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Cuando hablamos de institución a menudo hablamos de límites. Tino Sehgal es un artista que desde su práctica artística se cuestiona el entramado, no sólo institucional, sino también del mercado, el comisariado, el papel del artista y el del público). Espacios vacíos, «situaciones construidas» y un espectador que definitivamente tiene que actuar de una manera diferente a la habitual, son las únicas constantes en su labor. Y a pesar de la voluntaria dificultad de su trabajo para encajar en el marco institucional, está presente en un gran número de instituciones y eventos, como Documenta, la Bienal de Venecia o ahora mismo la Martin Gropius Bau en Berlín. En el artículo que hoy recuperamos, publicado en 2012, Angel Calvo Ulloa escribe sobre su intervención en la Sala de Turbinas de la Tate Modern en Londres.
Tino Sehgal es una de esas figuras cuyo trabajo jamás pasa desapercibido. Las últimas reseñas de la recién finalizada documenta destacaban la fuerza de su intervención y lo señalaban como uno de los puntos imprescindibles de la cita. En algunos casos, era la pieza de Sehgal la que se alzaba como piedra angular de una cita que, bajo el cartel del no-concepto, ha suscitado diversidad de opiniones. Sin embargo, la figura del anglo-alemán, que actualmente copa los grandes espacios y citas del arte mundial, evoluciona intocable. Asciende imparable.
Hablar de Tino Sehgal no es tarea que se solucione con una lectura ágil del material que ha ido generando su intensa carrera. Las páginas son escasas y éstas se centran en un análisis puramente emocional de lo que la escena provoca en sus partícipes. Como público, la experiencia raramente es pasiva, lo que nos lleva del lugar del espectador al de cómplices de estas situaciones. No es este un análisis distinto ni revelador. Cruzar la puerta que separa la calle y el hall de entrada de la TATE Modern supone traspasar un límite entre lo real y lo realizado. Las connotaciones que como antiguo generador de energía perduran en la sala de turbinas, obligan a los artistas que la intervienen a tener en cuenta esa clausula inherente al propio espacio. Anish Kapoor, Olafur Eliasson, Rachel Whiteread o más recientemente Ai Weiwei han optado por sacar el armamento pesado para no arriesgarse. Sehgal la ha llenado de vacío y movimiento, pero no de un movimiento monótono y mecánico. No hay coreografías circunscritas, éstas se funden por momentos con la actividad cotidiana de la gran sala, alentadas por consignas e historias que se repiten a lo largo de la jornada. Estos relatos son emitidos por los diferentes personajes que se ocultan entre la masa, sin distintivos que los diferencien del resto.
Fiel al imprevisible devenir de sus acciones, el suelo comienza a vibrar bajo los pies de una manifestación incontrolada. La multitud estalla y la explosión desplaza a las personas que, a nuestro lado, pasaban desapercibidas entre la muchedumbre, como espectadores impasibles. Esto, unido a los constantes apagones y parpadeos del alumbrado de la sala, provoca el desconcierto entre quienes incrédulos, asisten a una nueva demostración de que “el mundo se ha vuelto loco” o “estos artistas nos quieren tomar por tontos”. La energía ya no es fruto de un generador, son los individuos organizados los que la provocan. Es por esta razón por la cual el espectador ya no es espectador, sino actor, aunque todavía no lo sepa. Acorde con el momento histórico que nos toca vivir, la obra de Sehgal no cuenta a priori con un marcado carácter político. Es difícil, sin embargo, no contemplar esa opción teniendo en cuenta lo revolucionario de sus propuestas. Una multitud no organizada que de manera espontánea decide romper con su conducta autómata. Probablemente nos suene de algo.
Resulta inusual enfrentarse a una obra cuyo poso no se manifiesta en forma de catálogo, de registro videográfico ni de ningún otro modo. Las instituciones adquieren sus obras mediante un contrato verbal en el que es el artista, y sólo el artista, quien establece las condiciones. Podríamos entonces calificarlo de farsante o valorar la importancia que este tipo de decisiones para sustentar un trabajo que de otro modo corre el riesgo de convertirse en carne de fieras para ansiosos coleccionistas. Para desconcierto de los amigos de lo provocativo, Tino Sehgal tampoco levanta la voz, no vende una imagen de enfant terrible ni se erige abanderado de ninguna causa tendenciosa. Sehgal no oculta sus referentes y tras su trabajo están: Bruce Nauman, Dan Graham, John Cage o Fluxus al completo por citar algunos. Sin embargo, el museo ha sido el cementerio de una buena parte de ellos, con los restos del decorado convertidos en reliquias que engordan el acervo y sus imágenes avejentadas en apenas cinco décadas. Aprender de los errores del pasado es lo que lo ha llevado a rechazar todo souvenir extraído de su trabajo. No hay guiones, fotografías ni proyecciones que certifiquen lo sucedido. Todo material registrado es papel mojado porque nada nos da una dimensión real de lo acaecido.
Experimentar el trabajo de Sehgal exige estar ahí, introducirse en el espacio sin información previa o con información imprecisa. Da igual que nos cuenten el final de la película porque no se trata de eso, sino de una experiencia que en algunos casos perturba nuestros sentidos creando una confusión ante la cual, por exceso de influencia del avance tecnológico, parecíamos habernos inmunizado. Sehgal deja claro, de un modo avasallador, que lo que nos rodea jamás dejará de sorprendernos. No es necesario infestar el mundo de criaturas u objetos misteriosos, ni jugar con efectos enlatados a provocar el pánico o la felicidad. Es en las situaciones que se nos muestran incontrolables en las que nos sentimos confusos. Cuando no sabemos qué va a suceder a nuestro alrededor, un mínimo gesto puede fracturar nuestro equilibrio y es ahí donde Tino Sehgal ha decidido rascar. Poco cuenta entonces haber presenciado alguna de sus situaciones construidas anteriormente para hacerse a la idea de lo que en la sala de turbinas ocurre, porque lo único que vale es asistir y lo indeterminado de toda reflexión teórica no hará más que ahogarnos en la sinopsis de una experiencia que precisa ser vivida.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)