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Una obra de arte se trasforma en icónica cuando se convierte en una referencia emblemática para un imaginario colectivo, abre un lenguaje, un modo de ver determinado. Las condiciones para que ello acontezca no responden a un patrón específico, sino que cada época compone su propia gramática. Desde diversas fuerzas instala en la escena una tensión que articula sentimientos, pensamientos y experiencias que están latentes. Frida Kahlo (1907– 1954), por mencionar un caso, abre una poética visual que no solo busca su propia voz, sino los ruidos de un pueblo mutilado, un cuerpo roto que aparece desde múltiples y erráticos fragmentos, construyendo su identidad ya para siempre herida.
Es lugar común decir que una obra de arte se transforma en ícono por razones externas a ella, por la personalidad de sus autores, por una polémica determinada o por razones políticas y económicas. Sin embargo, me inclino a pensar que con todas las contingencias indeterminables que llevan a una obra a transformarse en un mito, hay algo en ellas que excede la lógica de la explicación. Desde luego, no se puede dejar de considerar la densa corriente subterránea que son sus condiciones materiales y de producción, pero también hay algo arrebatador de la forma que arranca una actualidad y sabe penetrar en la memoria de una época, anudar líneas interrumpidas, una mezcla de abstracción y plasticidad desde la que se teje el mito, desbordando cualquier intencionalidad.
La paradoja a la que se enfrenta el arte icónico es que la singularidad que lo posiciona es muchas veces la misma que lo lleva a perder su definición tanto crítica como productiva, para acabar circulando vaciado de sí en una nevera o camiseta. Entre el estereotipo y lo ejemplar, una especie de medida que nos recuerda que todo modelo remite siempre a su reducción. En su relación siempre fallida con la realidad hace una promesa imposible de comprensión, pronóstico y creación, que es donde se encuentra su grandeza y su peligro. Para mí, tal vez lo más interesante de este cruce conflictivo es que no saca su energía de formas estables, sino de estados frágiles de una agitación, conformando un espacio que no deja de balancearse entre la posibilidad y su fracaso.
(Imágen: Frida Kahlo Calderón, Dos desnudos en el bosque (La tierra misma), 1939)
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