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La relación entre arte y realidad es una de las obsesiones del arte contemporáneo. Puede que no tanto de la realidad, si entendemos estas dos nociones como algo separado y no como parte de un todo, donde dentro de la realidad estaría siempre subsumido el arte, sea este del tipo que sea.
En un momento en el que la representación -campo de acción tradicional del arte- ya no puede entenderse como un territorio autónomo (por todos aquellos efectos que produce en lo real), esta división parece seguir tan vigente como hace décadas, cuando la principal ocupación del arte consistía en establecer un puente efectivo entre arte y vida o, al menos, uno más explícito y evidente a través de un “aquí y un ahora” basado en lo perecedero e inasible del momento. Sin embargo, como apuntaba José Luis Brea en Un ruido secreto, este antagonismo entre arte y vida es una de las aporías constitutivas del arte; una ficción de la cual éste no puede prescindir, ante el riesgo de extraviar la razón de ser de gran parte de la producción artística contemporánea.
Al problema de definición de lo que es arte, se une entonces un nuevo problema: el de la definición de la realidad. Cuando el arte se constituye desde la voluntad de incidencia en la realidad, está dando por sentado que no está incluido en la misma. Al menos, no en aquella hacia la que se dirige. Es entonces cuando la realidad deja de funcionar como un todo inclusivo para pasar a delimitar territorios, a priori- extra-artísticos, y con problemáticas sociales que, aunque también existen en el arte, no se señalan desde el cubo blanco. La cosa se complica un poco más cuando toca recordar que, gracias a Duchamp y desde hace casi un siglo, “todo puede ser arte”. No obstante ahora se trate de sacar al arte de su jurisdicción; de que él mismo salga hacia otros lugares, y no tanto de que abra sus compuertas a esos otros mundos que pueden vivir perfectamente sin él.
Podría pensarse entonces que el arte practica un turismo de realidad. O que, al rechazar esta división entre ambas esferas, no hace sino reforzarla al estar enunciándola permanentemente. También que, así como el arte es consciente de su voluntad de mutación, a veces se olvida de que esa realidad a la que interpela también se transforma continuamente. Y que lo hace mediante una actitud estética que hasta hace poco era dominio casi exclusivo del arte.
Esta dualidad es precisamente el epicentro de acción de La realitat Invocable, comisariado por Montse Badia para el MACBA. Una exposición que, al emplazar su sentido en ese puente construido por el arte hacia la realidad, recupera el debate entre dos esferas que han sido construidas bajo un antagonismo considerablemente productivo para el arte.
En su mención de la realidad, los proyectos que incluye esta exposición trabajan los dos tipos de desplazamiento mencionados anteriormente: desde el arte hacia un afuera y desde ese afuera hacia el arte. La confluencia permanece -en la mayoría de los casos- en los propios proyectos o en la sala de exposiciones y, por tanto, en el dominio del arte y en el ámbito tradicional de la representación.
Sin ser La realidad invocable una exposición que le exija al arte una utilidad no-artística o que niegue su dimensión representacional, posee un proyecto que supera esta división ficticia que presenta el arte como antagonista de la realidad. Y lo hace precisamente por su desinterés en superar dicha aporía.
Sucede que para superarla, Negro sobre blanco de Núria Güell interpela al museo y no al arte. Es entonces cuándo uno se pregunta si, para darnos cuenta de que el arte no dialoga con la realidad sino que negocia dentro de ella, toca prescindir de lo que suele entenderse por arte. Gracias a la perversidad de las contradicciones, la arquitectura de dicha división se mantiene casi intacta. Al alejarse del marco representacional, la representación sigue encargándose de practicar esa “no-realidad” atribuida al arte. Sin embargo, proyectos como el mencionado demuestran que es posible tener más en cuenta al arte que nunca prescindiendo de él.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)