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“Ya no soy nada, ya nada queda, la luz atroz del invierno me estremece”. Manuel Vilariño.
La metáfora “Seda de Caballo” utilizada por Lezama Lima y atribuida a Colón para hablar del pelo de las cubanas alude tanto a lo bello del pelo como a la resistencia del mismo, refiriéndose a un carácter cubano honesto y decidido. Lezama Lima en el prefacio de Antología viene a decir que aquí, con esta alegoría, comienza la poesía cubana.
Es interesante mencionar que el trabajo de Vilariño, ahora en Madrid, parte de un origen poético que se gesta en la fuerza elemental y que deriva en la belleza, una belleza potente y cercana tanto en el principio como en el fin, la muerte y el nacimiento, el ciclo de la vida. El propio artista ha mencionado que su fotografía carecería de sentido sin la poesía, porque para él ambas van de la mano.
El proyecto “Seda de Caballo” en Tabacalera es un antes y un después en la relación con el espacio de esta vieja fábrica, en la que desde el origen del proyecto se ha respetado su carácter industrial. Es por esto que las exposiciones visitadas hasta el momento siempre, en cierta medida, habían sido fagocitadas por la fuerza del propio edificio y sus más que complicadas salas y espacios de tránsito. La energía de la memoria del edificio era un claro hándicap para los artistas.
Con Vilariño la cosa cambia. No es fácil hacerse con un lugar así, pero este fotógrafo, Premio Nacional en 2007, ha conseguido “seducir” el lugar y conformar un proyecto rotundo, una mirada amplia sobre su trabajo que se estructura en el espacio de una manera natural y que funciona tajantemente.
El proyecto, bajo el comisariado de Fernando Castro Flórez, aglutina casi cien obras del artista en un marco temporal de unos 30 años de producción, y se presenta como una exposición fundamental para entender la obra de uno de los mejores fotógrafos de este país.
Vilariño ha tratado siempre temas clásicos como el bodegón o la naturaleza muerta; el paisaje con un trasfondo que alude a la soledad; la muerte, el aislamiento en un juego simbólico que se enriquece con, en este caso, un par de piezas escultóricas. Su trato exquisito de lo estético se configura en un equilibrio discursivo y formal. Los polípticos de animales muertos y pigmentos, esas playas que se podrían definir como el fin del mundo, un finis terrae que no queda tan lejos de la retina del artista.
La fotografía de Vilariño como territorio único vinculado a la poesía lleva a la mirada petrificada por ese objetivo que se acerca a la propia Gorgona, con un resultado claro, la captura de la imagen. La relación con la mística de Vilariño conduce a un espacio contemplativo sin igual, la experiencia de una mar sin fin puede ser equiparable a lo sublime.
El silencio en su obra conduce a la poesía: desde San Juan de la Cruz hasta Valente. En este mágico recorrido acabamos en el animal, asumido como el símbolo, el círculo que se cierra. En el tiempo del ruido y la prisa, en la obra de este artista nada más queda que el silencio. Algo que podríamos ahora definir como “lo extraordinario”.
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