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Nunca sentí gran pasión por las bibliotecas. Al menos no por la función a la que, se supone, deben su existencia. Así como tiendo a comprar precipitadamente aquellos libros que quiero leer, acostumbro a leer en casa porque las bibliotecas no tienen ni cama ni sofá. También porque el silencio estructural me desconcentra. De pronto, se me ocurre un motivo muy conveniente para practicar un “retorno a la biblioteca”: la creciente necesidad de un espacio exento de hipervínculos para un exilio voluntario y transitorio de la pantalla de ordenador. Aunque quizás ese imperativo de tramposa desconexión es una de las razones por las que algunos necesitamos del arte.
Por encima de hipótesis generalistas, podría decir que la última vez que pisé una biblioteca fue consecuencia directa de una actitud sensatamente promiscua hacia el contexto del arte gracias a The Quiet Volume, de Ant Hampton y Tim Etchells, un trabajo para dos espectadores que, a lo largo de casi una hora, produce una lectura guiada y compartida que devuelve al libro su condición de fetiche intelectual y que camufla la práctica escénica en la rutina de un espacio público altamente codificado: una biblioteca.
Como primer dilema, el epígrafe definitorio para una pieza en tierra de nadie pero de todos. Si bien sus autores lo definen como “autoteatro” –en oposición a la incomodidad que les produce la alusión implícita a esa audiencia con escenario del “teatro participativo”-, alguien poco instruido en teatro contemporáneo podría preguntarse, ¿existe teatro sin público?, ¿existe público sin actores?, ¿existen actores que nunca buscaron actuar? Parece ser que sí, sobre todo si intercambiamos nociones. La de público por audiencia y la de teatro por mundo.
Esta última noción canjeada nos remite a una filosofía, sino anacrónica, demasiado clásica para sentirla cercana; la primera nos coloca de nuevo en una de las obsesiones del arte, tanto en la crítica institucional como en las políticas culturales. Pero no vayamos a repetir la autocomplaciente imprudencia de pasar por una de las muchas Escilas y Caribdis de las prácticas artísticas contemporáneas –la cuestión de la audiencia- cuando The Quiet Volume presta más atención a otra experiencia estética, si cabe la única que todavía entra en los arriesgados parámetros de la universalidad: la lectura.
The Quiet Volume funciona con dos personas que llegan al lugar de (re)presentación como espectadores potenciales y que se convierten en lectores, en público, en actores, en audiencia y en escenografía. Todo a la vez y gracias a un dispositivo (el libro) que necesita de otro (un reproductor de mp3) para arrojar en menos de una hora un guión que funciona como manual de instrucciones y como metarrelato para esa cuestión tan inasible que es la lectura. Aunque podría pensarse The Quiet Volume como una máquina del tiempo que nos devuelve a un lugar en el que las bibliotecas y la lectura todavía tienen razón de ser. Y pensar, desde el imperativo de distracción que incluyen los libros y las salas de lectura, en la angustia de Jacques Austerlizt al conocer la transformación de la Biblioteca Nacional de Francia en icono arquitectónico de una París posmoderna. O en aquel aprendizaje infantil que necesitaba de nuestro dedo índice para no extraviarnos en la arquitectura del texto.
Podríamos convertir también The Quiet Volume en un libro, conducido por un narrador omnisciente que, inyectando una afectación en el estilo literario que roza frecuentemente lo cursi, consigue que sus dos protagonistas accedan a leer juntos. Es entonces cuando The Quiet Volume es una parábola sobre la condición humana. Sobre ese saber estar juntos respetando la autonomía del otro pero sin llegar a perderlo jamás de vista. No obstante la transferencia sólo funcione porque hay unas reglas que lo posibilitan y que se aceptan sin objeciones. Reglas que ya no existen a la salida de la biblioteca, cuando el teatro deja de ser mundo y el mundo vuelve a ser ese lugar en el que uno, para ser autónomo, debe perder de vista tantas veces a la persona que tiene al lado.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)