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En 2007 Ferran Adrià y su entonces restaurante el Bulli fueron invitados a participar en la Documenta 12 de Kassel. Su selección entre la nómina de artistas en uno de los eventos artísticos más importantes dejó descolocados a no pocos en el mundillo del arte (especialmente a aquellos que se escandalizan con las cuotas de representación nacionales; yo mismo me preguntaba que cómo era posible que su comisario, Roger-Martin Buergel, invitado por el MACBA entonces, hubiese llegado a la conclusión que lo único que le interesaba del panorama artístico de Barcelona era una buena comida en un remoto restaurante en el Cap de Creus, lo que era ya una muestra del cosmopaletismo del que hablaba Eudald Camps hace unos días). También quedaron atónitos por la elección, pero en un sentido inverso, en el mundillo de la alta cocina: por fin era considerada arte. Pero el que quedó más pasmado de todos fue Ferran Adrià. No veía cómo podía participar, no se veía trasladando su restaurante a la lejana ciudad de Kassel; ni preparando platos públicamente; ni exhibiendo fotografías de sus platos (aunque luego sí lo ha hecho, actualmente se puede visitar en la Somerset House de Londres la misma exposición sobre el Bulli que mostró hace un año el Palau Robert de Barcelona). Así que su solución fue salomónica: el Bulli seguiría haciendo lo mismo durante los 100 días de la Documenta, su participación consistiría en eso y en invitar a cenar una noche a dos visitantes en el evento elegidos al azar cada día, un avión a Girona, una cena, una noche de hotel y de vuelta a Kassel con la panza llena. Cuentan que la cosa tuvo poco de azarosa, que en realidad el comisario de la Documenta elegía bien a los invitados.
Ahora el centro de arte Arts Santa Mònica presenta la última exposición del actual equipo (al margen de críticas sobre esta exposición o la programación, insistimos en que la Consellería de Cultura tiene que explicar los motivos y explicitar su plan para las artes y la cultura ya), una exposición en la que la cocina vuelve a ser protagonista: «El somni». Esta vez es el turno de los hermanos Roca, propietarios del recientemente laureado ‘mejor restaurante del mundo’, el Celler de Can Roca. Inevitable destacar la suerte o la astucia en la programación de los hermanos Roca coincidiendo con el eco mediático (al menos en Catalunya) de su premio. A diferencia de Ferran Adrià, los hermanos Roca sí cocinarán en el centro de arte, en la exposición. Pero cocinarán para un selecto grupo de doce invitados, estos sí, sin excusas, elegidos a dedo. Son eminencias de distintas áreas: desde el filósofo Rafael Argullol, al biólogo Ben Lehner, pasando por Miquel Barceló y Ferran Adrià (el referente). La propuesta forma parte de una ópera sensorial dirigida por Franc Aleu. Entre las cosas que he entendido, estas doce eminencias nos trasmitirán a los demás las sutilezas de la experiencia.
Como dice el portero zoquete de la serie “La que se avecina”, se me vienen varias cosas a la mente. La primera tiene que ver con si es lícito destinar el dinero y el espacio de una institución pública para invitar a una cena exquisita a unos pocos elegidos. O si esa exclusividad y la exclusividad de la experiencia más bien forma parte de la actual tendencia, que el neoconservadurismo galopante aprovecha con la excusa de la crisis, para marcar constantes diferencias de clase en el acceso al conocimiento, la educación, la cultura y en último extremo, a la sanidad. La propuesta se parecería a algo así como una versión de uno de esos programas de televisión en los que enseñan las casas de los ricos y nos explican lo bien que se vive entre jacuzzis, vistas al Bósforo, servicio y acceso directo desde el parking al salón.
Por otra parte, recuerdo a Antonio Ortega discutirle una de sus frases doradas a Dora García, aquella que dice “El arte es para todos, pero sólo una élite lo sabe”, argumentando que lo que pasa con el arte es que es minoritario, no elitista, y haciendo un símil deportivo lo comparaba con el carácter minoritario del ajedrez frente al elitista del polo. Ahora me parece que la realidad se empeña en darle la razón a Dora y quitársela a Antonio. Y la alta cocina, con su halo de exclusividad, con la constante recurrencia a la necesidad de una sensibilidad elevada y cultivada, está jugando un rol determinante en esa guerra. La de unas prácticas artísticas que insisten en su carácter elitista, no sólo en sus formas de presentación exclusivas sino incluso en aquellas más populares mostrando lo que no está ni estará a nuestro alcance, aquello que pese a estar expuesto públicamente tiene que ver con una experiencia de posesión que pertenece a unos pocos marcada por la línea de seguridad en los museos y que muestra, una vez más -como en el caso de los hermanos Roca en un centro de arte-, la connivencia de los productores culturales con un modelo que se ha olvidado de la cultura y el conocimiento como bienes públicos.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)