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Un pequeño mapa del audiovisual y el cine en la institución-arte
En su célebre ensayo Contra la interpretación (1964), Susan Sontag se refirió al hecho de que las películas no eran todavía “atropelladas por los interpretadores” debido simplemente a la novedad del cine como arte. Añadió que ello era “también debido al feliz accidente por el cual las películas, durante largo tiempo, fueron tan sólo películas; en otras palabras, que se las consideró parte de la cultura de masas, entendida ésta como opuesta a la cultura superior, y fueron desechadas por la mayoría de las personas inteligentes”. Resulta más que evidente que esta relación ha sido hoy revertida y que, junto a una legión de interpretadores, no hay museo, institución artística o centro de arte que no haya incorporado el cine como parte integral de su programación. Esto requiere algo de periodización previa.
Si la década de los setenta y ochenta fueron claves para la emergencia del vídeo y el videoarte como un nuevo medio artístico que demandaba su propia inserción en los canales y programas institucionales, los noventa fue la década en la que el cine hizo su entrada definitiva en la institución-arte. Más recientemente, la fusión de estos medios se ha normalizado borrándose cualquier límite o frontera entre ellos (a lo que ha ayudado la digitalización de toda la tecnología). Mi propia escritura ha experimentado en el último lustro esta disolución entre arte y cine, y ésta se ha dado de una manera natural.
Independientemente del medio, la audiovisualización del arte contemporáneo es consustancial al devenir pantalla de todos los ámbitos de la vida privada y pública. La integración en la institución-arte del vídeo y el cine ha ido igualmente en paralelo a la consagración de artistas y la asimilación que el mercado ha hecho de todo ello. Pero más que la tecnología en sí misma (vídeo, cine, tv, instalación, etc.) y sus equipamientos tecnológicos correspondientes, lo que la institución-arte ha integrado lenta y sigilosamente son los dispositivos conceptuales y discursivos que rodean al medio tecnológico.
Así, la actual tendencia de muchos artistas a escoger tecnologías obsoletas como el celuloide es una respuesta crítica y lógica a la digitalización masiva de la sociedad, y que en ocasiones alcanza el tono nostálgico de una técnica en desaparición. Imitar lo analógico a partir de lo digital es hoy una corriente dominante. Se da una paradoja (técnica y temporal) interesante al contrastar la dificultad con la que muchas instituciones y centros de arte se han encontrado a la hora de incorporar proyectores en loop de 16 y 35 mm en tiempos recientes, es decir, una tecnología artesanal desfasada, con el aprieto con el que un artista tenía que negociar para poder visionar una cinta de VHS, pongamos que en 1989. Lo que entonces era novedoso nos es hoy anticuado y caduco mientras que lo viejo de entonces es ahora lo nuevo. Otra diferencia disuelta es la consideración del cine como un arte más elevado y el vídeo como perteneciente a una clase inferior.
Afortunadamente, y en la esfera del arte, esta ambivalencia tecnológica entre vídeo y cine se suturó en los noventa como un asunto propio de los “Douglas”: Stan Douglas y Douglas Gordon. Aunque es de justicia recordar aquí que Godard, Marker, Kluge y demás correligionarios del tv-politics ya habían dejado como caduca cualquier tipo de compartimentación. Pero en lo estrictamente artístico, se les debe a los “Douglas” (junto a otros artistas del periodo) el haber introducido el cine como un nuevo contenido para un arte contemporáneo que todo lo canibaliza a su paso: Hitchcock, Pasolini, Antonioni como contenido; en cuanto a las formas, remakes, versiones, bandas sonoras, títulos de crédito y otros aspectos del cine centran la atención de muchos artistas. En este proceso combinatorio, el proceso de “ajuste” entre las dinámicas espacio-temporales del dispositivo del cine y las propiamente expositivas resulta productivo.
En su ensayo, Sontag comentaba que a diferencia de la novela (y podríamos añadir aquí la exposición), el cine poseía un vocabulario de las formas, una sintaxis fílmica: “la explícita, compleja y discutible tecnología de los movimientos de cámara, de los cortes, y de la composición de planos implicados en la realización de una película”. Esta parte formal es aplicable a todo el dispositivo de manera que el cine devenga un modelo de producción en su conjunto. Esto es algo que algunos artistas franceses (Parreno, Huyghe, Gonzalez-Foerster) trataron de llevar a cabo en los noventa, alargando las analogías de la exposición como un espacio-tiempo similar a una película, o la siempre seductora idea de la exposición como un filme en tiempo real, etc. Muchas de las exposiciones de Dora García comparten esta impresión fílmica en 3D. De nuevo, es la práctica artística la que ensancha más el espacio dentro de la institución-arte y no al revés. El cine es principalmente un arte espacial y como tal, su desmaterialización en las prácticas artísticas es una consecuencia de su espacialización. La deconstrucción, desmontaje y posterior ensamblaje ad hoc del “aparato” fílmico es entonces la solución a esta espacialización. La audiovisualización como solución espacial (black cube versus white cube) es también una cuestión de índole arquitectural.
De todo esto ha emergido con fuerza un género por derecho propio: el “cine de exposición”. Un audiovisual de doble entrada según desde donde se dé el primer paso; arte o cine. Un audiovisual que igualmente combina géneros y hace inútiles las divisiones rígidas entre documental y ficción. En el contexto español sus practicantes son múltiples y variados, y en esta espacialización es donde confluyen los filmes de Laida Lertxundi, los vídeos de Alex Reynolds y los textos y experimentos con el aparato fílmico de Esperanza Collado, por mencionar algunas autoras. La muestra El cine rev(b)elado en el CA2M de Móstoles durante el año pasado, comisariada por Playtime Audiovisuales y Abraham Rivera fue la respuesta a este escenario de confluencia. Desde el cine al cubo blanco los ejemplos son incontables: desde el estreno comercial de Tiro en la cabeza (2008) de Jaime Rosales coincidiendo con su proyección a modo de videoinstalación en el Museo Reina Sofía de Madrid; las incursiones en el cubo blanco de Isaki Lacuesta; la exposición Miradas al límite en el museo ARTIUM de Vitoria-Gasteiz en 2008; el fenómeno del Novo Cinema Galego; programaciones como la desarrollada por Víctor Iriarte (él mismo un creador audiovisual y de performance) en Tabakalera de San Sebastián, o la línea programática de ciclos de cineastas en el centro Bilboarte.
Entre la progresiva diversificación de las funciones que una institución artística puede abordar (exposiciones, publicaciones, educación, biblioteca, etc.) el nuevo audiovisual abre una posibilidad para la figura del programador/a, así como la consideración de esta “programación” como un destacado aspecto de los servicios culturales prestados. La industria cultural diversifica, estratifica, separa y aglutina. La actual y creciente inserción del llamado “cine invisible” o “cine raro” en canales que nada tienen que ver con lo independiente también plantea la pregunta acerca de cuál es el tiempo de absorción por el sistema de todo aquello que resulte inusual, diferente, polémico o simplemente marginal. Institucionalizar supone también hacerlo habitual, corriente y lógico, no necesariamente someterlo a la norma y la regla.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)