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José Roca es un curador independiente con base en Bogotá. Tras haber curado y dirigido varias bienales y colaborado con grandes instituciones en distintas partes del mundo decide poner en marcha FLORA ars+natura, un espacio independiente para el arte contemporáneo. En su práctica curatorial destaca la dimensión infraestructural o la capacidad de activar espacios y estructuras de trabajo que permitan el desarrollo de los contextos artísticos a nivel local.
José, empezamos por lo esencial… ¿que significa para ti la curaduría, cómo entiendes tu práctica curatorial?
Lo que he aprendido de estos años trabajando como curador, tanto institucional como independiente, es que la curaduría es la creación de una comunidad temporal, la exposición es una forma de traer un grupo de personas y hacer que juntas tengan una experiencia de vida significativa. Si esto no sucede, el proyecto no vale la pena, y es por eso que me interesa trabajar con artistas vivos. No vengo de la Historia del Arte, lo mío no es la investigación académica; lo que me interesa es especular a partir de hipótesis de trabajo que discuto con los artistas para crear un texto de manera conjunta. Para mi lo esencial es la creación de esa comunidad temporal.
En relación con esto, y dentro de esa comunidad temporal, ¿Cómo es tu relación con los artistas a la hora de trabajar? ¿de qué modo funcionan esas relaciones profesionales, que en muchas ocasiones se vuelven personales, con artistas a la hora de llevar a cabo los proyectos?
Cuando trabajé a cargo del área de Artes del Banco de la República, más que curar propiamente lo que hacía era gestión de proyectos. Traíamos muchas exposiciones itinerantes y producíamos muchas más, con mucha intensidad, pues es una institución bastante grande, y todo el tiempo me la pasaba corriendo para gestionar estos proyectos, pero no conseguía generar una conexión con ellos por falta de tiempo. Muchas veces no tenía la oportunidad de estar con los artistas o los curadores, y esta experiencia hizo darme cuenta que no quería trabajar de este modo, que lo que quería era poder involucrarme de manera personal en cada proyecto. En el Banco hice sin embargo varias exposiciones en las cuales pude involucrarme muy profundamente, y que considero importantes en mi carrera. Luego, ya como curador independiente, pude pensar mi práctica de manera más estructural. Para la Bienal de Mercosur escribí una especie de manifiesto, una declaración de principios sobre lo que yo creo que es la labor curatorial. Como curador normalmente genero una hipótesis bastante general y a partir de ahí curo a partir de la obra de los artistas; no pienso en un tema y luego lo ilustro, sino que dejo que los materiales que traen los artistas terminen de moldear el proyecto. Entiendo la curaduría de un modo muy orgánico, no académica e ilustrativa de una tesis preexistente, sino un proceso abierto que se va conformando con el diálogo entre mis ideas y las que los artistas aportan.
Hace años pones en marcha FLORA ars+natura, un espacio que se enfoca en la producción, a partir de comisiones y residencias; en la difusión de los resultados de estos programas, y en la educación. ¿Crees que es importante que desde la curaduría se activen y se generen espacios y estructuras de trabajo que permitan el desarrollo de los contextos artísticos a nivel local? ¿Qué función cumple Flora en ese sentido en el contexto colombiano?
Cuando trabajé en proyectos tipo bienal me di cuenta que los grandes capitales que se destinan a estos proyectos, que tienen como objetivo activar la escena local motivadas por cuestiones relacionadas con el turismo cultural, se van en un evento ruidoso de dos o tres meses, y después no pasa nada entre una y otra. Ahí pensé que la curaduría debería ser una forma de crear contexto, uno no debe conformarse con hacer lo que se le pide, sino que debería contribuir a consolidar o crear infraestructura local aprovechando el presupuesto del evento. Por eso en muchos de los proyectos en los que participé intenté trabajar en este sentido, como en la Trienal Poligráfica de San Juan en Puerto Rico, donde le pedimos al colectivo canadiense Instant Coffee Collective que pensara un espacio de recibo para el público –que resultó en una especie de gran cama comunal que integraba las publicaciones y múltiples de otros artistas; el encuentro de Medellín MDE07, en el que creamos un espacio -que todavía existe- llamado La Casa del Encuentro, diseñado por el artista colombiano Gabriel Sierra; o en la 8 bienal del Mercosur, de la cual fui el curador general, donde uno de los elementos esenciales era lo que llamé la Casa M, una casa que alquilamos durante un año y se convirtió en lugar de encuentro de artistas, curadores o mediadores para el desarrollo del proyecto. En la última versión de la Bienal Femsa en Monterrey, México, me alegró que se inspiraran en la Casa M para crear Lugar Común, un espacio que funciona como laboratorio de proyectos ligado a la Bienal; les ha funcionado bastante bien, y parece que tienen pensado mantenerla. Mi idea era que la Casa M fuera permanente y que funcionara como una especie de bisagra entre una bienal y la siguiente, pudiendo ser utilizada como laboratorio y generando una temporalidad continua entre los dos momentos. Finalmente no funcionó así, estuvo abierta sólo un año y luego se cerró por razones puramente institucionales. La de Puerto Rico sólo duró lo que duró la Trienal, y la Casa del Encuentro en Medellín siguió pero nunca con la intensidad de actividades que tuvo cuando la creamos. El problema era que las tres estaban ligadas a la bienal de la cual surgieron, y en cierto modo murieron con ellas.
