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“Outside in” es el título de una reseña sobre la bienal de Venecia publicada en el último número de Mousse (40). Chris Welley, colaborador científico del Palacio Enciclopédico, explica convincentemente por qué el foco de atención se está desplazando hacia ese “otro” arte, el de los autodidactas al margen del sistema, y rastrea antecedentes (la Documenta 13, ideada por Carolyn Christov-Bakargiev, es el ejemplo más llamativo) para la bienal de Massimiliano Gioni. Hijo predilecto de Francesco Bonami y Maurizio Cattelan, ungido con todos los crismas de la teoría institucional del arte, en su “Palacio Enciclopédico” articula un discurso historicista y antropológico sobre la naturaleza y el potencial de las imágenes, que confirma que un cambio de paradigma está en el aire. Y lejos de caer en fetichismos, como los de las vanguardias históricas en relación con el arte primitivo, supuesto reducto de la creatividad en estado puro, analicemos con Welley “qué quiere decir esa creciente pasión por estas obras singulares, que escapan a cualquier clasificación y se despegan de cualquier tradición, respecto de nuestro deseo de arte en general”.
En pocas palabras: se echa en falta la urgencia de comunicar, una visión del mundo que libere los phantasmae de la imaginación creadora, que está en la base de todo arte autodidacta, proceda o no de la clínica mental, independientemente de su calidad y resultado estético. Parece una herejía conjugar imaginación y arte contemporáneo, en los tiempos que corren, en que todo lo relacionado con el arte está “profesionalizado” e “institucionalizado” hasta el punto de que teóricos como George Dickie rechazan cualquier tipo de “artisticidad”, considerando en cambio el contexto social de recepción y construcción de significado y valor para dicho objeto (artworld). El arte que se produce dentro del sistema, bien para alimentar el mercado de objetos de lujo, bien para llenar los espacios institucionales de museos y similares, obedece a lógicas cada vez más ajenas al arte. El pluralismo que saludaba Danto, el “anything goes”, está dejando de ser sinónimo de libertad creativa.
En las cartelas de la bienal de Venecia, que el escritor Tiziano Scarpa llama las vite enciclopediche di Gioni, ninguna indicación expresaba la condición de “insider” o “outsider”. Uno se pregunta no ya qué tendrán que ver la nenia tarareada por los performers de Tino Sehgal, con los diagramas sobre pizarra del padre de la antroposofía, Rudolf Steiner, sino dónde está la frontera entre unos y otros; es más, por qué debería existir una frontera. En ambos casos los artistas se hacen instrumento de las imágenes, se conciben en función de ellas como ha sabido ver Scarpa (Artribune, mayo 2013). Viaje psíquico hacia lo ignoto, mirada hacia dentro, la visionariedad no es patrimonio de los mediums, ni se trata de revalorizar la noción individualista de genio artístico. Desde un punto de vista antropológico, todos somos conductores de imágenes. Estamos poseídos por ellas, recuerda Gioni, aunque hoy las exteriores amenazan con sofocarlas y, de paso, a esa imaginación creadora, ante la cual la crítica sigue experimentando embarazo, cuando no rechazo. A ella reprocha Lucie-Smith haberse detenido en los aspectos más materiales (y materialistas) del arte del siglo XX, ignorando su contenido visionario y sus inequívocas conexiones con corrientes espiritualistas, desde Kandinsky hasta Beuys. Es una constante esta incapacidad de los críticos para lidiar con lo irracional en el arte, desde los tiempos de Vasari, que no sabía cómo conceptuar los grutescos aunque los hubiera hecho el mismísimo Rafael. Roelstraete admite —en su reseña “Outsider Art: after Venice”, Mousse, 40— que ya no cabe duda de que la tendencia actual a evadir la rígida reglamentación del artworld sea una realidad. Una vez fuera, sin embargo, ignora qué es lo que nos espera, y cómo lo llamaremos; sobre todo, cómo lo llamaremos. El desamparo de los críticos es, de nuevo, revelador.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)