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Leo un libro fascinante. Una especie de larguísimo reportaje magníficamente documentado sobre la historia de Venecia en el siglo XX y la historia de sus habitantes. Se titula “La ciudad de los ángeles caídos” y su autor, John Berendt, asegura en su prólogo que es una obra de no ficción donde todos los personajes aparecen identificados por sus nombres propios. Como los Rylands, Jane y su marido Philip, director de la Colección Peggy Guggenheim de Venecia desde que se creara el Museo.
Cuenta “La ciudad de los ángeles caídos” con pelos, señales, entrevistas contrastadas y hasta actas notariales, que los Rylands, antes de hacerse íntimos de Peggy Guggenheim en plena decadencia, lo fueron de la viuda del poeta Ezra Pound, de cuya confianza abusaron vilmente para así sacar de su casa todos los papeles del poeta con la intención de hacerse los gestores de su fundación. Una operación que resultó abortada y de la que sólo obtuvieron un buen pellizco que les pagó Yale por los legajos.
Sé que el asunto puede sonar a chisme, y sin embargo me parece que refleja de un modo magistral el modo turbio en que funcionan algunos de los mecanismos de las fundaciones artísticas, de sus herencias y legados (voy a pasar muy por encima del caso Thyssen porque no podría evitar un análisis detallado de los trajes de novia de Blanca Cuesta en su última exclusiva del ¡Hola! y eso sí que sería demasiado).
Philip Rylands continúa dirigiendo la Colección Peggy Guggenheim de Venecia. El libro de Berendt salió publicado hace dos años. Y no ha habido ningún escándalo. Puede ser, creo yo, porque la gente no lee. O porque quienes lo leyeron ya lo sabían todo y no se sorprendieron.
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