Esa dimensión infraestructural de la curaduría me parece esencial. En un momento me invitan a presentar un proyecto curatorial para la bienal de Taipéi, y presenté uno titulado Naturaleza Imperial sobre la relación entre la empresa colonial y la botánica. Volviendo del larguísimo viaje a Taipéi pensé que si el proyecto, que estaba entre los cinco finalistas, finalmente no salía era un señal de que tenía que quedarme y hacer algo en Colombia. Mi propuesta curatorial no fue seleccionada, y así ese proyecto se convirtió en el germen de lo que luego sería FLORA, que creé en compañía de mi esposa, Adriana Hurtado, abogada especializada en temas legales ligados a la cultura y gestora cultural. FLORA creció y se fue consolidando de manera muy orgánica; no hubo un plan maestro, fue avanzando poco a poco y fuimos respondiendo a las necesidades y circunstancias. Primero conseguimos una casa en un barrio popular, la adecuamos como espacio de exposición y reunión, y aprovechamos un sitio que teníamos como finca de recreo en la ciudad de Honda, -que durante el periodo colonial fue el principal puerto sobre el río Magdalena- para hacer residencias. La idea era presentar en Bogotá los resultados de las residencias en Honda, pero nos dimos cuenta que las residencias cortas de tres o cuatro semanas no daban para presentar demasiado, así que comenzamos a utilizar el espacio para presentar otro tipo de proyectos. Creamos otro espacio de residencias en Bogotá para estancias largas de un año, que funcionaban mucho mejor a la hora de involucrarse con el contexto local. La curadora en residencia y yo hacíamos el acompañamiento curatorial, pero casi no dábamos abasto pues la gestión de un espacio independiente toma mucho tiempo. Luego surgió la oportunidad de ampliar FLORA construyendo un nuevo edificio que albergaría los talleres y una biblioteca/sala de clases, con espacio para acoger a catorce artistas de manera simultánea. Se hizo evidente que no íbamos a tener el tiempo de gestionar el proyecto y además hacer seguimiento a los residentes, y es cuando surge la idea de Escuela FLORA, un programa de estudios independientes donde curadores, artistas y personas de otras disciplinas vienen y hacen visitas de taller, seminarios y acompañamiento curatorial a los artistas en residencia.
Habiendo visitado el proyecto y compartido distintos momentos con los residentes, me interesa la relación que se da en FLORA entre un proyecto de escala doméstica y carácter abierto con un sentido de calidad y profesionalidad. ¿Cómo se conjugan estas características?
Como decía, cuando comenzamos con Escuela FLORA todo se fue dando de forma orgánica. Una de las cosas que hemos intentado es llevar nosotros el grueso de la gestión para que ésta no recaiga en los artistas. Podríamos haber intentado alquilar los estudios, pero preferimos intentar lo que estamos haciendo, que es conseguir distintos benefactores que puedan sustentar económicamente las residencias. Personalmente, no creo mucho en la financiación con una única fuente, esto te hace demasiado dependiente de un único estamento, lo cual puede terminar influyendo en tu programa, o terminar con él si esa financiación desaparece. Creo más en una vinculación con un número mayor de personas o instituciones, una corresponsabilidad que hace que el proyecto sea más sostenible y que crea también una comunidad a través de la gestión y la financiación del proyecto mismas.
En cuanto a la escala de FLORA, es verdad que a pesar de ser catorce residentes de lugares muy distintos (el grupo inaugural en 2016 incluyó artistas de Gran Bretaña, Argentina, Perú, México, España, Holanda, Guatemala y de varias regiones de Colombia) se siente como un grupo familiar y cercano porque se ha dado también de un modo natural a partir de la hospitalidad que tratamos de dar. Como la mayoría de los artistas residentes vienen de fuera de Bogotá y están aquí por una temporada larga, se genera un ambiente de comunidad que ayuda al desarrollo de los trabajos. No solo influye la gente que viene a dar las clínicas y tutorías, sino también la retroalimentación mutua que se da cuando cruzan los pasillos para visitarse en los talleres.
