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No había mucha gente cuando entré en el pabellón de Rumanía de la Bienal de Venecia: un par de personas que se asomaron y se marcharon sorprendidas, una chica apoyada en la pared del fondo, un hombre con unas gafas horribles de pasta naranja sentado en el suelo con cara de éxtasis. Hacia la izquierda de la entrada había dos performers en una postura que no recuerdo. Apoyados en la pared había tres más. En un momento dado, una de ellas se adelantó y anunció la próxima obra que iban a recrear: una de Marina Núñez del Prado, que representó por primera vez a Bolivia en 1952. No conozco su escultura, pero disfruté viendo a una performer colocarse en una postura que debía semejarse a ella. Sí que conocí las siguientes obras: “Questions”, de Fischli & Weiss, y el retrato de Jeff Koons con Cicciolina. Después de unas cuantas piezas más, los performes recrearon el pabellón de Rumanía en 2005, que Daniel Knorr vació para analizar la reacción de los espectadores. Cogieron la puerta y se largaron.
Sin duda, la propuesta de Alexandra Pirici y Manuel Pelmuç para este pabellón, recrear una serie de obras seleccionadas desde los principios de la Bienale, era la más fresca del evento. Y no obstante, jugaba con términos muy pesados: la historia, la memoria, la mirada a la propia Bienale desde la Bienale. Con todas las virtudes de las artes escénicas, encarnaba lo material sin su presencia, y al mismo tiempo jugaba con las imágenes ya grabadas en la mente de la espectadora: lo que reconoces y lo que no, lo que identificas y lo que tienes que imaginarte porque no tienes una imagen previa a la que recurrir. La performance era al mismo tiempo un ejercicio curatorial impresionante: una selección de piezas en principio inconexas, a veces sorprendentes, a veces conocidísimas, que como en cualquier exposición que se precie, acababan cobrando una entidad y un sentido por el hecho de presentarse secuencialmente. Y por supuesto, allí estaba, continuamente, la atractiva distancia entre los objetos y su representación, entre la materia y la vida y entre una historia que se observa o una que se actúa.
Todas estas ideas han vuelto a mi mente hace unos días, al ver la pieza Performer de Cabello/Carceller, programada dentro del festival BAD de Bilbao y producida por Consonni. Se trata de una performance acompañada de un vídeo. Este va recorriendo los depósitos del Artium, con sus pinturas, sus esculturas envueltas en plásticos protectores, sus fotografías… y entre todas ellas, una chica que intenta pasar el rato leyendo, pensando o mirando las obras. Se trata de la performer, necesaria para cumplir con las características exactas de la pieza, por lo que está almacenada y catalogada junto al resto de obras del museo. En ese archivo de la memoria está ella, contándonos que el trabajo no está del todo mal, que la temperatura en almacenes es constante y que cotiza a la seguridad social; pero también reflexiona sobre la distancia entre la teoría y la práctica en arte, sobre la imposibilidad de una verdadera repetición en la performance; sobre la función de memoria que ejercen las colecciones y sobre qué ocurrirá con la obra cuando ella, la performer, no esté. Porque ¿cuál es el trazo que deja una actuación, una personificación, una presencia? Al mismo tiempo que vemos el vídeo en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, la performer sale a escena: la pieza ha venido en préstamo. Mientras la observamos con el vídeo de fondo, su presencia y su imagen simultáneas, la performer reparte tarjetas con textos y susurra al oído de los espectadores “este momento no volverá a repetirse”.
Yo me pregunto: ¿llega algún momento a repetirse? El objeto puede guardarse, pero ¿puede el encuentro con el público replicarse en las mismas y exactas condiciones? Probablemente la pregunta más actual que nos plantean estas piezas gira en torno a cómo recordamos y creamos objetos para la memoria, cómo vemos y aceptamos las catalogaciones de la historia, y cómo vivimos y cómo rememoramos las piezas artísticas. Nos plantean que, aunque algunos objetos y sus vivencias puedan guardarse entre papeles de seda, inmutables, invariables, impolutos e intocables hasta el fin de los tiempos, las vivencias sólo existen durante un momento. Un momento que no, nunca volverá a repetirse.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)