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Las obras de Allan McEwen retratan un tiempo y un espacio en los que el receptor del mensaje ha perdido su relevancia. El lenguaje íntimo se ha apropiado de una dialéctica de lo público. Lo importante es publicar, sin admitir comentarios. Creamos notificaciones continuas, mensajes personales que no pretenden iniciar un diálogo. Historias que empiezan y acaban en unas pocas palabras.
Las corporaciones, en la batalla perdida por crear vínculos afectivos con sus consumidores, se ven obligadas a crear contenidos irrelevantes para llenar un vacío cada vez más evidente. Sus asesores digitales les impulsan a ello con la promesa de más seguidores/consumidores/fieles. Profesionales de todos los ámbitos publican libros que nadie lee, crean blogs, organizan workshops, escriben en periódicos, aparecen en la radio, se cuelan en la televisión por unos minutos fugaces… Mientras tanto, El Rubius, uno de los youtubers con más audiencia a nivel global, ha restringido su actividad debido a problemas de ansiedad. Muchos adolescentes que como él han hecho de los medios digitales su forma de vida y que tienen audiencias millonarias han entrado en procesos de emergencia psicológica. Todo esto recuerda demasiado a la lucha por las audiencias que dirimían la CBS, la NBC o la ABC en los años setenta. Estos adolescentes se han convertido en medios de comunicación. Igual que todos nosotros, con los efectos psicológicos que eso implica. Nos hemos convertidos en objetos a la vez que sujetos
En los reality shows se impone el principio de la sinceridad. El mensaje en toda su desnudez. Un discurso unilateral que se construye a sí mismo a la vez que el concursante va dibujando su triunfo. Existe un coro alrededor de un solo personaje que se comunica con la audiencia. Como en esos espacios diseñados para la tortura que Amelie Nothomb dibujaba en Ácido Sulfúrico. En la comunicación personal se reproduce el mismo esquema. Hemos dejado de hablar por teléfono para utilizar el lenguaje escrito. En ocasiones los mensajes que enviamos/recibimos se parecen demasiado a los de McEwen. Evitando el diálogo en situaciones que lo requerirían. Totalmente inmersos en el mundo que imaginaba Bauman donde bloqueamos al otro tecnológicamente para evitar el contacto humano.
La compulsión por emitir se ha convertido en un arma contemporánea. Suena el eco de cualquier adicción social en la que no media una sustancia. Es simplemente un hábito. Que no se puede controlar, que es progresivo y que no se puede detener por voluntad propia. Las adicciones a las pantallas ya llevan a miles de individuos a recuperación en EEUU a las mismas clínicas donde se tratan las adicciones tradicionales. El tratamiento es uno: dejar de emitir. Todo ocurre en esa euforia de las pantallas que proponía Baudrillard, donde se crea una hiperrealidad de un mundo feliz electrónicamente estetizado, cuyo paraíso está en la pantalla y cuyo infierno equivale a salir de ella.
El emisor es el protagonista. El demiurgo. Pero en ese prescindir del otro se aísla y se autodestruye a sí mismo. Si Richard Serra decía en 1973 decía que los individuos eran entregados a los anunciantes a través de la televisión, hoy somos entregados a un live permanente. Tintado de nociones sociales, políticas, sexuales y filosóficas atávicas, retrógradas y asfixiantes. Tan agresivas como irresistibles. Y, además, como explicaba Bourdieu, al desentrañar el funcionamiento de la televisión, participando de una gran violencia simbólica. O no tan simbólica. La youtuber de origen iraní Nasim Aghdam al verse despojada de la capacidad de seguir emitiendo sus videos de abdominales vestida de cebra, irrumpió en las oficinas de youtube en California hiriendo a varias personas antes de suicidarse. Muchos adolescentes han muerto ya realizando una pirueta imposible con la promesa de realizar una foto que les abra las puertas del olimpo digital.
En este nuevo espacio simbólico el emisor se convierte en el mensaje. Se autoconsume. Y yace atrapado en una imagen.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)