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En una sociedad que salió de la modernidad por la puerta trasera, quien formula críticas a la ciencia, y sobre todo a la ciencia aplicada, es inmediatamente tildado de regresivo, conservador, o algo peor. Pero no está claro qué ocurre con aquel que defiende la promoción científica y tecnológica. Tantear las condiciones de acceso a la ciencia desde la cultura artística es la tarea que se impuso Lux Lindner, un artista que se abocó él mismo, en los últimos veinticinco años, a la relación entre el legado de la modernidad argentina y su principal fetiche: la ciencia nacional. Esta vez, Lindner aparece en Lo contrario de la magia como el curador de una selección de colegas suyos, todos ellos salpicados de una vocación proyectual en alguna medida deudora de la ciencia aplicada, sus emblemas y sus suspiros. Al poner sobre la mesa la relación entre arte y ciencia, sin embargo, la exhibición redunda en el mito.
El mismo concepto de ciencia nacional es un concepto mágico, digno del motivo cinematográfico de la casa embrujada: en un país en el que los traumas políticos de mediados del siglo XX detuvieron la industrialización repetidas veces, no es de extrañar que el programa científico y técnico se discuta en términos homólogos a los de 1950. La obsesión industrialista en Argentina es tan fuerte que ha sustituido a la industria con el folclore de la industria. La pregunta que uno se hace es si este folclore, generalmente teñido de nacionalismo, puede considerarse “científico” sin desfigurar totalmente el término. Otra consecuencia, transitiva a la exhibición, es que la mirada nacional hacia la industria es necesariamente retrospectiva: imagina el futuro en la forma de grandes fábricas, con toneladas de carbón y masas de obreros.
No por casualidad el trabajo más pertinente de la exhibición, y el mejor ejemplo de la fantasmagoría industrialista, es un trampantojo: una técnica remota que apela al ilusionismo y que ciertamente va en la dirección contraria de cualquier idea vinculante entre el arte, la racionalidad técnica y la producción industrial, de las muchas exploradas en el largo siglo pasado. Sobre tablillas de madera, Aimé Pastorino pintó la portada de libros vetustos relacionados con el paradigma de la industrialización nacional y el desarrollismo de la década de 1960. La compulsión argentina por la ciencia convertida en fetiche, y la obsolescencia del mismo fetiche, no podrían ser más explícitas que en los títulos de los libros, relacionados con la soberanía industrial y la identidad nacional de los hidrocarburos, pintados a mano sobre madera al promediar una década (la nuestra) sobresaturada de amor por la impresora 3D.
Pero barruntar las señales del concepto de ciencia en la producción artística argentina del momento lleva a la formulación que da título a la muestra, y que involucra también un afán de polémica con las tradiciones locales endurecidas alrededor del legado del surrealismo, la fantasía y la religión del arte, tanto en su variante actitudinal (la mitificación del artista como sinónimo del diletantismo, el gasto improductivo y el dolce far niente) como en su desarrollo objetivo (la profusión esotérica, en la que incurrieron con indulgencia y éxito el mismo Lindner y muchos de los artistas principales de su generación). Quizás los defensores de la fantasía, los enemigos del trabajo y el proyecto, fueron más racionales que aquellos hechizados por el discurso melancólico que convirtió a la industria y la ciencia en un fantoche patriótico, junto a otras joyas perdidas del Atlántico sur. Si la ciencia y la técnica se han convertido en una superstición publicitaria, la prosapia de la magia y el irracionalismo sobre el arte argentino debería ser objeto de relectura, más que de confrontación. Pero esta es una hipótesis que la muestra no explora. Y queda la duda de si la negación, en este caso, no es peor que aquello que niega.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)