hirsch o Marcelo Brodsky— y de la Buenos Aires retratada por la poderosa poética de la mirada directa de Horacio Coppola —se podría decir que, de una forma extraña, la monumentalización de la ciudad moderna que establece Coppola es el modelo de referencia que desestructuran trabajos aparentemente diversos entre sí como los de Andrés Durán, Carlos Trilnik, José Alejandro Restrepo, RES y Santiago Porter—. Que Piglia titulara su Buenos Aires postmoderna como una ciudad “ausente”, por lo demás, parecería una enorme contradicción, dado que la novela estalla con historias entrelazadas y personajes que aparecen y desaparecen a una velocidad vertiginosa. Una paradoja tan sólo aparente, que de nuevo podríamos resolver a través de la lectura benjaminiana de Atget: “En todas estas imágenes, la ciudad aparece vaciada, al igual que una casa que aún no tiene un nuevo inquilino”. Los retratos modernos de la ciudad vaciada no son el contrario, sino el reverso, la otra cara de la hormigueante, bulliciosa, vertiginosa metrópolis emergente: no serían tanto las imágenes de una ciudad ausente o desierta, sino más bien las de una ciudad detenida por alguna razón, contenedora de una potencia latente, también quizá porque “aún no” está habitada por alguna causa desconocida —o que quizá sí conozcamos— pero que se encuentra en cualquier caso a punto de estallar.

De una manera inopinada, en el arco histórico que abarca desde el surgimiento originario de la metrópolis industrial hasta la crisis terminal de la ciudad moderna, la imaginería de la ciudad vaciada se dobla sobre sí misma como un pliegue: las fotografías del París de Atget se han visto actualizadas una y otra vez en cada una de las incontables imágenes mentales o digitales que se reprodujeron globalmente durante los meses de riguroso confinamiento que sufrimos al inicio de la pandemia de coronavirus. Representaciones de ciudades aparentemente vacías, fantasmales, pero que, quienes las habitábamos confinados, supimos finalmente que se encontraban recorridas, atravesadas por formas de trabajo imprescindibles para la reproducción social y para el sostenimiento de la vida amenazada; tejidos relacionales sin embargo invisibilizados, infravalorados, infrapagados que, en cualquier caso, estaban ahí, sosteniendo de una manera contradictoria nuestras ciudades ahora detenidas como a punto de estallar. Toda la imaginería contenida en la maqueta a escala reducida que constituye esta exposición se mide por lo tanto frente a la misma matriz que subyace en esta doble representación histórica, en los dos extremos de este arco histórico que sin embargo, inesperadamente, coinciden en un pliegue: la ciudad vaciada por Atget, la ciudad vaciada por el coronavirus. Son imágenes fuertemente extrañadas de nuestra contradictoria memoria de la ciudad, que nos sirven para proyectar sobre ellas la imaginación de una posible ciudad nueva, de un nuevo espacio público urbano y global situado en un más allá de la crisis terminal de las metrópolis; una nueva ciudad potencial, de otra manera latente.

(Imagen destacada: Narcisa Hisrch, Sometimes everythings shines | A veces todo brilla. C. 1979-1980. Cortesía Rolf Art)

 

*Texto de sala para la exposición Ciudad invisible, en la Galería Rolf Art de Buenos Aires. Se puede visitar tanto de manera presencial como virtual, con obras de Horacio Coppola, Grete Stern, Humberto Rivas, Marcelo Brodsky y un largo etcétera.

Marcelo Expósito (Puertollano, España, 1966) es artista y crítico cultural. Entre sus publicaciones se cuentan Walter Benjamin, productivista (2013), Conversación con Manuel Borja-Villel (2015) y Discursos plebeyos (2019). Su obra ha sido objeto de retrospectivas recientes en La Virreina Centre de la Imatge (Barcelona), FICUNAM 11 (Festival Internacional de Cine de la Universidad Nacional Autónoma de México) y el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) de Ciudad de México. Ha expuesto también en muestras internacionales o instituciones como el Aperto ’93 de la Bienal de Venecia, la 6ª Bienal de Taipei, la Manifesta 8 Bienal Europea de Arte Contemporáneo, la Bienalsur de Buenos Aires, el festival Steirischer Herbst de Graz, el Festival Iberoamericano de Teatro (FIT) de Cádiz, el Museu d’Art Contemporani de Barcelona (MACBA), el Museo Reina Sofía de Madrid o el Centro Galego de Artes da Imaxe (CGAI) de A Coruña. Ha participado en movimientos sociales por la radicalización democrática desde hace tres décadas y ejerció los cargos de secretario del Congreso de los Diputados y diputado en las Cortes Generales españolas durante las legislaturas XI-XII (2016-2019).
marceloexposito.net. Foto: Andrés Garachana

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