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La cuestión generacional gravita sobre el arte desde hace no se sabe cuánto. No nos ponemos de acuerdo en qué es una generación, para qué nos sirve esta categoría y ni cuánta atención debemos prestarle; aun así no dejamos de manosear la palabreja. Como cada año desde hace 20, La Casa Encendida acoge una nueva edición de Generaciones: ocho artistas menores de 35 años llamados a resumir lo que los artistas jóvenes andan haciendo.
Parece que hay cierto consenso (al menos, en las becas y los premios) en que la juventud es eso que pasa hasta que llegas a la mitad de la treintena. Esta es la etapa del artista emergente, el momento en que se han de demostrar las cosas. Los críticos, galeristas, comisarios y coleccionistas rebuscamos entre los dosieres y escrutamos carreras esperando encontrar los valiosísimos frutos que el joven creador está incubando en la edad de los grandes descubrimientos. Hay cierta fascinación con la juventud: con lo nuevo. Las convocatorias generacionales siempre establecen una edad hasta. «Nacidos hasta 1985». No entre, que sería otra opción completamente válida: examinar, por ejemplo, qué andan haciendo los que nacieron hace cincuenta años. Parece que quisiésemos hacer una criba: el que no haya despuntado cuando empiece a peinar canas, al pilón. (Otro día hablamos, si quieren, de qué les pasa a las jóvenes promesas después de los 35).
La idoneidad del modelo plantea tantas dudas que el catálogo de esta última edición incluye un ensayo en el que la profesora Selina Blasco (que ha formado parte de multitud de comités de selección) examina pormenorizadamente el perfil de los artistas que se presentan, de los seleccionados, los intereses que salen a relucir en sus propuestas, sus justificaciones teóricas, etcétera. De cualquier modo, la popularidad del formato es innegable. Yo mismo (pondré la venda antes de la herida) me encuentro ocupado estos días seleccionando a los artistas que formarán parte de la próxima exposición generacional del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Qué le vamos a hacer.
La Generación 2020 es la de Javier Arbizu (Estella, 1984), Elisa Celda (Madrid, 1995), Oier Iruretagoiena (Guipúzcoa, 1988), Gala Knörr (Vitoria, 1984), Claudia Rebeca Lorenzo (Logroño, 1988), Miguel Marina (Madrid, 1989), Cristina Mejías (Cádiz, 1986) y Nora Silva (Madrid, 1988). Nuevamente, está comisariada por Ignacio Cabrero, que se ha enfrentado al no desdeñable reto de montar una exposición cuyos artistas no ha seleccionado y con trabajos que no tienen nada que ver. Lo cierto es que está resuelta con mucha solvencia: una sala más estridente, otra más sobria y dos salas separadas y oscuras.
No Fall Games es un espacio más o menos aséptico (una lona marca un rectángulo oscuro en el suelo; sobre ella, unas cajas de madera –de esas de embalar–, unos extintores, una estructura suspendida del techo con un montón de cámaras de videovigilancia atornilladas, una pantalla en la que se reproduce el fuego en bucle, un casco de obra) que se activa con unos performers en trajes protectores traslúcidos. A pesar del título ingenioso (un juego semántico con esos carteles que prohíben jugar a la pelota) nos encontramos ante la enésima revisión artística de la hipervigilancia y la hiperexposición, los mecanismos de control y las tensiones entre la seguridad y la intimidad. Me abstendré de citar una ristra de ejemplos conocidos y de malas lecturas de Foucault. Aunque Nora Silva nos ofrezca un ejemplo estéticamente solvente, estas acciones flaquean siempre en el mismo punto: son vacuas. Es autosatisfactorio pregonar que nos vigilan y que nos prestamos a ello, pero la reflexión –para ser provechosa de algún modo– debe ir más allá de esta enunciación simplona. En esta exposición encontraremos muchos temas recurrentes de la historia del arte (nada nuevo bajo el sol), pero este no pasa del cliché.
La pieza dialoga, en la misma sala, con la instalación de Gala Knörr: una serie de pinturas y de impresiones que reproducen la estética y el lenguaje milenial y de internet. 2020 y aún seguimos pintando memes (y citando, por supuesto, a Richard Dawkins). Ignoro si en algún momento la ocurrencia de pasar a pintura (lo viejo) las imágenes digitales que nos acribillan (lo nuevo) tuvo algún interés. El espectador puede recostarse sobre un enorme cojín para mirar una pantalla donde se suceden las imágenes de las protestas y algaradas que provocaron esa reacción «colectiva» y memética en internet mientras escucha el barullo que sale de unos altavoces. Cabe recordar la manoseada cita de Benjamin: la contemplación de la autodestrucción como goce estético. Y Benjamin no lo decía para bien.
Ignoro el propósito de las propuestas de Silva y Knörr, aunque espero que sean ejercicios puramente retóricos. Sería demasiado ingenuo esperar que una obra expuesta en una institución tuviera algún tipo de efecto sobre el «problema» al que aluden. Esta primera sala, que podríamos leer como un examen del espíritu de nuestro tiempo, se completa con las obras de Claudia Rebeca Lorenzo. Txukela (que significa «perro» en erromintxela, la lengua de los gitanos que viven en el País Vasco) es una serie de esculturas (bustos) que enmarcan tres grandes retratos que tienen un aire entre primitivista y fauvista. Estos rostros, de una factura pretendidamente grosera (óleo en barra, soldaduras poco sofisticadas, abundante cinta adhesiva), quisieran generar tiranteces entre lo atávico y lo contemporáneo. Unas piezas con aspecto de máscara tribal envueltas en muchas capas de celo.
