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La arquitectura social se establece a través de una serie de protocolos que, de maneras más o menos consciente, cada individuo al practicar, refuerza. Como espectadores también estamos sujetos a una serie de protocolos. Aún y cuando algunas prácticas artísticas centren su atención en romper un comportamiento reglado que tiene tanto de tácito como de preceptivo, ellas mismas terminan por construir otros códigos. La tipología y la estructura de los espacios también condicionan nuestro comportamiento. Como espectadores, en una sala de teatro con butacas -por poner un ejemplo evidente- hay pocas alternativas al estar sentados. Podríamos estar de pie, pero no por ello cada cuerpo deja de ocupar la plaza que le corresponde como tal.
La sesión del 25 de abril de Secció Irregular podría ser interpretada desde una perspectiva de los usos del espacio, y no tanto desde los contenidos, de tres trabajos que a priori no tienen nada que ver el uno con el otro, excepto por el espacio-tiempo que comparten. También desde la posición del espectador que ocupa individual y colectivamente un espacio y no desde la del hermeneuta del argumento. Incluso desde la posición de un autor que, si bien planea sobre todo aquello que lleva su nombre, no siempre tiene que hacer acto de presencia. La ubicuidad del autor con respecto a sus propias obras es una fantasmagoría que procede por la entidad ilusoria de su presencia permanente.
La disposición de los cuerpos es en el espacio es también una distribución en el tiempo. Manejando los códigos habituales –aquellos en los que una audiencia sedente, al observar un escenario, desaparece- Hacia una estética de la buena voluntad, de Amaranta Velarde, comienza a una sesión que terminaría con una inversión de dichos códigos. Un trabajo de danza en el que los únicos cuerpos con derecho al movimiento son los cuerpos de los bailarines. Y en el que el autor ocupa también la posición de intérprete de su propia pieza. Lo consuetudinario de una propuesta refuerza la relativa excepcionalidad de otras.
Perderse por el camino, de Luz Broto, captura ese tiempo en el que parece no pasar nada: el tiempo de espera, aquel que -como espectadores- nos vemos obligados a matar colectivamente de alguna manera. Interludio transitable, la intervención abre espacios normalmente cerrados al público, convirtiendo la arquitectura del Mercat en una suerte de laberinto domesticado por la artista. Dentro de unos límites marcados (por la disposición de una señalética conscientemente confusa y por el horario de inicio de la siguiente actuación) cada espectador, al avanzar por el espacio, produce su itinerario desde una espontaneidad condicionada. Perderse por el camino es también un ejercicio de cesión de competencias en el que, sin la necesidad de un guión previo, el autor desaparece y el público se convierte en intérprete al hacer aquello que igualmente tendría que hacer para asistir a la siguiente actuación. Ir de una sala a otra. Con la salvedad de que esta vez es más pertinente elegir el camino más largo y, en la medida de lo posible, el menos directo.
Con un músico que procede por autoexclusión y que, en vez de salir a escena, prefiere salirse de ella, Sin Título de EVOL sitúa al público dentro de un espacio cuyas fronteras sólo existen durante el concierto. Cuando los altavoces suenan y el territorio que se origina es acústico. EVOL intercambia además los códigos habituales con los que nuestra cultura entiende la dimensión visual dentro de un concierto. Frente a la condición ornamental de una imagen proyectada que simplemente confirma la demanda visual –y frecuentemente gratuita- de nuestra cultura, Sin título procede por sinestesia gracias a una imagen que es, ante todo, experiencia sonora.
Como experiencia individual, cualquier intento de descripción se convierte en una ekphrasis estéril en torno a un concierto que combina una metabolización intelectual de la cultura rave con el proceso de difracción de la luz. Pero sin la necesidad de llegar a los excesos colectivos de la primera, tan célebre hace años en la que lo más importante era bailar hasta el desgaste físico y mental. De repente, al pensar en la relación entre autor y espectador, pocas situaciones dieron tanta importancia al espectador (aquí convertido en sujeto que baila dentro de una multitud delirante) y tan poca al autor (entendido a través de la figura del dj) como la cultura rave en sus inicios. Ni siquiera el arte, con toda su carga intencional y conceptual, ha conseguido todavía una transferencia de protagonismo tan efectiva como aquella.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)