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Cada tres o cuatro años uno se topa en el periódico con una entrevista a Vincent Delieuvin, conservador del Louvre, el encargado de velar por el buen estado de La Gioconda. En sus respuestas, Delieuvin no duda en utilizar el lenguaje médico para referirse a la figura pictórica más famosa y reconocible del mundo: debido a las capas de barniz, que el museo se resiste a retirar por miedo a que el rostro pierda su aura icónica, la Mona Lisa se asemeja a una «enferma terminal» o incluso a una «muerta». Envejece, como todos, y en este caso parece que el remedio es peor que la enfermedad. Cuando hablamos del tiempo en las artes, solemos hacerlo en términos de representación, y rara vez mencionamos la influencia del ‘tiempo de exposición’ en las obras que ocupan el espacio museístico, un tipo de atención en el detalle, de percepción abierta y comprometida con el ambiente que parece únicamente trabajo de conservadores. Sin duda, para hacer frente a la sexta extinción masiva, hemos de desactivar nuestros anquilosados prejuicios temporales, esos que han cincelado en el imaginario colectivo la peligrosa identificación entre ‘progreso’ y ‘crecimiento’. En una sala de arte siempre se cruzan diferentes vectores de temporalidad, pero rara vez se manifiesta la potencia temporal como algo intrínseco al componente material de la obra. Los dos acuarios que conforman la obra Timefall (Anarres) de Karlos Gil presentada por primera vez en su exposición Declive (CA2M), apuntan a la dimensión cronoartística de la multiplicidad temporal, que logra desarticular las ilusiones de un presente exacto: se trata de dos entornos de envejecimiento acelerado, en los que una serie de objetos sufren la violenta acción de agentes químicos que van destruyendo (transformando) su materia. La obra está viva (¿acaso no lo están todas?), pero la potencia de sorpresa no se agota en dicha constatación, sino en la brillante configuración estética de un ecosistema que, en su aparente absurdez (o aleatoriedad) logra componer una imagen-espejo, entre el pasado y el futuro, de un mundo en descomposición que, con miedo y rabia, reconocemos.
Cuando uno entra a la exposición, excelentemente comisariada por Peio Aguirre, siente que está cruzando un umbral: dos piezas de neón reciclado (un material en vías de extinción, que está siendo sustituido por el LED) invitan a pasar a un entorno oscuro, en el que la iluminación es un elemento interno de cada pieza, entendida como un sistema. Continuamente Karlos Gil juega con la temporalidad: hay reliquias de un tiempo que podría ser pasado o futuro, tecnologías moribundas (el ya mencionado neón) que cobran un aura profético, o técnicas que, en su seno, abrazan la síntesis heterocrónica (tapices creados con el telar mecánico Jacquard) y nos recuerdan que no hay ‘invención’ posible sin una reelaboración del esquema cronológico. En la exposición se exhiben dos piezas audiovisuales, Peripheral (2023) y Origin (2023); la primera, una visión especulativa de la vida de una medusa creada por una impresora 3D, ‘desnuda’ la pantalla como artefacto tecnológico, y el espectador se ve obligado a descubrir el lado trasero, todo un conglomerado de sistemas y paneles electrónicos, antes de incurrirse en el mundo de la representación. La imagen no informa, ni expone: su sentido es puramente sensorial; la voluntad artística lucha por la consecución de una empresa imposible: lograr transmitir, a partir de una recreación, la experiencia del tiempo y del espacio que maneja un organismo tan simple y complejo a la vez. Ya no tiene sentido hablar de una división entre lo natural y lo artificial, un antagonismo superado. El propio artista explica en el catálogo que «la noción de tecnoanimismo es muy importante. Intenté crear un entorno de comunicación entre una amplia gama de formas de vida, cosas inanimadas y tecnologías (…) Como teoría antropológica, el tecnoanimismo examina las interacciones entre los aspectos materiales y espirituales de la tecnología en relación con los humanos».
La ausencia de representación humana (de cuerpos, pero también de huellas, vestigios o conscientes marcas autorales) en la estela de Bruno Latour, ayuda a repensar lo social como asociación, inscripción y agencia. En Origin, que se podría leer como una película de fantasmas, Karlos Gil apunta a la elasticidad del tiempo en entornos subterráneos. Grabada en varios espacios del subsuelo de Madrid (túneles recónditos de la M-30 o del Metro), con la única presencia de una luz intermitente y una densa nube de humo, la película es tanto una anticipación visual del fin del mundo como una exploración arqueológica del futuro de las ciudades. Y si inquieta es porque apunta al desconocimiento: no sabemos si lo que vemos es ruina, espacio inservible, o elemento fundamental de una infraestructura. ¿A quién pertenece ese espacio vacío? ¿De quién es el futuro?
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)