Entre ambas salas se proyecta O arrais do mar, la interesante película de Elisa Celda, que tiene maneras que recuerdan al cine de Albert Serra. En 18 minutos, Celda explora el inagotable tema de la noche, sincronizando la faena de unos pescadores (que usan una técnica tradicional llamada xávega) con la de unos hombres que se buscan para tener relaciones sexuales al amparo de la negrura. Admiremos la finura de la idea. El acierto de la película está, parafraseando a Alarcón, en abrir de par en par las puertas de la noche. Es una oscuridad en la que los hombres ponen en práctica impulsos primordiales (la búsqueda del sustento, el sexo); donde unos usan la luz para alumbrarse y otros para hallarse y esconderse.
La siguiente sala acoge las propuestas de Oier Iruretagoiena, Miguel Marina y Javier Arbizu. En las tres puede encontrarse un interés por la memoria, por el pasado y por la tradición. En los murales de la serie Paisaje sin mundo, Iruretagoiena adhiere y encapsula retales de obras de artistas anónimos en un entramado de plásticos coloreados y grapados. El resultado es una imagen ruidosa (en la que destaca la miríada de grapas que sujetan los distintos elementos) fruto de la superposición de capas: ahora un trozo de una casa, ahora un redondel agujereado que nos deja mirar un poco más allá, aquí unas rayas azules; un papelajo, un pespunte. Esta gran imagen de la descomposición y del embarullamiento puede ser la imagen misma del recuerdo (un conjunto de impresiones enmarañadas) o del anhelo (otra amalgama de suposiciones). Es interesante reparar en la temática de las imágenes rescatadas. Se trata de escenas campestres, pueblecillos o paisajes. Como se sabe, el paisaje es esencialmente una invención del arte, fruto de la resignificación continua que se ha hecho de la naturaleza a lo largo de los siglos: desde las temibles selvas hasta el jardín (el bosque domesticado) y las reservas (ecológicas) de la biosfera, pasando por las fantasías bucólicas del renacimiento y el frenesí rural del romanticismo. Fraccionadas y reensambladas, el constructo se hace evidente, más cuando se entrevera con elementos tan disruptivos (semánticamente tan alejados) como el plástico o la grapa.
En frente, encontramos las cabezas, los pies, las manos y el resto de mutilaciones de Javier Arbizu. Son piezas hechas en bismuto, un metal pesado, frágil y que solidifica en una gama cromática que va desde el plateado hasta el azul, el dorado o el morado. Arbizu ha ingeniado dos exhibidores de metal y cristal que dan a sus piezas un cierto aire de colección, cada cual en su repisa (una estructura, no obstante, absorbe en buena medida la presencia de las piezas). Nuestra familiaridad cultural con los trozos de cuerpos es sorprendente: reliquias, relicarios, hallazgos arqueológicos, exvotos, motivos heráldicos, etcétera. El trabajo de Arbizu recoge esta tradición (y la aprovecha), sumándole la rareza del material con que trabaja. Así, nos encontramos con una triple tensión entre la familiaridad de las formas del cuerpo, lo extrañeza de verlas separadas y dispuestas para su exhibición y, finalmente, lo marciano del material en que están hechas. Unas impresiones que, sin embargo, se ven amortiguadas por la frecuencia con la que hemos visto estos trabajos del escultor vasco en los últimos años.
Miguel Marina es uno de los pintores más interesantes y prometedores de la nueva hornada. En Celada nos propone, sin embargo, una instalación que parece una escenografía: sobre una tarima se reparten un mosaico hecho con lentejas, una columna emplumada con diminutas tiras de naranja, una estructura de paneles ensamblados en ángulo recto, unos travesaños largos tallados y un enganche modular que pende del techo. En un extremo ha colgado un cuadrito hecho con cera de abeja, que tiene un aspecto mineral, parecido al de las ventanas de alabastro. Enmarcado por estos objetos vemos un papel pardo en el que destacan discretamente unos motivos anaranjados y grisáceos.
Marina utiliza en su trabajo reciente imágenes de su memoria: las impresiones emborronadas de un paseo, una forma encontrada en alguna iglesia, aquella cosa tan curiosa de esa ciudad por la que se pasó. Esto, sumado a un creciente proceso de refinación formal da como resultado estas piezas singulares, algo torpes en su factura. Sus tanteos con la escultura producen objetos precarios, que el espectador (al menos, este espectador) siente que son accesorios (menores, si se quiere) cuando se enfrentan a su trabajo pictórico.
Finalmente, si uno quiere ver La máquina de macedonio, tendrá que coger alguna de las linternas que Cristina Mejías ha dejado en la balda de la entrada. Al meterse en la sala oscura, con la sensación claustrofóbica de ver solo un punto de luz (blanco o ultravioleta), el visitante puede ir recorriendo un tapiz que se encuentra suspendido en mitad de la sala, en torno al cual se han colocado unas piezas de cristal que crean brillos y reflejos. La «experiencia» se logra. La obra está fabricada por la comunidad wayúu de Yaguasiru, unas gentes que dejan constancia de sus historias de vigilia y de sueño en los tapices que hacen sus ancianos. Mejías encargó una pieza que fuese manufacturadas por tejedores de varias generaciones y que ha terminado yendo a parar a una sala de La Casa Encendida. Es pertinente preguntarse en este punto cuál es el interés de delegar en una comunidad singular la producción de una pieza de esta naturaleza, para luego descontextualizarla (ellos tejen, sin duda, con otros objetivos) y resignificarla. No quisiera pensar que las costumbres que un pueblo ha perpetuado durante siglos hayan terminado siendo la justificación retórica de un dosier para un concurso.
(Imagen destacada: Cristina Mejías. La máquina de macedonio, 2020 ©Manuel Blanco)
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