Flora es un proyecto dedicado a la relación entre el arte y la naturaleza. ¿Por qué esta decisión, qué crees que puede aportar el pensamiento y la producción artística en relación al diálogo cultura-naturaleza?
El tema con lo natural surge de un interés personal que se cruza con un interés intelectual. Mirando hacia atrás, en mi trabajo curatorial muy a menudo he trabajado en esa relación con la naturaleza, como por ejemplo una exposición que hice en la Sala Montcada de Barcelona hace más de una década que se llamaba Botánica política, o distintos proyectos que han tenido lugar en territorios rurales o naturales, como la parte que me correspondió curar en la Bienal de Sao Paulo en 2006, que ponía en relación los artistas que hicieron residencias en la Amazonía brasileña con otros artistas con trabajos y preocupaciones en la misma línea.
El tema arte-naturaleza fue muy lógico considerando mi trayectoria como curador, algo en lo que vengo trabajando desde hace mucho tiempo. En los últimos años este tema parece estar en el ambiente, como se ve en las múltiples exposiciones tanto locales como a nivel internacional que tocan el tema de la Amazonía, el territorio, el chamanismo, el pensamiento indígena, etc. Inclusive el último Salón Nacional de artistas en Colombia retoma este tema desde la perspectiva del paisaje. Pero FLORA no es un proyecto de sostenibilidad ambiental, sino que privilegia más bien una aproximación más “sucia” al tema arte-naturaleza, mucho más cruzada por la política y menos de corte ecológico.
¿Crees que necesitamos encontrar otros modos más allá de los que trae el capitalismo global en cuanto a cómo nos relacionamos con lo natural? ¿Qué posibilidades crees que puede abrir el arte en estas cuestiones?
Creo que para todos es evidente que el modelo extractivista ya no es la forma de gestionar el progreso, puesto que vivimos en un planeta con recursos limitados. Mientras que los países en desarrollo están tratando de ponerse a la par con los del primer mundo mediante la explotación de los recursos naturales y la industrialización y urbanización acelerada, los países que ya pasaron por allí están tratando de cerrar minas, demoler presas, desmontar centrales nucleares y producir energías más limpias. Nuestra relativa “virginidad” en términos de explotación del territorio debería ser una fuerza, no una debilidad: tenemos aún grandes áreas rurales impolutas que valdrán precisamente por eso, por su aire y su agua. Todas las discusiones sobre el Antropoceno evidencian que ya hemos incidido como especie en el planeta y que a menos que haya una conciencia y responsabilidad compartida a nivel global, no sobreviviremos. El arte puede hacer poco –en el mejor de los casos crear conciencia colectiva mediante imágenes que salen de la lógica de la denuncia o el activismo- pero ese poco ya es bastante.
Parece que últimamente los lugares hegemónicos del contexto artístico están perdiendo importancia, y cada vez más espacios periféricos ganan presencia, incluso con grandes proyectos como Documenta se desplazan a otras ciudades. ¿cómo ves este proceso, y como entiendes la relación entre un contexto local, en tu caso Bogotá, con lo internacional?
Con la profusión de bienales en todas partes del mundo, el peso específico de cada una de ellas es necesariamente menor. El “mundo del arte” sigue haciendo peregrinaciones periódicas a Venecia y a Kassel, pero las bienales periféricas como Estambul, Sao Paulo, Taipei, Yokohama, etc. se llevan cada vez más un porcentaje de este público. Y quienes se interesan por una región particular del mundo van a estas bienales porque sólo allí pueden ver en profundidad el arte de esas regiones o países, aprovechar para ver las instituciones, visitar talleres, etc. Algo similar pasa con las ferias. Anteriormente para insertarse en la escena internacional un artista tenía que viajar a los centros. Hoy ya no es necesario, es más, cierta localidad beneficia el trabajo. Colombia, y en particular Bogotá, son un caso interesante. En tantos años de relativo aislamiento, la escena local se desarrolló sin la presión del mercado o el afán expositivo, y esto generó una escena rica, compleja y con muchos niveles y capas, que además en los últimos años se ha enriquecido con la aparición de muchísimos espacios independientes. La percepción de que en Colombia están pasando cosas muy interesantes –se ha hablado de un “boom” del arte colombiano- es en realidad un asunto de visibilidad. FLORA se inserta en esta escena como un jugador más, no necesariamente llenando un vacío protuberante, como sí lo hicieron espacios como TeorÉTica en Costa Rica o Lugar a Dudas en Cali, sino más bien complementando la escena, en particular en lo que concierne al programa de estudios independientes centrado en la práctica de taller y en la retroalimentación constante en el lugar mismo de trabajo.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)