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Este artículo comparte título con el del libro en el que estoy trabajando.
Este artículo es, en realidad, el libro. El resto serán digresiones.
Este artículo también da cierre a la colaboración de Cesare Pietroiusti, Melina Berkenwald, Glòria Guso, Gemma Gallardo y Pablo España quienes, en esta serie de artículos, señalan la angustia de la comunidad de artistas persiguiendo una zanahoria que no saben ni donde está ni si, tal vez, existe.
En este artículo planteo que el arte tiene que pensarse como una actividad amateur, y esto lo defiendo por varios motivos que expondré de más a menos controvertidos.
1.- Profesional no es sinónimo de percibir honorarios y amateur de renunciar a ellos.
Las reclamaciones sectoriales, tradicionalmente preocupadas por resolver la cuestión de ¿de qué viven los artistas? handerivado en demandas incoherentes y resultados exiguos. La primera de ellas, en un sentido temporal, es aquella que reclama un sistema que eduque al alumnado en el consumo de arte; en otras palabras, que genere público. Claro que, defender que la formación artística es necesaria para aumentar el número de gente interesada en la contemplación de arte es tanto como considerar que la asignatura de educación física tiene que tener el objetivo de generar abonados a las plataformas de fútbol en streaming y es, también, fijar el modelo de negocio en la explotación del objeto en lugar de en la actividad del artista.
2.- El sujeto es el artista y la obra es el objeto.
Primero liberemos al concepto artista de la acepción que lo identifica con profesional. Una profesión requiere de una preparación técnica y, de algún modo, colegia a sus integrantes. El amateurismo, por contra, es ultrainclusivo ya que, para determinar la pertinencia, no ejerce ningún juicio de valor ni sobre la preparación necesaria para ser artista ni sobre los resultados. El amateurismo, en todo caso, promueve la acepción del artista idiosincrático, que retiene la singularidad y, por extensión, la condición de sujeto en el artista.
Tal vez apoyado en el confort que supone derivar a la interpretación la responsabilidad de dotar de contenido al objeto artístico, el artista ha permitido, y en muchos casos alentado, una disolución de la autoría que forzosamente acaba derivando cualidades del sujeto a la obra de arte. Es por ello que el producto artístico se ha acabado convirtiendo en un producto-sujeto, cosa que conduce a peculiares formas de explotación que imponen la implementación de un mercado anormalizado. Un mercado con unas normas que no guardan paralelismo con ningún otro entorno de producción ni de comercio; ni en tipos impositivos, ni en ayudas de la administración, ni en protección de la propiedad.
3.- La obra de arte en dominio público.
Se da el trilerismo según el cual la irrefrenable pulsión productiva y la voraz necesidad de atención del artista son asumidas como debilidades con las que se acabará contando, desde la estructura del arte, como condiciones ventajosas para imponer el objetivo de privilegiar el formato expositivo y, en consecuencia, la inversión en estructuras de presentación y exhibición. Inversiones que serán percibidas por la comunidad de artistas como un logro sectorial porque ha aceptado que la monetización de la actividad artística sólo es posible desde la explotación -en régimen de cesión o venta- de las obras de arte, cuando, en realidad, es la estrategia del sistema del arte para singularizar el producto y poderlo convertir en una mercancía susceptible de ser incorporada a un mercado especulativo. Radicalicemos la idea de presentación pública. Imaginemos una producción artística liberada de las condiciones que fija la ley de propiedad intelectual. Todo copiable y modificable. Todo dominio público.
(Imagen destacada: copiado de una ilustración de Christoph Niemann)
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)