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Para beneplácito de los lectores de Heidegger, se habla solo de los museos cuando no funcionan, cuando tienen problemas de presupuesto, de administración o de programación. Lo mejor sería no hablar tanto y poder usarlos: que el museo desaparezca de la vista de todos como el suelo en el que estamos parados. En este sentido, vamos a esperar que al menos por un tiempo no se hable tanto del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, que el año pasado quedó en el medio de un gran revuelo mediático y ahora viene de estrenar programación y equipo curatorial.
Queremos que se hable de él solo como objeto de la historia institucional, en un futuro lejano: que se hable en libros. Queremos que hablen otros, en definitiva. Lo que menos queremos es que el museo se ponga a hablar de sí mismo. Aunque hay algunos indicios de que más que nunca se resiste a perder el centro de la escena, justo cuando podría volverse una caja negra y usarse con la confianza indiferente que Adolf Loos sentía por las mesas sin ebastinería. Una catarata de muestras individuales de pesos pesados de la escena local, un permanente fluir de gacetillas y textos de difusión, una directora que se refiere al lugar con un innovador hipocorístico (¿hay que recordar que “el Moderno,” como lo llama, viene de estar cerrado casi una década entera?) y una descripción de la obra de una artista como metáfora de la vuelta a la vida del mismo museo son signos de cierta, ejem, autorreferencialidad.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)