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Las exposiciones que en torno a la obra de Gabriel Orozco se han mostrado en el MoMA de Nueva York y el Kunstmuseum de Basilea revelan dos formas bien distintas de entender los conceptos de “exposición” y “retrospectiva”.
El Museo de Arte Moderno de Nueva York inauguró, el pasado mes de diciembre, una exposición dedicada al artista mexicano Gabriel Orozco, uno de los creadores de mayor trascendencia de las dos últimas décadas. La exposición viajaría más tarde al Kunstmuseum de Basilea, al Centre Georges Pompidou de París y, finalmente, a la Tate Modern londinense en lo que constituye una producción de gran envergadura que implica a algunos de los centros más importantes del mundo. El proyecto cuenta con el comisariado de Ann Temkin, conservadora jefa del departamento de pintura y escultura de la institución neoyorquina.
Temkin, en un texto sencillo y ceñido al hueso, esto es, libre de artificios rimbombantes en un estilo que es “marca de la casa” del MoMA y de todas las instituciones estadounidenses, centra su interés en todo lo que ha hecho Orozco desde finales de los ochenta por alejarse de las convenciones tradicionales asociadas al arte y al artista, conceptos como “genio”, “proceso”, “obra final”, “individualidad”… y prácticas como la de trabajar secretamente en un estudio para finalmente dar a luz el ansiado trabajo o exponer la criatura en un espacio mitificado en el que se admirará un trabajo que es inaccesible a muchos, una obra que teje relaciones de una reciprocidad rotundamente falsa pues la obra de arte es algo que miramos, extasiados, desde abajo y no de frente. Gabriel Orozco, nos dice Temkin, quiere huir de todo lo que rodea la escena artística de los ochenta y sitúa como referencia central del mexicano la célebre máxima de Daniel Buren por la que un artista debe abandonar el estudio, uno de los “espacios osificados del arte”, y que si los artistas conceptuales de finales de los sesenta habían rechazado trabajar en galerías los artistas actuales debían hacer lo propio con el estudio y salir a la calle.
Orozco, que a finales de los ochenta pasó una temporada en Madrid donde asistió a las clases de Nacho Criado en el Círculo de Bellas Artes (más tarde no dudaría en afirmar que las enseñanzas de Criado habían sido muy reveladoras en su aprendizaje), pronto descartó el estudio como lugar de trabajo y saltó a la esfera pública, donde se gestaría otro tipo de creación, producida sobre el lugar, eminentemente efímera y casi siempre alejada del objeto artístico. Buena parte del trabajo de Orozco nace del ejercicio de transformación de lo que le rodea, porque una levísima incidencia sobre las cosas que existen alrededor de uno puede generar hechos creativos de enormes implicaciones conceptuales y estéticas. Una mancha de vaho sobre la tapa de un piano, la relación improbable entre una silla sin base y un haz de mimbre, el trazo circular que deja tras de sí una bicicleta de ruedas mojadas… Cree el artista en el potencial tremendo de lo micro frente a los grandes Schnabel de Gagosian. Antepone la mágica riqueza de un instante a la invertida rotundidad de los cuerpos pintados de Baselitz. Y mientras rechaza la obra cerrada que resulta de la conclusión de un proceso creativo, Orozco da la espalda a las salas de la galería de arte como espacio tradicional de proyección y presentación de lo artístico. En su célebre Home Run coloca naranjas en los alféizares de las ventanas de casas particulares y la exposición sale del museo para instalarse en la calle.
Este es el espíritu de la exposición que ahora le dedica el MoMA. Es una exposición sorprendentemente pequeña, mucho menor de las que se han realizado de otros artistas de su generación. El criterio a seguir rompe con los moldes que podríamos esperar de este tipo de institución y se configura como un laboratorio abierto. En este sentido, Ann Temkin ha logrado una gran coherencia a la hora de fundir discurso y presentación. La famosa caja de zapatos vacía saluda al visitante en la entrada de la exposición. La metáfora es clara. Durante años, Orozco ha coleccionado objetos que archivaba en cajas de zapatos que, a su vez, guardaba en un armario. Son objetos que ha venido encontrando en las calles, chismes que suscitan en él un interés secreto y que le sirven para testar nuevas opciones formales o, sencillamente, para formar parte de un archivo de insignificancias… La caja está vacía porque todos esos objetos están desplegados en el interior de la exposición, sobre una gran mesa de muestras blanca y bajo la luz intensa de los focos, como pendientes aún de ser examinados…
Esta muestra de Nueva York se detiene ante la cualidad procesual del trabajo de Gabriel Orozco, su naturaleza irreverente contra lo establecido y, aunque su escala pueda dar pie a pensar que estamos ante una exposición menor, su montaje es tan rico en matices como la propia obra en sí. No hay distinción cronológica entre los diferentes trabajos. Orozco y Temkin han resuelto la exposición proponiendo un magma de lecturas a partir de posibilidades ilimitadas de relación entre los diferentes trabajos. Cuando uno piensa en The Samurai’s Tree, una de sus obras paradigmáticas basado en un sistema de permutaciones por medio de un ordenador, uno comprende la naturaleza esencialmente azarosa y líquida de su trabajo.
Otra cosa bien distinta es el montaje que, en la segunda escala de esta gran itinerancia internacional, han realizado en el Kunstmuseum de Basilea, uno de los grandes museos europeos, museo con mayúsculas. Los suizos no han tenido ningún reparo en presentar a Orozco como un clásico vivo, algo que tiene mucho de cierto aunque su fecha de nacimiento (1962) pueda llamar a equívoco, y su exposición es, sin ser más grande, algo más solemne, más seria. Tal vez la razón sea la cadencia regular de los espacios. Si en Nueva York asistíamos a un montaje heterogéneo en una sola sala sin divisiones, en el tercer piso del Kunstmuseum de Basilea el trabajo se distribuye en una sucesión de salas pequeñas que exige una percepción secuenciada, como fundada en el principio de la causalidad.
Gabriel Orozco ha sido museizado en Basilea. La institución suiza cuenta con dos espacios, el Kunstmuseum y el Museum für Gegenwartskunst, a unos 500 metros, en la margen izquierda del Rhin. Si el primero es un museo en el sentido más estricto del término, el segundo, aunque también muestra en ocasiones su colección, se acerca más a la idea de centro de arte (estos días puede verse la exposición de Rodney Graham producida por el MACBA). Sorprende no ver la exposición en este espacio y hacerlo en las regias salas del Kunstmuseum. Todo apunta a que la idea de ofrecer esa versión del proyecto retrospectivo de Gabriel Orozco responde a un modo más conservador de entender lo que significa una exposición retrospectiva, una forma de presentación en la que las vitrinas se imponen a las mesas de laboratorio y de la que el artista tal vez hubiera huido durante buena parte de su carrera. Aunque tal vez ahora ya no…
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