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El último ensayo de Hal Foster, El complejo arte-arquitectura, parece resumir los defectos habituales de los ensayos sobre fenómenos artísticos contemporáneos: la excesiva teoría, con el consecuente entusiasmo estudiantil por aquello que nunca llegaremos a entender; o la curiosidad periodística, acompañada de una descripción actualizada que nada tiene que aportar salvo listas de nombres. A primera vista cualquiera diría que estamos ante un sesudo ensayo teórico como parece indicar el modesto (a la par que selecto) volumen de nombres propios que maneja Foster, una docena entre arquitectos y artistas plásticos vinculados con la arquitectura.
Foster reflexiona sobre cuestiones arquitectónicas mediante un conjunto de artículos desconectados entre sí cuyo contenido mantiene a veces una relación distante con el propósito inicial: seis de los once capítulos se dedican a informar (sin profundizar demasiado) sobre la existencia de figuras individuales que cualquier interesado debería conocer a estas alturas; la mitad del libro versa sobre artistas sin conexión evidente con la arquitectura como son Flavio o McCall (tampoco contribuye mucho a la causa que Foster mencione el tamaño enorme que requieren sus proyecciones en la oscuridad para justificar la conexión de este último artista con la arquitectura en general); y para terminar en algún sitio, los apuntes mínimos de teoría andan dispersos entre paréntesis («Es un giro curioso que, en tanto que muchos artistas ya no recurren a la naturaleza inspirada del dibujo, muchos arquitectos insisten en hacerlo. Han aprovechado la vieja leyenda del artista como visionario creador de imágenes», señala el ensayista para hablar de la obsesión de Norman Foster hacia sus bocetos manuales.)
Es verdad que el término complex que aparece en el título sugiere una lectura política del estrellato arquitectónico contemporáneo que hace aparición unas cuantas veces en el texto, como cuando Foster denuncia la equivalencia que establecen los ideólogos de la obscenidad monumental entre la transparencia de los materiales de construcción, cristal sobre todo, y la transparencia de las instituciones alojadas dentro de tales edificios. Sobre las cúpulas de Norman Foster escribe en tono irónico: «una reunión política se convierte en una diversión para los espectadores; un distinguido museo en una maravillosa exposición de si mismo en el British Museum». Resulta curioso, no obstante, que Foster nunca vaya más allá de criticar esta suerte de retórica abultada, o que apenas aparezcan en su discurso palabras como gentrificación que tal vez hubieran permitido explicar el boom de museos y rascacielos con cierta pretensión artística. Foster desempeña aquí el papel del crítico artístico que disciplina a los artistas en su excéntrica ignorancia sin llegar nunca a ofrecer el saber que podría explicar la situación. Supongo que también son gajes de descuidar los avances recientes en análisis urbanístico.
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